La presencia entre las lanzas

TAMAÑO DE LETRA:

Alguna vez producto de una cotidianidad más primitiva, el combate es hoy la descarnada anécdota de los pocos. En solo un par de milenios, hemos pasado de defender en masa el derecho divino de los reyes a defender, unos cuantos, la hipocresía de los presidentes. El progreso es real, pero torpe y, aunque a veces regresivo, menos millennials han apuntado un rifle a un enemigo que sus abuelos. La guerra es hoy algo que se experimenta más a menudo en las películas que en las manos manchadas de pólvora y quizá por eso nuestro tiempo se ha obsesionado con el realismo en la ficción. Un videojuego no convence si no nos hace temer y una película de guerra no tiene sentido si no trauma. En buena medida, vivimos en una realidad derivada de Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998), sobre todo si contamos la cantidad de videojuegos que aspiran a recrear su primera escena de combate.

Con su flota incomparable y su invasión triunfal, el Día D es nuestra Ilíada y el filme de Spielberg, su imagen más difundida. Sin embargo, su estilo cinematográfico es menos original de lo que se suele pensar. Cuando los soldados estadounidenses comienzan a llegar a la playa Omaha en Normandía, Spielberg nos muestra trozos humanos que se desprenden de los primeros hombres en descender de un bote Higgins. Después, un soldado busca su brazo y un hombre es partido a la mitad. Si uno considera a la cámara una pluma, como Alexandre Astruc, nos encontraremos con una poética similar a la de la Ilíada. Quien o quienesquiera que hayan sido, Homero describe con despiadada claridad los efectos de la batalla en el cuerpo. En el siguiente extracto nos cuenta cómo Agamenón mata a uno de los hijos del troyano Antímaco: «Hipóloco se apeó para alejarse, pero lo despojó en tierra: / le amputó las manos con la espada y le cercenó el cuello, / y el tronco echó a rodar como un mortero entre la multitud».[1] Ambos estilos buscan comunicar el dolor físico de la guerra y las repugnantes formas de morir en ella, pero, por otro lado, son minuciosos detalles que configuran una experiencia tan vicaria como es posible para quienes nunca hemos combatido. Su fin es simular, en la imaginación, nuestra presencia entre las lanzas, entre las balas.

En teoría, el documental Restrepo (2010), de Tim Hetherington y Sebastian Junger, aspira a lo mismo. Con versátiles cámaras Sony Z1 y Sony V1, los directores filmaron las actividades de una compañía de la 173 Brigada Aerotransportada estadounidense en Afganistán; a pesar de ello, uno percibe las limitaciones de la película en su intención misma: capturar el combate real. La diferencia entre el documental y la ficción realista de Spielberg está en cómo el lenguaje cinematográfico busca, en Restrepo, comunicar unos hechos inasibles donde el peligro impide manipular el lenguaje fílmico: lo que se filma es nada más lo que se puede filmar. Spielberg y el director de fotografía Janusz Kamiński pueden tomarse la libertad de elegir los emplazamientos y crear así un espectáculo que envuelve a la audiencia en una ilusión de realidad. El sonido también resulta fundamental. Los micrófonos de Hetherington y Junger apenas si comunican ecos o, por el contrario, graban detonaciones saturadas, mientras que el equipo de sonido de Rescatando al soldado Ryan crea un ambiente verosímil donde la audiencia se puede sentir incluida. Con algo de arrebato, quizá podría sentir que la acción en pantalla es, en ese momento, verdadera.

Por supuesto, se trata de una intención difícil, engañosa y sujeta a las emociones de cada espectador. El director y veterano de guerra Samuel Fuller opina en su autobiografía A Third Face que:

(…) no hay forma de representar la guerra de manera realista, ni en una película ni en un libro. Sólo puedes capturar un muy, muy pequeño aspecto de ella. Si realmente quieres que tus lectores entiendan una batalla, algunas páginas de tu libro deberían tener trampas letales. Para que los espectadores de cine tengan una idea de lo que es el combate real, tendrías que dispararles de vez en cuando desde algún lado de la pantalla. Las bajas en el cine serían malas para el negocio. [2]

Y aun así, de la Ilíada a Spielberg, y más allá, la ficción ha buscado maneras de expresar el combate con intenciones tan disímiles como glorificarlo y condenarlo, pero siempre busca envolvernos en él.

