Piedras de viento

Noche de fuego (2021) de Tatiana Huezo


Mar 25, 2022

TAMAÑO DE LETRA:

El presagio es de fuego: dos manos cavan velozmente un hoyo en el suelo; de pronto, es ya lo suficientemente grande para que el siguiente plano cenital presente a Ana, de cinco años, acostada, quieta y mirando fijamente a cámara desde este agujero en la tierra. Luego de una corta elipsis, Ana va caminando en el bosque con sus amigas María y Paula cuando se detienen ante tres colores —rojo, amarillo, negro— que ven moverse por el suelo y con los que identifican a una especie letal de serpiente. Las protagonistas de esta historia sondean el peligro a la distancia; luego siguen la inmovilidad, el miedo y el silencio.

Las idas y venidas de Ana entre su casa y el resto de su pueblo le han dado un atisbo de intuición de que algo fuera de lo normal sucede a sus alrededores: la desaparición de su vecina Juana, la renuncia del maestro de la escuela, el «no los mires a los ojos» que le susurra su amiga ante los militares y, entre otras cosas más, la constante vigilancia que su madre ejerce sobre ella para que no luzca ‘femenina’ son eventos que ciertamente indican una ruptura inminente del orden social. Pero Ana es joven y ha vivido toda su vida en este lugar: ¿contra qué ‘normalidad’ podría comparar estos sucesos ‘anormales’? Incluso su padre representa una incógnita en su vida: se ha ido del pueblo abandonándola junto a su madre, cuya diaria travesía para conseguir señal e intentar contactarlo (siempre en vano) es un acento en el que Tatiana Huezo insiste para dar cuenta de la profunda frustración que tiene su último destino en la inocente Ana.

Es claro que, gracias a los estrechos lazos que la película mantiene con la realidad que refiere, el espectador puede organizar a los actores del relato (ejército, narcos, vecinos, etc.) y sus funciones más rápidamente que como podría hacerlo Ana. Sin embargo, Noche de fuego (2021) logra que empaticemos activamente con su confusión, porque la madre, cuya tragedia es no poder levantar ficción alguna que blinde a su hija de la realidad, le ha enseñado a Ana a escuchar a lo lejos aun los ruidos más lejanos, las vibraciones más incipientes que denotarían la presencia de hombres armados, pero disfrazando de juego la dinámica, desviando la atención en el último momento y preguntando a su hija si reconoce de quién es la vaca que muge a la distancia.

En un instante, una fisura se traza de un lado a otro de la pantalla. A su paso, una línea de dinamita explota y quiebra la montaña. Margarito, hermano mayor de María, trabaja en este sitio de construcción en el que recién ha descubierto por accidente los fusiles de los jefes del lugar. El silencio que sigue a la explosión lo envuelve mientras observa la caída de aquel paisaje que a la distancia parecía tan sólido. Con la cámara fija, el viento comienza a arrastrar neblinas de polvo sobre él, que apenas se mueve por la intermitente violencia del aire y que mantiene la mirada fija en el horizonte quebrado. El plano dura varios segundos, pero su peso nunca deja de crecer. Más adelante, Margarito transitará a ser asistente de los jefes de la zona, dejando de lado el trabajo duro de la construcción para ayudar a contar las cantidades de opio que el narco produce en los alrededores. En la escuela del pueblo, poco antes o después de esta escena, una niña se pregunta si las piedras tienen vida.

El tiempo pasa y Ana es una preadolescente en la segunda mitad de la película. A la escuela llega un nuevo maestro, Leonardo, que será crucial en la dirección que seguirá Ana en esta era de cambios. A través de su clase, ella se ve confrontada quizá por primera vez de modo público con su sexualidad al tener que describir su cuerpo en un ejercicio; pero, cuando vacila en hacerlo, su maestro no insiste más en el asunto y sigue con la clase. Otro gesto mínimo pero fundamental para Huezo se da cuando Ana y María ayudan a Paula a limpiarse el veneno que le ha sido rociado desde los helicópteros antiamapola: observamos brevemente que Leonardo se abstiene de aprovecharse de la desnudez de la chica; además, este momento, al igual que en las otras escenas más físicamente violentas, ha sido filmado con cierta agitación de la cámara, motivo por el que logra escapar al ojo clínico, frío y por lo tanto apático con que se filma la violencia mucho más sórdida de una película como Heli (Amat Escalante, 2013).[1]

Así, si bien es claro que, por su planicie moral, Leonardo no es un personaje heroico ‘interesante’ en tanto que complejo (como sí lo sería, al menos en mayor grado, un maestro no ficticio en un contexto similar), la construcción de las situaciones en las que participa enriquece la poca esperanza y dirección que esta historia puede alcanzar, materializadas con más fuerza cuando a Ana se le revela la motivación de ser maestra cuando crezca. Huezo entiende que la construcción de los héroes (incluso si son secundarios) de un relato anclado a la realidad social exterior tiene su ética impuesta por esa misma realidad, algo que, por citar un ejemplo análogo, la serie de Netflix Somos, sobre la masacre de 2011 en Allende, Coahuila, nunca entiende, y que resulta en la creación de héroes sociales absurdos como su bombero siempre solemne, casi pasional, ante el terror desbordante que se vive en esa sociedad.

