Pasión transfigurada

Metéora (2012) de Spiros Stathoulopoulos

TAMAÑO DE LETRA:

Muchas son las formas de lo divino
y muchas cosas deciden los dioses contra los previsto.
Lo que se esperaba no se cumplió,
Mientras encuentra, la divinidad, salida a lo increíble.
De tal modo ha concluido este suceso

Eurípides, Las bacantes

En su Nocturno a Rosario, el poeta mexicano Manuel Acuña situó la figura de los amantes plenos y dichosos dentro de la glosa de su amor no culminado. La única injerencia de Dios, vuelto madre, es como figura totémica y tutelar de la pareja.

De manera paralela, Spiros Stathoulopoulos construyó una metáfora sobre Dios como mediador de pulsiones amorosas y eróticas, solo que directo y despojado de intermediarios, en Metéora (2012). La carne libidinosa y deseada es objeto y sujeto de pruebas en este filme que, de forma similar al texto de Acuña, abre con el ícono ortodoxo de Dios como parte central de un tríptico compartido con los protagonistas: Theodoros y Urania, monje y monja de monasterios vecinos en la epónima locación.

Ambos participan en un juego amoroso cuyo origen importa poco (aunque, en pequeñas y rápidas escenas, Stathoulopoulos otorga los elementos para que el espectador configure la serie de lances y roces que propiciaron este estado funámbulo). Lo que importa es que los monjes están inmersos en algo que, de forma callada y mistérica, los atenaza en lo físico y espiritual.

Mientras que el Dios de Acuña se siente como un intruso un tanto forzado al ser un conjuro de la voz del poeta en el recipiente materno, el de Stathoulopoulos se construye como un puente hacia una consumación amorosa limpia y digna, o hacia la caída misma, solo que flamígera y llena de culpa. Para ello, el director y su coguionista, Asimakis Alfa Pagidas, elaboraron cuestionamientos sobre las relaciones que se fincan entre los amantes, no como ajenas al estado de gracia que se espera del ascetismo y la sobriedad de la vida monástica, sino como subproductos de una teología imperfecta toda vez que es mediada por el entendimiento humano.

Aquí los amantes no son juzgados por nadie más que por sí mismos, y se brinda la oportunidad de analizarlos dolientes y habitados por la angustia, sin caer en mortificaciones o recriminaciones ante la posibilidad del pecado. Cuando mucho, son colocados en travesías similares a la frugalidad del paisaje y la vida de la agreste llanura griega que los rodea, donde la afonía deja de lado la opresión para ser vehículo de la reflexión interna sobre los deseos, las voluntades y las representaciones. Es como si los guionistas entendieran que el deseo del otro no es sino una posible cara de la mística (a la cual se accede desde la mayor intimidad posible, la de uno mismo), pero que su escenificación y explicación requiere por fuerza el uso de las toscas representaciones humanas. Como si los cantos y loas de San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila dieran, por sus mismas cualidades obvias y sutiles, una exégesis encarnada en una emoción que avasalla sin dejar de hincarse en reverencia ante los poderes celestiales y sus decretos.

Tal vez por ello, y por el miedo que conlleva la búsqueda de la trascendencia en un otro de carne y sangre, ni Theo ni Urania acuden a la poesía mística o al apoyo del erotismo del Cantar de los cantares, sino a la reiteración de la unidad de la fe que conllevan los salmos, donde se encomienda a Dios la decisión sobre los posibles finales que a los que ineludiblemente se dirigen.

Este entendimiento de la relación permite que la cotidianidad se desdoble. Por un lado, en la narración tradicional no hay altibajos: las labores diarias se dan con la casualidad y la rutina, acaso con una mayor prodigalidad, ya que en el acto se ratifica la presencia y cercanía del otro. Por el otro, las dudas y resquemores abren espacio para animaciones en las que el temor al paso en falso que conduce a la caída presenta las pocas oportunidades que la doctrina les ofrece a los personajes: el vacío o un infierno inclemente.

Pero, contra los pronósticos más obvios y conservadores, hay espacio para la reconciliación de lo terrenal con lo angélico. Esta comienza tras una tarde de refrigerios, cuando Urania señala que el único pecado posible es el de la impaciencia. Ante lo dicho, Theo sucumbe casi en el acto, besando ofuscadamente a Urania, para poco a poco ceder a la presión de sus instintos en una frenada de último momento por una Urania tan ofuscada como herida. Este hecho permite que ambos regresen a la solitaria y remordida reflexión de las fuerzas casi irrefrenables que bullen en ellos.

No obstante, lo que podría terminar en una tragedia típica se devela como una reafirmación de las facetas humanas como haces irradiados de la iluminación divina. Esto se entrevé en dos momentos. El primero es el binomio de imágenes conformado por la (casi) primera y la última imagen de la cinta. En aquella, una silueta comparte el cuadro con dos pináculos y, si bien es obvia la relativa pequeñez y fragilidad humana frente a la pétrea memoria de las eras, se halla en relativa equivalencia de proporción, mas en franca soledad ante la vastedad de un mundo frío y distante. En la última, la insignificancia es mayor: los dos amorosos descienden después de consumar la entrega, disminuidos pero acompañados, envueltos en la luz de un sol sereno ante la dicha de la plenitud alcanzada.

El otro momento lo dan el consentimiento y la mirada de Dios. Poco antes del desenlace, y ya con pocas pero poderosas dudas tras la falta cometida sobre Urania, se observa la última animación, donde Theo, cual trasunto de Teseo, entra en un laberinto con la única guía de un hilo rojo proporcionado por Urania/Ariadna. En este transitar por los recovecos de Dédalo, Theo pierde la guía y va a parar frente a un Cristo semicrucificado, puesto sobre una cruz sin estar sujeto a ella. Theo procede a clavarlo para cumplir el destino reivindicatorio asumido por Cristo, y obtiene como respuesta flujos intensísimos de sangre que lo arrojan de vuelta ante Urania, quien lo mantiene a flote en medio de los oleajes. Una vez entendido el pasaje onírico, solo queda sellar lo convenido, observado desde un cenital que asemeja a un Dios omnipresente contemplando algo acorde a su designio y beneplácito. No toda acción de la carne es un descenso ante los ojos de Dios; hay formas del placer y la pasión, a caballo entre el rapto místico y la reclusión del anacoreta, que posibilitan la caída en, desde y con la Gracia.

TAMAÑO DE LETRA:

 

  • Clementina
  • El poder del perro
  • Adios al lenguaje-2