Borde de nieve de Juan Francisco Rodríguez
Heterónimo 1: Cimas descubiertas
A través de ligeros recorridos por las alturas, arriba de las nubes, nos encontramos con paisajes atrapados en la nieve. Avanzan los primeros minutos del cortometraje Borde de nieve (2020) de Juan Francisco Rodríguez y se van revelando cada vez más manchones en el paisaje, como archipiélagos en un blanco mar. Notamos cómo el paisaje se transforma, los detalles de la montaña comienzan a revelarse como entornos conocidos: parece que la nieve —mejor dicho, su ausencia— dibuja calles; parece que la nieve —ahora protagonista— se convierte en ríos que desembocan en el helado mar.
Detrás de las nubes se levantan las montañas cada vez más negras, sin nieve. Un mar negro con mucho polvo blanco.
Sobre un fondo negro, las letras blancas nos informan de la muerte del último glaciar en Colombia, revelando paisajes que se había guardado para sí mismo durante cuarenta mil años. Una cámara fija nos traslada al interior de una oscura construcción deteriorada donde la tenue luz solar que deja pasar el ausente techo dirige nuestra mirada hacia lo que parece ser un hoyo con diminutas plantas creciendo al borde.
Con la misma rigidez del plano anterior, se nos muestra una habitación donde podemos observar un tragaluz y no solo la luz que lo traspasa para alimentar a las plantas que son más vigorosas, abundantes y diversas que antes. Momentos antes de verlo, se escuchan las pisadas de un hombre que se dirige a contemplar la luz que cae del techo. Las imágenes subsiguientes nos hacen saber que estamos en una labor pesada: señalamientos de no pasar, botas que entierran la pala en la negra tierra, picos que aflojan el sustrato que guarda minerales preciosos.
El casi imperceptible movimiento de la tierra deslavada y los sonidos industriales nos introducen al mundo de las máquinas encargadas de transformar lo que se les pone enfrente: una aplanadora pasa encima de las irregularidades que forman el suelo para que unos pies caminen sin problema. Lo que parece un sonido de alerta se mezcla con el chillido de las máquinas mientras observamos la tierra en su estado más vulgar y opaco.
En contraste con la severidad de los planos pasados, con el sonido de la tierra corriendo que se termina por integrar al de las percusiones, entramos a un mundo antiguo que solo existe en los archivos. Las imágenes en blanco y negro nos revelan la tierra en sus parajes más íntimos y vírgenes: vemos esas estrías que ha acumulado a lo largo de millones de años, a las que los geólogos llamaron estratos. Se nos muestra suave y blanda, pero también filosa y monumental, resguardando entre sus peñascos la vida que crece en ella, los ríos que fluyen sin parar a lo largo y ancho de su cuerpo, el agua atrapada en quietas lagunas esperando a crecer o transformarse.
Mientras más vemos de ella, más se revela hostil: arriba de las nubes, las piedras son más grandes y sólidas, la nieve cubre los secretos de las altas montañas dejando solo pequeños fragmentos descubiertos. La última imagen que vemos de este mundo antiguo es la de unos hombres caminando por estos recovecos de la Tierra. ¿Qué quieren descubrir si la nieve ya está descubriendo todo?
Regresamos al sórdido mundo transformado que hemos construido para encontrarnos con una revolvedora de cemento que trabaja la tierra para convertirla en agua. La tierra gira, cae, se mezcla mientras la escuchamos rebotar en el metal de la máquina; una cortina de polvo cae frente a nosotros con un ruido que recuerda al movimiento tectónico de la Tierra, imperceptible para los oídos humanos, pero capturado por las máquinas que ingeniamos. Juan Francisco Rodríguez logra transfigurar esas mismas imágenes y sonidos en el tranquilo susurro del agua y el ostentoso caer de una cascada.