A través de la misma escuela, se nos muestra que Ana y sus amigas han comenzado a sentir atracción física por otras personas (en este caso, por su nuevo maestro). Al poco tiempo, Ana empieza a salir con Margarito, el hermano de su amiga, quien ahora recorre el pueblo en una camioneta y cuyas conversaciones con las difusas autoridades del lugar nos son ajenas, dándonos así la idea de cierta cercanía entre ambos. No por ello deja de insistirle a su hermana que se oculte el pelo largo cuando pasan por un retén. El conflicto de su relación con Ana, sintetizado principalmente en la escena en que practican tiro con una pistola, está marcado por contrastes entre su amor y la evidente preocupación de ella por los malos andares de su novio. No poco contribuye a su malestar la interminable ola de violencia que sucede a su alrededor, siempre anunciada por vibraciones que, como Ana, el espectador aprende a no ignorar desde que son incipientes y que, por aire o por tierra, se muestran finalmente como helicópteros que envenenan todo a su paso o narcocaravanas que aterrorizan los hogares en busca de las mujeres jóvenes del pueblo.

El inevitable estado de alerta, metaforizado con un escorpión negro que habita en el interior de Ana, solo puede evadirse en ciertos momentos:

(1) Cuando Ana es niña y juega a esconderse debajo de una sábana para que sus amigas la encuentren y rían juntas, momento cuyos inocentes diálogos unen sutilmente a la realidad, pero cuya tonalidad absolutamente roja lo aparta del resto de la película y lo vuelve casi onírico.

(2) Recién comenzada la segunda mitad de la película, María es intervenida en una cirugía en la que médicas del Seguro Social arreglan la hendidura de su labio superior. Este hecho, que resulta trágico si se piensa en relación con el final de la película,[2] no deja de complejizar la función del gobierno y del ejército en el pueblo: se nos muestra que ayudan a organizar y resguardar la jornada de servicios médicos en la clínica local, durante un día evidentemente esperado por muchas mujeres del pueblo y cuyo aire, dejando de lado la breve e inevitable aparición del narco en la escena, se intuye positivo.

(3) En una fiesta del pueblo, la Ana preadolescente habla por primera vez con Margarito después de verlo participar en un torneo de jaripeo. Entre música, juegos de feria y luces de colores, los dos se conocen y bailan. Poco antes, Ana sonreía al ver que su madre también bailaba con un hombre.

(4) El juego de Ana y su madre, que consistía en distinguir los ruidos circundantes en el entorno, evoluciona a lo largo de la película: inicialmente, Ana lo convierte en un juego psíquico en el que ella y sus amigas intentan adivinar mutuamente sus pensamientos, pero esta conexión entre las tres se vuelve una suerte de melodía mental que alcanza su clímax cuando las tres nadan en una laguna en un instante que nos regresa al plano final de Tempestad (Tatiana Huezo, 2016) y nos da un momento de paz en medio de la agitación.

Una de las tantas veces que la madre de Ana vigila la caravana negra de los narcos, sucede lo que hasta entonces más temía: la última de tres camionetas se desvía en dirección a su casa. Pronto, Ana se esconde. Su madre encara a quienes han venido por su hija e intenta no quebrarse al tratar de disuadirlos. Durante un segundo, la angustia se agudiza aún más: nos quedamos, tras la ráfaga de disparos que tiran los sujetos en su retirada, esperando lo peor. Por milagro, porque no hay lugar para otra cosa, ambas libran este momento con vida. Luego Ana corre en busca de su amiga María, a quien no encuentra en su casa. Se hace de noche y encuentra, entre vecinas que corren por la calle y queman sus pertenencias, a la madre de María: su fuerte desolación le confirma lo peor. A unos metros, Margarito está parado junto al fuego; su mirada vacía está fija en las llamas. Ana se acerca y lo mira sin cruzar palabras. Al día siguiente, el éxodo del pueblo es inevitable, solo lo antecede la noche de fuego: roja, amarilla y negra.

TAMAÑO DE LETRA:

 

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NOTAS Y REFERENCIAS:

[1] Recupero esta idea de Abraham Villa Figueroa en su artículo «Sobre la violencia en el cine mexicano reciente» en El Cine Probablemente, México, 2021, pp. 39-49.

[2] Recupero esta breve y puntual observación de la historiadora del arte Ana Paula López, mencionada en una conversación personal sobre la película en septiembre de 2021.