No es solo una larga noche

La deuda de Gustavo Fontán


Dic 6, 2021

TAMAÑO DE LETRA:

Una mujer fuma en la fachada de un edificio, enmarcada por el dintel de la puerta principal. Por la calle circulan colectivos, se escucha el ajetreo urbano. La mujer mira a su izquierda y observa: una madre, hastiada, reta a su hija pequeña. Al cruzar miradas con la madre, la mujer que fuma corre la vista rápidamente y mira hacia su derecha. A lo lejos, una chica camina. La mujer parece detenerse en su figura; lleva un pañuelo verde atado a la mochila. La mujer tira el cigarrillo y la imaginamos subir por la escalera. Por la luz, adivinamos que es ese momento del día en que cae el sol y, poco a poco, se avecina la noche.

En El cine según Hitchcock, François Truffaut le preguntó al maestro británico acerca del uso del color. Entre afirmaciones sobre el Technicolor, coloristas y técnicos, Hitchcock esbozó la siguiente frase: «Sabemos que no hay fundamentalmente colores, que fundamentalmente no hay rostros hasta que les dé la luz».[1] Mucho tiempo antes, a finales del siglo XVIII, Wilhelm Wundt realizó ensayos para comprobar hipótesis en relación con la psicología experimental y, tal vez sin saberlo, aportó a la teoría del color: la temperatura de los colores se mide por su calidad de fríos y cálidos. De esta manera, Wundt afirmó que los colores producen sensaciones específicas en el espectador.

Si tenemos en cuenta su simbología, evocan metáforas o sentimientos, determinados por construcciones culturales, de acuerdo a cómo se los percibe. La percepción plástica que producen ciertos colores, ocasionada por la incidencia de la luz, es clave para generar atmósferas de sentido —algo que Hitchcock supo manejar a la perfección— que dejan huella en el cuerpo del que mira. El azul, para estos lares de Occidente, se asocia al frío, al invierno, a lo gélido y a la distancia. En sus matices más oscuros, podríamos llegar a asociarlo al fondo del mar o a la noche. La deuda (Gustavo Fontán, 2019) es una película que se tiñe de azul, sincronizando tonalidades de colores fríos con sutileza y sobriedad, alejados de todo lugar común, evocando una pintura fría y nostálgica.

Segundos después de que apagó el cigarrillo y subió las escaleras de la oficina, nos enteramos de que la mujer que fumaba es Mónica y está en una situación compleja: debe quince mil pesos. El dinero lo tomó de su trabajo y tiene que devolverlo a más tardar a la mañana siguiente. El planteamiento es esquemáticamente clásico, pero lo que sucede en la trama de la película se fuga en aristas que rompen con ese esquematismo. Es que La deuda es, valga la redundancia y el pobretón juego de palabras, argentina en su esencia. Está situada en un país en crisis, un país nuevamente endeudado, un país con desempleo, y esa situación la atraviesa de manera irremediable.

La temperatura del filme, aclimatada por la paleta de colores, es local, desnudando toda posibilidad de devenir en una narrativa clásica, fugándose hacia otras posibilidades. No solo porque bordea espacios liminales entre abstracción y figuración en su puesta en escena —aunque podríamos decir que es de las películas menos experimentales de Gustavo Fontán—, sino también porque su arco narrativo parece dibujar una espiral descendente: la protagonista transita caminos reiterados en su pasado. Como si la larga noche que se cierne en el recorrido ansioso y desesperado de Mónica, aunque medida en su desborde, fuera una analogía posible de la manta oscura que envolvió —una vez más— a la Argentina a partir de 2016. La noche de La deuda está marcada por tonos fríos, gama de colores que transmite la misma distancia y frialdad que Mónica impone en la pantalla.

El azul en el filme comprende diferentes universos lingüísticos que abarcan vestuario, dirección de arte, tono lumínico y hasta el guion. Como las prendas que Mónica compra en un negocio de ropa genérico y la visten minutos antes de que comience su sonámbulo recorrido. Pero también cuando le pregunta a Sergio, su ¿amante? y eventual compañero nocturno, quien desciende en espiral junto a la falta de aire y los ataques asmáticos de la protagonista durante su derrotero: «Es nuevo este auto, ¿vos no tenías un auto azul?». «Es nuevo para mí», responde él. El auto es usado porque a los personajes de La deuda, como a la mayoría de los habitantes de la ciudad que recorren de noche, se les dificulta llegar a fin de mes. ¿Qué significaban quince mil pesos en la Argentina de ese entonces? Tal vez alcanzaba para pagar un alquiler escueto o era casi el equivalente al salario mínimo. Apenas sobrevivía una persona durante el mes. ¿Quiénes tenían para prestar, así de la nada, quince mil pesos en efectivo?

