Vidas elípticas de Angela Schanelec


Por Eduardo Cruz

Vidas elípticas de Angela Schanelec


Por Eduardo Cruz

 

TAMAÑO DE LETRA:

A la orilla del río dos soledades tímidas que se abrazan.
J. L. Ortiz

La obra de Angela Schanelec es uno de los ejemplos más exquisitos del cine contemporáneo. Agrupada junto a Christian Petzold, Matthias Luthardt y otros exponentes del joven cine alemán de nuestro siglo en lo que la prensa ha llamado La escuela de Berlín, ella destaca por su precisión formal. Es una cineasta que piensa plenamente la puesta en escena y que desafía los modelos de la narrativa convencional. Su cine pareciera un ejercicio constante de perfeccionamiento del uso del espacio y el tiempo cinematográfico. Desde He pasado el verano en Berlín (Ich bin en sommer über in Berlin geblieben, 1993), uno de sus primeros cortometrajes, hasta El sendero de los sueños (Der traumhafte weg, 2016), su más reciente film, la elipsis y el fuera de campo son puestos a prueba. Sus películas, sucesiones de «bloques de intensidad»,[1] no necesariamente relacionados de forma consecutiva, exploran la soledad humana a partir de la observación puntual de lo cotidiano. Colección de momentos ordinarios que dotan de importancia al más mínimo acto.

Lo cotidiano es la oquedad, dice Blanchot,[2] los «espacios vacíos» de la vida que sin embargo, en su espontaneidad la contienen y, por lo tanto, es lo más concerniente a nosotros mismos, lo más cercano a nuestra verdad interior. Contrario al trabajo de muchos otros cineastas similares, el de Schanelec no es un cine naturalista; su estética responde a una búsqueda por descifrar esta verdad interior, su relación con los deseos y afectos que nos mueven, y la manera en que intervienen las relaciones interpersonales. Su puesta en escena es una indagación por la emoción filmada: «filmar una emoción no es filmar a un actor pretendiendo sentir una emoción.»[3] A Schanelec los actores le interesan en tanto seres humanos y en cómo los diálogos les afectan, más que en como los interpretan. De ahí que los cuerpos en su cine se reduzcan a sus tránsitos habituales y sean presentados en pedazos, separados y muchas veces ocultos. La máxima de Bazin: «encuadrar es también un esconder», se materializa con la precisión de un reloj suizo en el cine de Schanelec, pues siempre queda algo que permanece invisible. Pocas veces los personajes aparecen encuadrados juntos —salvo en planos generales— y las miradas apuntan siempre hacia más allá de la pantalla, erotizando sus bordes. Mientras los personajes ven, nos corresponde a nosotros, los espectadores, descifrar sus miradas.

La cámara fragmenta sin piedad a los cuerpos que contiene, es tal vez por esta razón que sus personajes huyen del cuadro constantemente a sabiendas de que la misma, casi siempre fija, no los perseguirá. Además, Schanelec encuadra dentro del cuadro; objetos, muebles y otros sujetos se instrumentalizan para jamás permitir la desnuda exposición de un cuerpo en su totalidad. En El sendero de los sueños, los rostros casi desaparecen. La película se cuenta con encuadres muy cerrados. Las tomas de manos y pies dominan el metraje. Al evitar las caras, Schanelec renuncia a cualquier presupuesto psicológico que un rostro pueda sugerir, permitiendo a la cualidad gestual de las manos imprimir el carácter dramático.

El aeropuerto —espacio de tránsito, sin pertenencia, en donde el tiempo pareciera correr de forma distinta; lugar natural para el cine del Schanelec—, es el escenario de otra de sus cintas, Orly (2010), en donde la directora, casi de forma azarosa, nos cuenta fragmentos de vida de un grupo de individuos que permanecen a la espera de su vuelo. El mundo entero es un aeropuerto para los personajes de Schanelec, perdidos y solos a pesar de estar en un espacio atribulado. En esta cinta hay una de las escenas más bellas de su filmografía, potente y frágil a la vez. Mientras caminan en medio de un raudal de personas que sólo miran al frente, un chico y una chica sin nombre, desconocidos entre sí pero conscientes de la existencia del otro en ese momento, voltean y por un segundo cruzan sus miradas. Imperceptible acto de rebeldía que como una piedra lanzada en un lago, perturba la calma. «Estaba hambriento pero tenía miedo de comer solo», dirá una voz en off más adelante. Esa sensación es la que inunda toda la obra de Schanelec. En otro momento, hay una amenaza no aclarada que obliga a todos a desocupar el aeropuerto, que al quedar vacío, pierde su aire de soledad. La soledad se la llevan las personas consigo. En palabras de Bataille: «En la base de cada ser existe un principio de insuficiencia».[4] Entre sus personajes hay una lucha por comprenderse entre ellos a pesar de su imposibilidad de comunicación, de su desconexión. Es por ello que el cuerpo es percibido también como una barrera para la expresión de los sentires, más que una herramienta para transmitirlos. En Atardecer (Nachmittag, 2006) —cinta que recuerda a curiosamente a La Ciénega (2004) de Lucrecia Martel— hay una escena en la que después de un largo diálogo entre una ex pareja que apenas descubre cuan equivocados estaba el uno respecto de los pensamientos del otro, culmina en un intenso abrazo, como si quisieran borrar los cuerpos que encierran lo que piensan y lo que sienten pero que no les permite expresarlo todo.

En ese sentido también es notable el trabajo de la autora respecto al sonido. En Marsella (Marseille, 2004) por ejemplo, hay una gran cantidad de conversaciones en fuera campo, personajes circunstanciales que apenas vemos pero que inundan el universo de la protagonista, forastera en una tierra desconocida intentando poner en orden su vida. Mientras que en el resto de su filmografía encontramos que pocas veces los diálogos coinciden con tomas de labios emitiéndolos. Su cine devela la inutilidad del plano contra plano entendido de forma clásica y explora la relación a nivel semántico entre el que habla y el que escucha. La dimensión sonora además cobra protagonismo en su aportación a la construcción de ambientes, el sonido acusmático genera atmosferas, lo mismo en el aeropuerto de Orly que en la casa de verano de Atardecer.

Entre El sendero de los sueños y Orly se erige, además, una interesante contradicción formal que sin embargo, responde a la misma motivación y que confirma la preocupación de la directora por capturar la esencia de la emoción. Como ya vimos, la primera se construye a partir de encuadres cerrados que aíslan los rostros de las voces que escuchamos, mientras que la segunda filma a sus actores desde una distancia considerable, siempre rodeados de muchas otras personas en constante movimiento. En ambas cintas, Schanelec consigue exponer el mundo interior de sus personajes, no develándolo sino haciendo notar todo lo que no se dice porque no se sabe cómo. Su cámara, perfora los cuerpos para llegar a las emociones: «En vez de imitar la vida, se trata de inventar una forma de expresión que dependa exclusivamente de la mediación de una cámara con todo aquello que es su exterior».[5] Su obra, desde su sencillez, elabora una de las más honestas formas de expresar la vida a través del cine. 


FUENTES:
[1] Roger Koza, Catálogo FICUNAM 2017, México, 2017, p. 206.
[2] Maurice Blanchot, El diálogo inconcluso, Venezuela, Monte Ávila Editores, 1994.
[3] Un mundo indeterminado, el cine especulativo de Angela Schanelec, Conferencia Magistral, Cátedra Ingmar Bergman XXIII sesión, FICUNAM, México, 2017.
[4] Georges Bataille; citado por Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable, Madrid, Editora Nacional, 2002, p. 19.
[5] Roger Koza, op. cit., p. 207.