Entre finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, las nuevas olas europeas descubrieron que los carritos de supermercado podían funcionar como dollies y que la cámara en mano podía simular la realidad de las ficciones que captaba. No fueron los primeros, claro. En 1927, Napoléon vu par Abel Gance, de Abel Gance, mostró inusuales imágenes donde la cámara se desplazaba en medio de los protagonistas o encima de un caballo, pero fue hasta 30 años después que la técnica se convirtió en un estándar bajo la influencia del neorrealismo y el cinema vérité. En un intento por hacer de lo ficticio un testimonio histórico, algunas películas asumieron estas técnicas e incluso se hicieron pasar por documentales para exceder la división entre lo ensayado y lo visto. Si bien no lograron rebasar lo real, dieron un paso significativo en su representación y formaron el estilo de Spielberg al final del siglo.

El día más largo (The Longest Day, 1962) fue uno de los ejemplos más ambiciosos en esta búsqueda. Dirigida por Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki y Gerd Oswald, y producida por el omnipotente Darryl F. Zanuck, la película aspira a ser el retrato definitivo del Día D, con escenas que muestran la preparación, la ejecución y el éxito de la invasión Aliada desde las perspectivas de todos los ejércitos participantes. A menudo se nos anuncian las fechas, horarios y locaciones en un intento de demostrar —absurdamente— que lo que vemos sucedió como nos lo muestra la película. Spielberg heredaría esa obsesión de Zanuck por los detalles históricos, de tal modo que, cuando uno lee D-Day, del historiador Stephen E. Ambrose, y luego ve Rescatando al soldado Ryan, se encuentra con minuciosas reconstrucciones, desde el vómito en alta mar hasta los errores de unidades que no están donde deberían. Sin embargo, Zanuck y Spielberg comparten también el desapego total a otros hechos en un intento de dramatizar lo real y de garantizar así el acceso del espectador a sus ficciones.

Aunque Zanuck se atiene más a las hazañas y los legendarios diálogos de personajes como el general Theodore Roosevelt Jr., en lo que resulta ser una exaltación del esfuerzo Aliado, es innegable la singularidad de su desproporcionada producción, que lo abarca todo. A lo largo de tres horas, vemos la acción en las cinco playas del desembarco y detrás de las líneas enemigas. Más que narrar una historia o varias de ellas, Zanuck parece empeñado en manifestar la Historia. En la escena del asalto a Ouistreham, la delgada trama simplemente se detiene para observar a los comandos franceses en un plano secuencia de un minuto y medio que los sigue desde el aire. En cierto modo, resulta más subversiva que el filme de Spielberg, ya que el combate no es precisamente narrativo. En las batallas de Rescatando al soldado Ryan, Spielberg aprovecha a los personajes y sus arcos narrativos para generar emociones en el espectador. Ya sea que nos presente a los protagonistas durante la invasión o que concluya sus transformaciones en la batalla final, Spielberg siempre está narrando. En El día más largo, buena parte de los hombres son anónimos, como en los rollos de noticias que mostraban a los combatientes en el extranjero.

A pesar de sus riesgos y de su innegable espectáculo, El día más largo no deja de ser una superproducción hollywoodense. Salvo por el plano secuencia de Ouistreham, la mayor parte de sus imágenes parecen más bien fotografías en movimiento que celebran el esfuerzo bélico y el sacrificio, pero que no resaltan la fealdad de la guerra. Si Zanuck hizo una ficción más o menos documentada, Peter Watkins superaría poco después sus esfuerzos con un falso documental que resulta esencial.

