Sobre los cuerpos y la imagen

Entrevista a Sayak Valencia

TAMAÑO DE LETRA:

Sayak Valencia (Tijuana, 1980) es Doctora Europea en Filosofía, Teoría y Crítica Feminista por la Universidad Complutense de Madrid. Es una de las impulsoras del Manifiesto para la Insurrección Transfeminista, estandarte de una lucha que engloba a «las bolleras, las putas, lxs trans, las inmigrantes, las negras, las heterodisidentes», una pugna por escapar a las casillas del género. Como habitante de la frontera se ha dedicado a pensar en los cuerpos en tránsito, en el horror sustentado por el capitalismo que lo permea todo. Su libro Capitalismo gore: Control económico, violencia y narcopoder (Paidós, 2016) puede funcionar como un marco clave para pensar la manera en que estos cuerpos son explotados dentro de las industrias culturales como materia de las narraciones del horror cotidiano. En esta entrevista pretendemos llevar sus reflexiones al campo de la imagen en movimiento.

El objetivo de este dossier es explorar otras miradas y otras formas de narrar en el cine en particular y en la imagen en movimiento en general. A raíz de tus publicaciones me pareció pertinente empezar por el tema de las representaciones de los cuerpos en un contexto como el que atravesamos actualmente en México. Los feminicidios son parte de la narrativa diaria de nuestro país, cifras alarmantes que, al ser citadas una y otra vez se normalizan. Noticiarios, documentales y trabajos de ficción intentan representar el horror o incorporarlo en sus universos. ¿Es posible narrar este terror sin explotar los cuerpos de las mujeres como materia prima? ¿Qué paso podría dar la imagen en movimiento en este sentido?

En primera instancia, me gustaría empezar recordando que el cine es precursor de un modo de sensibilidad visual basada en la imagen en movimiento y las pantallas que ahora nos rodean de manera incesante a través de las plataformas de e-comunicación, es decir, que el cine como tecnología visual sigue siendo una potente herramienta para la didáctica visual y para presentar, desde distintos ángulos, el tema de la violencia feminicida. Sobre todo porque el cine tiene un tiempo-duración que no se basa en la instantaneidad ni en la respuesta inmediata que sí necesitan las otras formas de representación visual como por ejemplo las redes sociales virtuales. Entonces, para mí el cine sí puede narrar de otro modo, si puede hacer una denuncia sin explotar los cuerpos asesinados, el cine no está separado de la imaginación política y el compromiso crítico de quien dirige. La pregunta no es tanto si las imágenes del feminicidio pueden re/presentarse de otra manera, sino por qué quienes dirigen eligen constantemente la revictimización de las víctimas, la denuncia polarizada o la reproducción del «marco patriarcal» (Berlanga, 2018) del feminicidio.

Mi hipótesis es que a través del bombardeo masivo de imágenes ultraviolentas se anestesia la sensibilidad del espectador y se crea una especie de «capa» protectora contra esa realidad ominosa, desmovilizando la empatía en lugar de activar la denuncia. Sin embargo, existen ejemplos de filmes feministas sobre el tema que justamente no basurizan los cuerpos de las mujeres violentadas.

Existe una codificación de la violencia: ciertos elementos que permiten que el espectador lea situaciones recurrentes en el ambiente político y social del país, lugares comunes, vaya. En este sentido, la exploración que hace Tatiana Huezo en Tempestad (2016) parece valiosa al retratar los paisajes en lugar de los cuerpos atormentados. ¿Qué opinas de este tipo de propuestas frente a la capitalización de la violencia? ¿Son suficientes para retratar el dolor y el horror?

Considero que la denuncia que realizan ciertos filmes son un esfuerzo importante para difundir casos cotidianamente atroces como los que muestra Huezo en su película. Sin embargo, creo que como sociedad debemos hacer un trabajo en conjunto para modificar nuestra perspectiva y nuestra responsabilidad individual y social respecto a la violencia circundante en nuestro país.

