La idea de la mirada femenina

TAMAÑO DE LETRA:

Vivimos tiempos convulsos. Tiempos en los que la revisión de las circunstancias actuales e históricas ha desembocado en una búsqueda de soluciones —nuevas reglas de convivencia, límites, propuestas y exigencias para la vida privada y pública, para la manera en que nos comunicamos y relacionamos, para el arte—. Este desmantelamiento de convenciones y tradiciones en el campo del cine implica, necesariamente, una búsqueda de nuevos caminos, la toma de decisiones respecto a las nuevas direcciones que seguiremos como realizadores, como espectadores, como mercado y como sociedad.

Ante esta problemática, se ha ondeado repetidamente la bandera de la mirada femenina como respuesta inmediata a una tradición regida por la mirada masculina —ésa de la que habla Laura Mulvey,[1] que ha configurado maneras de retratar el cuerpo y el placer condenando a la mujer al papel de objeto—. Lo femenino es entendido como lo no masculino, en función de aquello que se pretende superar, pero a la vez manteniéndolo como referente, como punto de partida. Esto, en principio, presenta muchos vacíos sobre los que vale la pena detenerse. En tiempos ávidos de sanación y redención, habría que hurgar. por doloroso que sea, en aquello que se está intentando derrocar y reflexionar sobre las herramientas que tenemos a la mano para hacerlo.

El cine ha sido concebido históricamente como una especie de esquema definido por dicotomías: están el sujeto deseante y el objeto deseado, la mirada masculina y la mirada femenina, el autor —figura tremendamente masculinizada y reduccionista cuando nos fijamos en el proceso de hacer una película— y el espectador. Estos esquemas están configurados a partir de relaciones de poder claras y aparentemente irrevocables: hay un sujeto cuyas acciones determinan el rumbo de la historia; hay una manera masculina, canónica, de narrar y aquellos intentos feminizados —frecuentemente enfocados en los temas asumidos como femeninos, cualquier cosa que esto sea—, hay un autor cuya mano divina y artística dicta las reglas y eventos del universo que los espectadores presenciaremos.

El acto de filmar tiene una idea de verdad implícita de la que urge desprendernos: las jerarquías visuales han permeado la manera en que concebimos el placer, los deseos, el poder y las relaciones. Dice Paul B. Preciado que la cuestión decisiva «no es si una imagen es una representación verdadera o falsa de una determinada sexualidad, sino quién tiene acceso a la sala de montaje colectiva en la que se producen las ficciones de la sexualidad».[2] La relación de poder se consolida en el momento en que existe un ente emisor —un autor, una casa productora, un equipo de guionistas parte o no de una maquinaria monstruosa como lo es Hollywood— y un receptor que paga un boleto para sentarse en una butaca y observar una cinta que forma parte de una larga tradición e historia, no sólo cinematográfica sino también de convenciones sociales. Esto es más que un simple acto de consumo, es un evento político donde entran en juego un sinfín de fuerzas: más allá de la verdad que hay en lo proyectado en la pantalla, hay convenciones que funcionan también como aparato de legitimación —los cuerpos normales, los modos aceptables de relacionarse, lo que hay que desear y cómo hay que desearlo—.

Desprendernos de todo este sistema de acuerdos no es empresa fácil: la historia del cine es parte de toda una cultura visual que nos precede. La búsqueda de nuevos caminos requerirá más que una apuesta tan vaga como la idea de mirada femenina o un examen como el de Bechdel. En primera instancia, por la simplificación en la que caemos al asumir que ser mujer y tener una mirada que pueda ser catalogada como femenina son la misma cosa. En segundo lugar, apostar por lo no masculino es insuficiente: no es posible englobar toda la diversidad de voces y miradas en una sola categoría que sea lo no-canónico, todo aquello que no es masculino, heteronormado y eurocéntrico.

El camino es largo y tendrá que ser dirigido por la búsqueda misma. Derrumbar las dicotomías tradicionales tendría que empezar, utópicamente, por un derrocamiento de la figura del autor: los cuerpos vistos como algo más que materia maleable sin agencia, la imagen en movimiento como algo más que un dictamen incuestionable: el cine como fuente y destino de preguntas. Maya Deren aseguraba que el error del cine era un error de omisión, un rechazo a sus posibilidades: ¿será momento de derrumbar lo construido y comenzar de nuevo?


FUENTES:
[1] Laura Mulvey, Placer visual y cine narrativo, Documentos de Trabajo Eutopías 2ª época, Centro de Semiótica y Teoría del Espectáculo, Valencia, 1988.

[2] Paul. B. Preciado, «Cine y sexualidad: La vida de Adèle Nymphomaniac» en Un departamento en Urano, México, Anagrama, 2019, p. 97.