Culloden (1964) nos muestra lo que filmó un equipo ficticio en 1746, cuando las fuerzas del duque de Cumberland vencieron la rebelión de Carlos Eduardo Estuardo en Escocia. Watkins lo dirige como si se tratara de un evento noticioso contemporáneo que incluye entrevistas con los soldados y sus generales. Los dientes torcidos, los acentos regionales y la piel maltratada de los personajes dan una impresión de autenticidad que uno esperaría sólo de un documental genuino. En Restrepo, por ejemplo, resalta lo mismo porque contrasta con los hermosos soldados que nos suele presentar la ficción bélica de Hollywood. Vacíos de grandes ideales, los personajes de Culloden expresan sus motivaciones a la cámara, que van desde el secuestro, en los rangos más bajos, hasta la obvia ambición personal de los comandantes.

Cuando comienza la batalla, el director de fotografía Dick Bush mueve la cámara de tal modo que no sólo nos da la impresión de un camarógrafo evitando ser atravesado por una espada, sino que además esconde las proporciones de cada ejército para simular que estamos viendo a los 15 mil hombres que se enfrentaron en la realidad. Cuando se sitúa cerca de los cañones o de las explosiones, Bush hace que la cámara vibre y con ello transmite algo más que lo audiovisual: lo táctil. Es una lástima que Culloden se haya estrenado en televisión. En una sala de cine podría absorber con mayor facilidad a su público hacia el otro lado de la pantalla, lo cual habría sido, quizás, un apoyo necesario para sus temas.

Enemigo fiel de la ilusoria civilización en Occidente, Watkins encuentra siempre una forma de denunciar el despotismo y sus consecuencias. En el caso de Culloden, la crueldad de un grupo de soldados acuchillando a los heridos o masacrando inocentes que esconden a los derrotados no sólo es impactante por el hecho de que se haya representado en aquellos años, sino por la forma en que lo hace. Su estilo vérité prefigura el infame metraje de Nguyễn Ngọc Loan ejecutando a un prisionero del Frente de Liberación Nacional vietnamita en 1968. En general, parecería que la película entera está influenciada por la cobertura televisiva de la intervención estadounidense en Vietnam, pero, cuando se filmó, aún no comenzaban a llegar los infantes de marina a Danang.

Quizás uno pensaría que Orson Welles no tiene mucho en común con Watkins, salvo por su falso noticiario en radio que narró una invasión marciana en 1938. Aparte de eso, su cine, espléndidamente melodramático, abandona la realidad en favor de una teatralidad grandilocuente. Tal vez ninguna película suya lo haga de manera tan evidente como Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1965), que cuenta la trágica amistad de Sir John Falstaff y el príncipe Hal. Welles utiliza diálogos de distintas obras de William Shakespeare y algunos nuevos que le dan al fin un rol protagónico a uno de los mayores personajes del gran dramaturgo inglés. Sin embargo, una escena de alrededor de seis minutos la convierte en una original película de guerra.

La Batalla de Shrewsbury que filmó Welles comparte la brutalidad de la de Culloden, particularmente en una imagen de las piernas enlodadas de un caballero encima de las de otro, que sugieren un estrangulamiento. Aunque no se utiliza tan a menudo la cámara en mano como en el filme de Watkins, la edición rápida simula el movimiento de la cámara entre un cuadro y otro, de tal manera que se crea un montaje confuso, violento, donde el espacio se desdobla como un cubo desarmado y nos presenta una cantidad ininteligible de perspectivas. Si pudiéramos atravesar los cuerpos durante una batalla medieval, probablemente se vería como lo que Welles nos muestra. Esto sugiere una decisión moral, como la de Watkins, de introducirnos a la arrebatadora experiencia de la muerte, aunque en formas un tanto distintas.

La edición de Welles demuestra un mayor interés en lo artificioso que el naturalista Watkins. Los cortes se suceden con una velocidad que muchas veces no rebasa un solo segundo de duración y suelen evitar la continuidad, es decir, brincamos de una imagen a otra sin importar siquiera si se encuentran en el mismo espacio. El montaje termina sirviendo mejor que las imágenes mismas —muchas veces apenas si se distinguen— para expresar el desorden y la destrucción. Cuando vemos a los soldados atacándose, no nos encontramos con una coreografía cortés que evita lastimar al otro, sino con rabiosos movimientos de los brazos o del cuerpo entero que capturan la desesperación por matar ante la posibilidad de morir. A diferencia de Zanuck, Watkins y Welles ilustran un combate que tal vez emocione, pero que en mayor medida busca repeler.