La lectura más difundida entre la población mexicana al recibir las imágenes del feminicidio no es sólo de indiferencia, sino de enjuiciamiento social/moral, pues bajo el argumento de que si algo les sucedió fue por sus propios actos, se culpabiliza y responsabiliza a las asesinadas por la violencia sufrida y se presenta una narración fragmentada del suceso (Berlanga 2018) y, donde los asesinatos parecen producirse ex nihilo, esto es sin duda preocupante porque no se visibilizan las relaciones de poder entre los géneros, ni tampoco las desigualdades estructurales entre la distribución de riqueza y justicia que subyacen a cada uno de estos casos. En este sentido el problema del feminicidio, al menos en México, tiene un subtexto moral en el cual el asesinato se lee como una especie de castigo socialmente aceptado ante cualquier desobediencia de género, clase, raza, sexualidad ejercida por las cis, las transmujeres y cualquier persona disidente del sistema sexo-género.

Por tal motivo, propongo que la recepción anestesiada de las imágenes de violencia contra las mujeres y las personas minoritarias, especialmente el desplegado en el trans/feminicidio y en los crímenes de odio, no es casual sino una consecuencia de la producción de ciertos modos de percepción hegemónicos de las imágenes que distribuyen un pacto escópico necropatriarcal a través de los medios de información, entretenimiento masivo, la publicidad y el consumo.

Esta sustitución del cuerpo masacrado por la imagen del cuerpo masacrado, a mi entender, desresponsabiliza tanto a los asesinos (mayoritariamente varones) y a las autoridades y fuerzas del orden para que se hagan cargo de resolver «el femigenocidio» (Segato, 2012) que se está llevando a cabo, desde la colonia hasta hoy, en nuestros países, ya que utilizando el régimen sensible de percepción crea una suerte de distanciamiento emocional y programa la psique para percibir el desastre como algo normal. Al mismo tiempo, crea una mutación en la sensibilidad y produce una forma nueva de relación con las imágenes, lo cual abordaré más adelante al hablar del concepto de régimen live (Valencia 2019).

Las consecuencias de la anestesia social ante la masacre cotidiana de mujeres en todo el mundo y especialmente en los países «excoloniales» son aterradoras en su nivel de destrucción no sólo de las vidas de las cis- y transmujeres sino también la ruptura del tejido social y su posible movilización ante causas de despojo y violencia continuada sobre las poblaciones que habitan nuestros países, ya que éstas se vuelven blancos de violencia por distintas intersecciones que las colocan en un marco dentro del marco estético-ético-político como desechables.

Por tanto, hago una propuesta reflexiva que discute la producción y reproducción no sólo de imágenes sino de imaginarios sociales en México vinculados a valores necro/hetero/patriarcales y neocoloniales (machistas, sexistas, religiosos, clasistas y racistas) que reproducen valores fascistas de exterminio de alta y baja intensidad que se difunden a través de los dispositivos de la e-comunicación, el arte neoliberal y el entretenimiento masivo como la televisión, la prensa y redes de socialización virtual como Facebook, Twitter, Instagram, etc, los cuales reafirman una ecología de la violencia que construye una suerte de normalización y glamurización de los imaginarios en torno a la muerte que aquí denomino necroscopía.

La necroscopía, desde mi perspectiva, es el fundido encadenado de ciertas imágenes, producciones culturales y modos de representar la realidad y la subjetividad a través de las tecnologías y las industrias culturales, en las cuales se enarbolan regímenes de violencia y muerte distribuidos a través de la audiovisualidad: ejemplos persistentes de esta glorificación de la violencia en el imaginario del hiperconsumo son las pedagogías de la crueldad (Segato, 2012) y la didáctica de la guerra o de la sumisión distribuida por la publicidad, seguidos por la estetización de la catástrofe y de elementos seductores que proponen como deseable la normalización o, incluso, la glamurización tanto de la violencia como de la muerte retransmitidos por la televisión, las series y las mass media en general o en su caso extremo por el cine snuff.

Esta instauración de la necroscopía se nutre de las herramientas del régimen live (Valencia 2019) entendido como un dispositivo de producción de visualidad que ya no representa la realidad sino que la produce directamente. Es decir, el régimen live es un entramado técnico, político y semiótico que captura la sensibilidad del sujeto espectador y lo seduce a través del estímulo visual y su espectralidad, creando con la saturación de imágenes y códigos una suerte de borrado y barrido de la memoria. Genera, además, una forma de percibir la desigualdad y la injusticia que recae sobre ciertas comunidades vulnerabilizadas durante siglos como algo históricamente normalizado y que nos habla de una especie de anestesia moral producida por la distribución de una empatía escalonada, donde los cuerpos leídos como minoritarios se vuelven excepcionales y poco valiosos incluso en la representación de su exterminio.

