Cuerpos en la frontera

Sally y el navajazo[1]

TAMAÑO DE LETRA:

Frontera: Conjunción, potencia de forma y continua expansión. Lugar proclive al acto creativo y a la supresión. Sitio de arte y desperdicio. Grieta. Herida. Basurero cultural y culto de la basura. Espacio de pensamiento sobre el valor de la fragmentación y los accidentes del tiempo. Fractura y de nuevo conjunción.

La emergencia de una grieta produce siempre una zona de sombra: una zona que puede ser refugio, caverna o calabozo. Y podría decirse que el primero se elige, del segundo no se tiene consciencia y al tercero se es confinado como consecuencia de alguna tentación no desterrada. Todos, sin embargo, son dispositivos para desaparecer o encauzar los brillos que recorrerían sin accidente un territorio liso, cuyas superficies perfectamente tersas sólo existen en la radiante e insoportable gloria. Cuanto más profunda la grieta, aquel territorio liso que dejaba correr la luz sin accidente se descubre ahora dividido no sólo por la hondura que supone el límite, sino también por la nueva mezcla de tonalidades.

Una luz, un chute, una nota, una vía que se abre para correrse infinitamente. Se queman las naves cuando lo que se espera es, a pesar y después de todo, persistir. No regresar con certeza de donde se vino, sino regresar a pesar de todo. La incesante economía libidinal no permite estar un segundo tranquilo con el propio cuerpo, siempre en la tensión de deshacerse tras las imágenes, tras las tecnologías de su mejoramiento, tras los fármacos que permiten participar continuamente de los procesos de exhibición que hacen que valga la pena tener un cuerpo. Persistir es fragmentarse, esparcirse en partes, deshacerse. Pero hasta para ello hay formas reconocidas, figuras y soportes que tensionan esa capacidad de ductilidad del cuerpo a partir de su posibilidad de crear imágenes.

Justamente una capacidad del cine es su potencia para la creación en el límite entre el cuerpo y las imágenes. Hacemos imágenes para persistir, hacemos imágenes para sobreponernos a las imágenes, para modificar los cuerpos, para escapar de los cuerpos o para recobrarlos.

En la frontera norte de México, centro neurálgico de la desaparición y la necropolítica que devora cuerpos,[2] la persistencia de los cuerpos precarizados ronda el problema de sus formas y sus imágenes. De los sujetos precarizados existen muchas imágenes, documentos, pocas veces sus cuerpos, sus ficciones, sus posturas más allá de sus retratos. La película Navajazo (Ricardo Silva, 2014), en su apertura al accidente, nos presenta la disputa de esos cuerpos por aparecer: uno de esos cuerpos es el de Sally.

Sally


El cuerpo o los cuerpos que habitamos son un cúmulo de sueños ajenos irrealizados. Y, en la búsqueda de esos sueños, los deshacemos y los reconstituimos a partir de todos los códigos semiótico-técnicos que nos atraviesan, como señala Paul B. Preciado:

Nos equipan molecularmente para asegurar la complicidad con las formaciones represivas dominantes […]. El objetivo de estas tecnologías farmacopornográficas es la producción de una prótesis política viva: un cuerpo suficientemente dócil como para poner su potentia gaudendi, su capacidad total y abstracta de crear placer, al servicio de la producción de capital.[3]

Los actos y el contexto de Sally en Navajazo detonan una reflexión: ¿Qué se le exige a un cuerpo masculino, habitante de las villas-miseria en una capital gore? Antes que cualquier cosa, que resista, que luche, que sea Erick Morales, Antonio Margarito, el maromero Páez, la nariz rota, saber beber, fumar, las botas de construcción, saber levantar la voz, la precariedad de la paternidad como lazo natural, la sudadera deportiva, el sudor, la guerra, la violencia doméstica[4] y toda la avalancha de dispositivos técnico-semióticos que puedan extraerse de la masculinidad dominante; en el caso en particular, siempre en tensión con la masculinidad endriaga que se circunscribe en las subjetividades del capitalismo pasadas por el «filtro de las condiciones económicas globalmente precarizadas, junto a un agenciamiento subjetivo desde prácticas ultraviolentas»,[5] permeadas por códigos semiótico-técnicos como Caracortada (Scarface, Brian de Palma, 1983), las AK-47, los cinturones piteados, la Santa Muerte, el Chapo Guzmán, Calibre 50, Los Plebes de Arranke, la cocaína, etcétera.