En 1966, a unos meses del estreno francés de Campanadas a medianoche, el director italiano Gillo Pontecorvo estrenó otro de los pilares del realismo bélico de la década: La batalla de Argel (La battaglia di Algeri). Pactada entre el gobierno argelino y los productores como una representación objetiva de la guerra de independencia en Argelia, la película genera la impresión de un documental noticioso porque no tiene protagonistas del todo definidos y más bien busca dar una impresión general de cómo se llevaron a cabo las hostilidades en la capital argelina entre 1956 y 1957.

Más importante que el elenco, la dirección de fotografía de Marcello Gatti resulta esencial en la construcción de la narrativa y de su tono. La cámara en mano aparece poco, pero, cuando lo hace, se introduce en las multitudes y conferencias de prensa como aportándonos la perspectiva de un reportero en medio del conflicto. En muchas ocasiones, la técnica suma la ira popular y nos esclarece la insurrección. Una balacera entre paracaidistas franceses y los revolucionarios argelinos es filmada desde una perspectiva en medio del fuego cruzado. La cámara se mueve con ansiedad y voltea hacia ambos lados velozmente para captar todas las acciones, como si se tratara de metraje real.

Al igual que en El día más largo, se nos anuncian las temporalidades y locaciones con el fin de recrear los hechos importantes, pero, si Zanuck utilizaba estrellas reconocibles en su película para guiar a la audiencia en algunas escenas, Pontecorvo no se interesa más que en dos personajes —interpretados por Brahim Hadjadj, en el primero de sólo seis papeles en su carrera, y por el poco conocido Jean Martin— y pasa más tiempo con los muchos combatientes y víctimas de la batalla. Si bien no hay una confrontación en campo abierto, sino tácticas furtivas y de guerrilla, La batalla de Argel utiliza los elementos descritos para captar la pelea entre los dos colectivos mientras resalta la atrocidad. La ambición neocolonial llega a parecer cercana a la opresión nazi en la primera escena, cuando vemos los últimos minutos de un interrogatorio a un hombre flaco y patético que llora por haber confesado. Su cuerpo despojado y hambriento evoca los de quienes salieron caminando con enorme esfuerzo de las barracas en Bergen-Belsen en 1945.

En Rescatando al soldado Ryan, Spielberg alude a El día más largo con un plano de los barcos estadounidenses atracados en la playa Omaha. La liquidación del gueto de Cracovia en La lista de Schindler (Schindler’s List, Steven Spielberg, 1993) muestra lecciones aprendidas de Pontecorvo, particularmente en la representación de los invasores que cruelmente allanan los apartamentos de sus víctimas: unos, en busca del líder opositor Ali La Pointe; otros inspeccionan las paredes y techos para eliminar a los judíos escondidos. Sin Watkins y Welles, posiblemente el inicio de Rescatando al soldado Ryan carecería de su brutalidad y de su deseo por involucrar a la audiencia.

Tal vez nuestra cultura mediática sea un resultado de Spielberg, pero su estilo sería impensable sin la contribución de estos cineastas que, en una época de exploraciones, decidieron inventar con la realidad como ancla. Si recrear la guerra es imposible, como dice Fuller, el sueño de estos cineastas fue simularla en un intento de responder lo que quizá sólo la experiencia genuina podría esclarecer: ¿cómo es oler la tierra incendiada por cañones?, ¿cómo es correr hacia otro hombre y destazarlo? Las imágenes de combate resultantes no nos permiten sentirlo en la nariz, en las manos, en las piernas cansadas, pero nos hacen temerlo en la imaginación y desearlo lejos de la realidad. 


FUENTES:
[1] Homero, Ilíada, España, Editorial Gredos, pp. 239-240
[2] Samuel Fuller, A Third Face, Estados Unidos, Applause Books, p.123: See, there’s no way you can portray war realistically, not in a movie nor a book. You can only capture a very, very small aspect of it. If you really want to make your readers understand a battle, a few pages of your book would be booby-trapped. For moviegoers to get the idea of real combat, you’d have to shoot at them every so often from either side of the screen. The casualties in the theater would be bad for business.