Los personajes de La deuda, si no se encuentran en franca decadencia —el enajenamiento de Pablo, esposo de la protagonista, es un fiel ejemplo—, están dándole vuelta a las cosas para poder pagar las cuotas del colegio de los hijos, cambiar el auto o devolver una cantidad determinada de plata, acechados por el desempleo o el miedo a perder el trabajo. Y cuentan plata o las cuotas, los préstamos, los billetes: casi todo el tiempo cuentan plata. En el universo de la película, las relaciones humanas parecieran medirse, también, económicamente.

La noche azulada, iridiscente por la luz reflejada en el asfalto sinuoso y laberíntico, filmada desde autos que transitan autopistas construidas por cementosas gestiones políticas de Argentina, tiene un papel principal en la película. Esas luces son las mismas que se reflejan en el rostro de Mónica, en movimiento, inestable, agotada, yendo hacia un lugar determinado, pero del que de todas maneras vuelve a escapar. Como huye de su propia casa, del festejo de cumpleaños de su hermana, de la casa de su amante, se fuga en búsqueda de un dinero que le resulta inalcanzable. Sube a un taxi, la observamos detrás del vidrio de la puerta: Mónica apenas llora. La belleza es dolorosamente perceptible, agobia la necesidad de aire.

Si las luces de la calle son cómplices en el relato azulado, el clímax lumínico llega en el momento en que Mónica ingresa en un casino y deambula entre las máquinas tragamonedas, iluminadas hasta agotar visualmente por su exceso. El encuentro que allí se produce nos revela otra faceta de la protagonista en una película donde cada personaje compone sus formas más bien por gestos, apenas palabras. El monólogo que Leonor Manso le espeta —quien interpreta a una madre ludópata, ególatra y vulnerable— vuelve a referir a lagos congelados, a sueños fríos, a nieve y distancia. Madre e hija se encuentran y, a juzgar por las palabras de la madre, Mónica estaría en todo su derecho de rechazarla. Pero calla y escucha. El filme comienza con una escena de discusión entre madre e hija pequeña y se acerca a su fin con una escena de desidia entre madre mayor e hija adulta. ¿Qué estaba pensando Mónica al inicio, cuando observaba, distante, mientras fumaba un cigarrillo? El casino, lugar de juego, epítome de disfrute del dinero pergeñado perversamente por un sistema económico que no da tregua, es la locación elegida para volver a filmar esa relación primigenia. La noche va llegando a su fin.

¿En este punto importa, acaso, saber si Mónica alcanzó a juntar los quince mil pesos? En un esquema clásico, sería lo primordial. Respiraríamos aliviados sabiendo que tiene el dinero en sus manos. Sin embargo, La deuda va más allá, porque es —justamente— local. Amanece y Mónica toma el tren desde el sur del conurbano bonaerense hacia el centro porteño, quizá su lugar de trabajo. Pero no es solo ella quien realiza ese recorrido: es una más, apenas perceptible entre la masa que diariamente se sube al tren y se dirige a trabajar. Apoya la cabeza contra la ventana de un tren atiborrado y pocose queda dormida. Lo que destaca no es la protagonista,; son muchos y muchas Mónicas que realizan esa misma acción. Apenas se alcanza a distinguir cuando baja del vagón entre una muchedumbre que camina por las estaciones, que son como las autopistas que recorre la cámara, un compendio ejemplar de un orden y progreso industrializado, heredero de políticas entreguistas del país. El derrotero nocturno de Mónica no es anómalo ni exclusivo.

Cuando el cielo se funde del azul a un extraño rosa pálido, aparecen las primeras horas del sol, ocres, apenas anaranjadas, y recaen sobre cuerpos anónimos. Rayos de luz atraviesan la maquinaria y bañan las primeras horas de la jornada de todos los que repiten la actividad rutinaria y matutina, y a quienes las deudas —y la deuda histórica— atosigan. Saben que existen recorridos nocturnos agobiantes, pero, por más sonambulismo que los mantenga despiertos, hay que ir a trabajar. El color cambia, la luz incide de otra forma, pero el gesto es prácticamente el mismo. El azul se asocia en Occidente con la noche, lo oscuro, lo gélido o la incertidumbre del fondo del mar; aunque amanezca, La deuda es eternamente argentina.

TAMAÑO DE LETRA:

 


NOTAS Y REFERENCIAS:
[1] François Truffaut, El cine según Hitchcock, Madrid, Alianza Editorial, 1974, pp. 152-156.