El navajazo está dentro de esos códigos. Es un montaje más de un cuerpo vulnerado y construido con una tecnología. Y es lo que Sally, entre otros personajes del filme, lleva consigo y que pone en jaque su capacidad de sobreponerse, de regresar a Estados Unidos, de mirar siempre su herida y no poder reaccionar a ella, como señala Ricardo Silva, director de la película:

El navajazo es la herida que nunca cierra, sin posibilidades de sanar. Tal vez podría sanar, si tan sólo dejáramos de arrancarnos la costra constantemente. Todos los personajes han sido heridos y el simple hecho de mostrar que sobreviven y que luchan te da una idea que hay muchas cortadas en ellos, que mi cámara lo que hace es estar recordándolas; es decir, yo arranco costras para que sangren más. Pero, para mí, el navajazo tiene que ver con un momento particular para ellos, por ejemplo: el 11 septiembre que arrojó deportaciones masivas de gente mexicana que no habla español, homicidas, dealers, esos que empiezan una nueva vida. También la reducción de costos en las cárceles en California hizo que llegaran estos personajes. Y no solamente llegaron ellos físicamente; trajeron con ello un paradigma nuevo de vida, una idea de cómo sobrevivir. Por otro lado, hay personajes que aparecen en la película que ni siquiera han ido a Estados Unidos, pero están dentro de los espacios donde ellos se mueven y se contagiaron de algo de estos «navajazos» (González Reynoso, 2013).[6]

Sally es un personaje de este relato apocalíptico de supervivencia, no solamente por la ironía que a partir de él se plantea de la usual representación romantizada de los sujetos marginales. Superficialmente podría ser descrito de dos maneras: como el padre soltero, pobre, pero de nobles intenciones por quedarse a cargo de su hija y jugar con ella con juguetes que, como casi todas las cosas que lo rodean, parecen sacados de un contenedor de residuos, o como el padre inconsciente que no busca mejores oportunidades y consume sustancias ilegales, poniendo el riesgo la integridad de su hija.

Mantener la integridad pareciera por excelencia la cuestión ética, pues implica el cuidado de sí, la preocupación del sujeto por mantenerse completo, por no dividirse, por ser uno, perceptible, legible, de una pieza. Pero, citando a Butler, habría que aceptar que, para persistir, nos deshacemos los unos a los otros y, si no, estamos perdiéndonos de algo.[7] Y nos deshacemos por la voluntad creativa que nos obliga a individualizarnos, producto de la inteligencia que inevitablemente produce escozor en lo que ya se encuentra organizado y segmentado. Estos dos polos, como ya se mencionó anteriormente, dibujan a grandes rasgos el drama de la cultura, entre la pulsión por la distinción, por la desaparición o el desvanecimiento de los rasgos que definen los personajes que adquirimos en la actualización que efectuamos a partir de los signos sociales que nos anteceden y la inevitable adecuación del cuerpo y sus pulsiones a las normas que enmarcan los contextos, que supone la comprensión y el conocimiento adquirido en la experiencia.

Ser individuo no es una cuestión dada y supone además una compleja paradoja en el mundo contemporáneo donde, a partir del esfuerzo de serlo y por los regímenes visuales de continua vigilancia y control, se configura una serie de prácticas de escape que responde a la fatiga de interpretar continuamente los papeles de un teatro social que pareciera adquirir nuevas dimensiones, pues ya no solamente están las diversas instituciones sociales para regular, a partir de sus puestas en escena, los comportamientos de sus actores, sino las incontables puestas en cuadro que se transmiten en tiempos y espacios múltiples, interconectadas unas con otras en un proceso continuo de inversión e indistinción de lo público y lo privado.

Vasta evidencia hay de lo crucial que se ha tornado aparecer en una trama de voces, cuerpos e imágenes que paradójicamente configuran una amplia variedad de vías de desaparición. Retomando con cierta libertad las palabras de Georges Didi-Huberman, me atrevería pues a señalar que, si hay algo que puede rastrearse en la historia de las imágenes o en la intervención de las imágenes en los procesos históricos, son las razones y las maneras en que éstas participan de la destrucción de los seres humanos,[8] y esa destrucción, a pesar de no ser literalmente un desgaste por el choque físico de cuerpos, en términos políticos, suele clausurar posibilidades con mayor frecuencia en zonas donde la desaparición implica una mayor inversión material.