Desde mi perspectiva, este borrado y barrido de la memoria por saturación podría ser una explicación posible a la apatía colectiva frente a situaciones de violencia extrema: feminicidio, desaparición forzada y pérdida de garantías sociales a nivel g-local.

El horror por el que atraviesa el país está compuesto por todo un mosaico de realidades que coexisten. Sin embargo, el cine —o al menos ese que llega a los públicos— es producido por un sector limitadísimo. Esto, inevitablemente, desemboca en una interpretación de realidades ajenas, distantes. ¿Tendríamos que asumir que cada emisor puede hablar desde su realidad y nada más? ¿Hay alguna manera de darle la vuelta a esto en los medios masivos o habría que buscar otros espacios?

Creo que la potencia del régimen live como continuum de la visualidad cinematográfica y sus registros sensibles es justamente que tiene unas características que pueden llevarlo a viralizarse y difundir contenidos de manera g-local: trabaja con imágenes en movimiento, tiene una duración corta, difunde un mensaje concreto y tiene la capacidad de popularizarse rápidamente, un ejemplo de esto es la performance de denuncia del colectivo Las Tesis, quien a través de un acto de denuncia en vivo logró influir de manera global en los procesos de denuncia de la violencia sexual.

En un punto de Capitalismo gore mencionas la idea de la pérdida de los derechos de propiedad sobre el cuerpo en un sistema capitalista. Mientras el cine y la televisión retratan la crisis feminicida actual, ¿cuál sería la implicación de la pérdida de los derechos de propiedad sobre la imagen de los cuerpos de estas mujeres?

Lo más paradójico de esta pérdida de derechos es que el cuerpo vivo y muerto pierde derechos constantemente en las sociedades «democráticas contemporáneas» y en contraofensiva las imágenes de todo tipo, incluyendo las de las atrocidades más grandes, se hacen con el copyright de estos cuerpos. Es decir, la sustitución del cuerpo masacrado por la imagen del cuerpo masacrado usufructúa a favor de las industrias de entretenimiento y de información, y también de quienes vampirizan esas vidas a través de su representación para ser vendidas como meros objetos de consumo horroroso.

Actualmente se habla mucho de la mirada femenina como contraparte a las violencias normalizadas por la imagen en movimiento, lo que se ha convertido en un lugar común muy ambiguo. En este sentido, ¿cuál crees tú que sea una postura más concreta que se oponga a la virilidad implícita en lo gore?

Desde mi perspectiva desconfío de los binarismos, no creo que exista «una mirada femenina» pero sí considero que existen experiencias de cuerpo vivido que por sus procesos de vida y sus intersecciones son capaces de hablar/representar desde el conocimiento encarnado del devenir minoritarixs y, por tanto, devenir objetos de asedio, violencia y vulnerabilidad constante. Por ello, más que una mirada femenina considero que hay miradas feministas que pueden hacer otros encuadres sobre la violencia patriarcal que no reproducen literalmente el binarismo de la violencia sino que en su ejercicio crítico la complejizan.

Finalmente, ¿crees que en el cine exista un espacio o posibilidad de diálogo lejos de la exotización o extranjerización del Otro? ¿Cómo acercarnos desde una tradición de cien años a esos otros cuerpos, esas otras realidades que no han tenido cabida en las pantallas?

Considero que las herramientas del cine deben dejar de ser propiedad exclusiva de la mirada patriarcal y esto se logrará con la desmitificación de la figura del director como genio absoluto a quien se le confiere toda la gloria de una película. El cine es un proceso de colectivización de saberes, se hace en equipo y mi perspectiva es que como ya es colectivo, las miradas y las formas de producir conocimientos y sensibilidades situadas a través de él no pasan sólo por dar cámaras a personas minoritarias sino por escuchar y aprender de distintos colectivos y sobre todo, abandonar la mirada paternalista/etnográfica cuando se habla de lxs otrxs.