Finalmente el agua se mueve y choca con pedazos de glaciar, que parece puro al principio, pero, entre más lo exploramos, se va ensuciando. Sin embargo, sigue guardándose lugares a los cuales no habremos de llegar.
Borde de nieve (Juan Francisco Rodríguez, 2020)
Heterónimo 2: Liquidando la tierra
De todas las especies animales, el género Homo ha sido el único capaz de transformar a voluntad el mundo que lo rodea y dar pie a una nueva época geológica, sucesora del Holoceno, a la cual los científicos han dado el nombre de Antropoceno: la edad de los humanos, caracterizada por el gran impacto que la especie ha tenido sobre los ecosistemas y la biodiversidad, impacto comparable con las grandes extinciones causadas por las reacciones en cadena de varios sucesos catastróficos. Desde sus inicios en el continente africano, este género se mostró como una fuerza creadora: el Homo habilis ya convertía las piedras que le proporcionó la Tierra en herramientas útiles, un impacto mínimo comparado con el de una de sus especies hermanas, la única que sobrevive: el Homo sapiens. Si, después de su extinción, llegaran o evolucionaran formas de vida inteligente, no sería necesario excavar los estratos y encontrar los particulares neurocráneos del hombre sabio para estar enterados de su paso por la Tierra; bastaría con sobrevolar la tropósfera para divisar sin problema las ciudades donde vivieron, las carreteras que construyeron y las murallas que levantaron. Pero, sobre todo, los picos desnudos de las montañas que solían estar cubiertos por «las nieves que llamábamos perpetuas», en palabras de Juan Francisco Rodríguez, realizador del cortometraje Borde de nieve (2020).
Rodríguez utiliza la ciencia ficción para explorar la idea de un mundo que ha sido perdido e intenta ser reconstruido. Los humanos intentan elaborar un monumento funerario al último glaciar activo de Colombia, tarea difícil para quien no lo conoció. Cavan, pican, aplanan, amontonan pedazos de piedras y tierra con tal de recuperar al menos los recuerdos perdidos de un paisaje olvidado e inexistente en 2070. Parece que lo están logrando; una sombra atraviesa la luz y un montaje de material de archivo hace una clasificación jerárquica del terreno montañoso casi como la del geomorfólogo Hugo Villota: pasa por la provincia fisiográfica, todos esos relieves tan diferentes entre sí; a continuación, el gran paisaje que se va haciendo presente con su vegetación homogénea; el paisaje, con su ambiente fluvial que recorre la montaña, muestra la unidad climática con la neblina que advierte las bajas temperaturas, terminando con el subpaisaje de las cimas congeladas que separa lo glacial de lo orogénico. En el plano final de este montaje se ven cuatro personas: ¿acaso buscan evidencia de cómo era la nieve para así poder recrearla?
Parece que el director advierte sobre un futuro cercano en donde la experiencia del frío glacial no existe en la naturaleza, sino que es replicada en habitaciones grises con grandes aires acondicionados donde la sórdida tierra se tiene que imaginar como blanca nieve, un futuro que se vuelve más nítido cada vez que las noticias informan sobre los experimentos de manipulación climática o cada que los expertos se reúnen para disertar sobre nuevos y más inalcanzables objetivos, soñando con una milagrosa acción colectiva global que ponga freno al peligro inminente de cruzar el umbral límite de los 2° C. Un futuro en donde el humano no deja de construir en vez de conservar. ¿Será tal vez que la capacidad creadora del ser humano es proporcional y dependiente de su fuerza asoladora?
En Borde de nieve, el ser humano parece retratado como un niño caprichoso que, una vez que ha perdido el juguete al cual no daba atención, que tenía olvidado y abandonado en favor de otros, quiere recuperarlo sin importar que el daño sea irreversible.
La capacidad transformadora del ser humano moderno es sorprendente, tanto así que se muestra capaz de hacer con la tierra agua y hielo, así como una vez hizo del hielo glacial una montaña rocosa.