Para que se produzca una imagen de lo desbordante, una imagen limítrofe que lleve al sujeto a la cornisa de sí mismo, usualmente hay que buscarla en un lugar donde el destino de lo que pretende ser capturado sea incierto. Ese mundo de afuera, en la división geopolítica de las imágenes interiores y exteriores, suele estar en el tercer mundo, donde todo aviso de realidad o tufo documental adquiere plusvalor cuando de productos culturales se habla. Y lo que es real en el tercer mundo gore es lo que está desgastándose, lo que va a pique. Poca casualidad hay en que esa capital gore que es Tijuana, sea también conocida como una fábrica de boxeadores, un deporte donde la precariedad suele ser un punto central en el relato de sus personajes.[9]

Tan atractivas resultan las imágenes de una disputa que los deportes han sido de las formas predilectas en la creación de contenidos audiovisuales y su relación con el espectáculo y la regulación de los cuerpos en el siglo XX. En la captura de una contienda deportiva los cuerpos no solamente interpretan una puesta en escena, sino que desafían las posturas del propio cuerpo para superar las capacidades del otro al que enfrentan. Son luchas por la modificación que con mayor precisión logre hacer de las modificaciones ajenas insuficientes. El límite entre acto y representación es, pues, bastante delgado. Un cuerpo, al final de cada contienda, se superpone a otro. Y esto es observado en muchos casos por espectadores que buscan desaparecer en la euforia colectiva que se desencadena de los logros o los fallos de los cuerpos puestos al centro del escenario.

Distintas secuencias en Navajazo recuerdan uno de los géneros televisivos con mayor recurrencia en las producciones de los últimos años: el reality show. Vale preguntar si no podrían meterse dentro de la misma categoría a los espectáculos deportivos, donde si bien hay una gama de pasos y movimientos entrenados y coreografiados para el perfeccionamiento de las mecánicas corporales y los objetivos que se obtienen de tales prácticas, es la sorpresa, lo contingente de cada uno de esos espectáculos, lo que mantiene al borde del asiento a quienes los contemplan. Es la promesa del suceso, la eventual explosión.

Esa dosis de realidad o realización (así, en proceso) es puesta en jaque en distintos momentos de Navajazo, entre los que valdría rescatar la pelea a la que Sally reta a Chapo. El sorpresivo inicio que para el contrincante de Sally tiene la disputa hace que el episodio parezca una broma, un juego que pudiera iniciar solamente por la presencia de una cámara interviniendo en una conversación entre conocidos. Tras recibir una cachetada de Sally, Chapo ríe y quienes los acompañan dan un par de pasos hacia atrás para dejarles la pista a los protagonistas. Como espectadores ofrecen a la toma unos ligeros gestos de emoción por la iniciada contienda. De parte de Sally no hubo advertencia, es la bofetada la que sustituye el sonido de la campana y a este aviso Chapo se coloca en posición de batalla. El intercambio de golpes no cesa hasta que Sally grita: «Ya estuvo». Al levantarse chocan las manos y ambos dicen «Arre, perro», mientras se abrazan. La cámara se detiene en Chapo que tras la pelea su rostro exhibe una cortada cerca del ojo. La hija de Sally le da pequeñas palmadas a su padre para quitarle el polvo que quedó en su sudadera tras haber caído en la grava. Una de las espectadoras comenta, con cierto tono travieso, que en la realidad no suelen detenerse, que «sangran terrible y se ve todo pero fatal». Para un hombre precarizado, las opciones de aparecer son tan reducidas que una de sus principales opciones es a golpes, que quede en la memoria alguna constancia de su valentía, o al menos un rato de entretenimiento para que los problemas fuera de la arena improvisada se diluyan para los que protagonizan y los que observan. ¿Qué busca la mirada invasiva del artefacto cinematográfico si no es la exaltación y el nervio de contemplar dos individuos poniéndose en riesgo? ¿Qué buscan los dos cuerpos al exhibir sus destrezas y carencias si no es el nervio de poder destruir a ese otro que tiene un rostro que puede borrarse y con ello anular mutuamente las conciencias que les recuerdan el peso de ser sujetos?

