El laberinto verbal
Buenos días (Ohayo, 1959) de Yasujiro Ozu
Luego de un gran plano general a un conjunto de hogares, enmarcado por dos torres eléctricas superpuestas, sigue una serie de planos que se proponen revelar el movimiento de los habitantes en dicho complejo urbano. Atraviesan pequeños espacios entre las casas, ya sea por los caminos elevados o a lo largo de sus límites, como navegando por un laberinto. Dicha secuencia inicial invita a recorrer visualmente cada cuadro sin un destino específico, más allá de observar el barrio japonés de Buenos días (Ohayô, 1959), película dirigida por Yasujiro Ozu.
Un espacio laberíntico del drama familiar, vecinal, urbano, construido por la palabra, por el virus verbal burroughsiano que parece imposible de contener entre las señoras del vecindario, los proveedores borrachines o el enamorado profesor de inglés. Un laberinto verbal reforzado visualmente por el montaje interno que siguen los personajes en cámara fija, en encuadres seccionados por los propios elementos internos, la arquitectura que habitan, por una composición potenciada por la profundidad de campo, para ver lo que se esconde hasta en el último cuadro dentro del cuadro.
El laberinto verbal propuesto en Buenos días comienza explorando dos puntos argumentales —el primero, el camino-juego de los niños a la escuela; y el segundo, la conversación entre las señoras sobre la presunta pérdida de cuotas de la asociación vecinal—, para después indagar en bifurcaciones temáticas, como la preocupación por la vejez de los padres («debemos pensar en nuestra jubilación») y la conflictiva relación filial con los hijos («se cree que nació sola»). Durante los primeros cincuenta minutos del filme el virus verbal se transmite, la ausencia del silencio crea paredes en las mentes de las vecinas, llevado a señalar a una de ellas como ladrona y después como rencorosa, solo aquellos que guardan silencio (como uno de los esposos que se corta las uñas mientras escucha) se vacunan ante lo que transmiten las palabras, encontrando la mayor resistencia en el silencio-protesta de Minoru y su hermanito por su deseo de tener un televisor, tras el regaño de su padre al exigirlo «Hablas demasiado para ser un niño»).
Buenos días acontece en su mayor parte en interiores, fuera de estos apenas vemos tránsitos. Es en el bar, la escuela y principalmente en los hogares es donde todo el diálogo y su ausencia cobra sus caminos (a veces sin salida), donde se manifiesta la condena y transmisión del virus verbal, donde los espacios son casi indistinguibles en un hogar de otro, tanto para el espectador como para algún personaje, quien se confunde de casa bajo los efectos del alcohol y solo sabe que ha acertado al escuchar con irónico alivio el reclamo de su esposa («¡Ésta vez he acertado, ésta es mi casa!»). Buenos días, muestra en los entornos cerrados el desarrollo del uso de la verbalización entre los niños y los adultos: mientras Minoru y su hermano casi uniformados como guerrilleros lo evitan para manifestar su inconformidad, los adultos la utilizan compulsivamente para ocultar lo que sienten, como barrera cotidiana a la dificultad de convivir con otros («Para los niños, nuestros saludos parecen una pérdida de tiempo»).
Durante todo el enredo que provoca el verbo y su ausencia, se repite el movimiento de los vecinos en los espacios entre las casas. Cantan, emulan que tocan el bajo, caminan, meditan. Habitan sus caminos en ese laberinto verbal cotidiano («Hay vecinos por todas partes, a menos que nos vayamos a las montañas»). Hacia el final, en una conclusión temporal de los enredos entre paredes, los padres de Minoru ceden, compran un televisor, provocando el retorno a la verbalización de los niños, para descubrir que su lucha se ha vuelto condena, pues el padre sigue demandando su silencio ante su emoción («Si hacen tanto ruido la devolveré»).
Pero los adultos no se detienen ante los efectos del virus, las vecinas ahora desconcertadas por la ruptura del silencio de los niños vuelven a juzgar a la madre («es una mujer calculadora»), el maestro enamorado, esta vez fuera en la estación del tren, vuelve a disimular su enamoramiento («Buenos días… parece que hará buen tiempo»). El virus verbal no se contiene, por ahora los niños triunfan, pues «quien ha alcanzado el estado de silencio, puede ser dueño de su lenguaje».[1] De un laberinto pocas veces se puede escapar.
FUENTES:
[1] Carlos Gamerro, «Por un arte impuro» en La revolución electrónica de William Burroughs. Caja Negra, Argentina, 2013. p.13.