Sin someter a juicio una realidad que en aquella frontera sucede, como es la atracción por las peleas de box, vale recordar las palabras de Raymundo Solís, uno de los réferis más reconocidos en ese deporte, y que radicó durante muchos años en la ciudad de Tijuana:

No se te olvide que en esta ciudad también hay cosas buenas. Ustedes los periodistas siempre se quedan con todo lo malo. Fíjate, en los últimos veinticinco años siempre hemos tenido un campeón mundial formado aquí […] Eso le da alegría a la gente y hace que se olviden de sus problemas. [10]

Sally y Chapo no son boxeadores ni aspirantes a serlo, pero en el deseo de persistir a pesar de todo, batallan por un sitio en esa precariedad en la que viven, por no ser los condenados de la frontera, ni de la pantalla. Entonces luchan por aparecer, aunque sea a madrazos. Porque la integridad no podría ser un valor de conservación cuando de ausencias ya se está colmado. Esto último, por lo que la película muestra, al menos se puede pensar en el caso de Sally.

De la persona enjuta que viste ropa deportiva poco queda. Sally, el personaje, condensa la ansiedad sobre la que la película reflexiona; sobre las marcas corporales y las ausencias que traen a cuento, sobre llevar el navajazo, una herida que puede considerarse parte del imaginario, pero es tan física como la valla que divide a un país de otro. Así, en un primer plano, Sally se confiesa lacónicamente: «No soy yo si no me drogo». Esta confesión que realiza ha comenzado un poco antes, mientras en la línea de montaje se muestran escenas de un pequeño muelle roído y húmedo: un espacio conformado por materias que al contacto van dejando claras marcas del tiempo sobre la superficie de los metales y las maderas, de los cuales el agua semicontenida ha ido degradando y absorbiendo sus propiedades. Todo cuerpo se conforma al destrozar y ser destrozado por otro, al degradarse y tomar otra forma que pueda responder con las exigencias del tiempo y el entorno. Así, el agua apaciguada de ese pequeño muelle, como todos los espacios de su tipo, está para hacer que las embarcaciones puedan llegar a una zona calma donde sea posible abordarlas, cargarlas y descargarlas. Y como en todo los puertos agua estancada expide el olor fétido que ha contraído por mantenerse en contacto continuo con superficies que no le dejan moverse libremente.

Sally mira a un lado de la cámara, como si tuviera vergüenza de decir frontalmente las palabras que pronuncia. Es en esta íntima escena donde el hombre dice que no quiere más volver a cruzar a Estados Unidos, porque no quiere alejarse de su hija. Y aprovecha también el espacio para exponer su miedo al otro, «al que no se droga», al que no quiere presentarle a su hija, porque es posible que esté siempre enojado. Sólo en la profunda hipocresía podría calificarse a Sally como algo más que el monstruo que somos todos en nuestra supervivencia a partir de sustancias, imágenes y datos que alteran nuestra consciencia y hacen de este mundo altamente violento, medianamente soportable. No es que se quiera excusar su consumo, librarlo de culpas o darle un espacio de redención al otorgarle una voz dentro del contenido fílmico. Sally no es propiamente una víctima, ni un agente pasivo de la trama fronteriza del consumo de drogas, deportaciones y marginalidad. Sally, como muchos consumidores, está consciente de su estado alterado, de las regulaciones que impactan sobre su cuerpo y su trayectoria migratoria y su deseo de no vivir más en el tránsito.


FUENTES:
[1] Este texto forma parte originalmente de Fabulaciones y fronteras cinematográficas, tesis presentada en 2017 para obtención de grado de maestría en Estudios culturales de el Centro de Estudios de la Cultura y la Comunicación de la Universidad Veracruzana, en Veracruz, México.
[2] Sayak Valencia, Capitalismo gore: Control económico, violencia y narcopoder, México, Paidós, 2016.
[3] Paul. B. Preciado, Testo Yonqui, Madrid, Espasa Calpe, 2008.
[4] Ibíd.
[5] Op. Cit. Sayak Valencia. p.102.
[6] Alfredo González Reynoso, «Navajazo, documentiras desde la frontera» en VICE, 2013.
[7] Judith Butler, Vida precaria, Buenos Aires, Paidós, 2006, p.38.
[8] Georges Didi-Huberman, «Cómo abrir los ojos», en Harun Farocki, Desconfiar de las imágenes, Buenos Aires, Paidós, 2014, p. 28.
[9] Omar Millán, Fábrica de boxeadores en Tijuana, México, Trilce, 2012.
[10] Ibíd.