Antología desordenada del musical contemporáneo


Jul 30, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

Adelante la música.
Comte de Lautréamont

(Ha sido preciso, con el fin de alejarme de imperativos y eludiendo cualquier taxonomía que limite o clausure el vínculo entre diversos filmes, ya sea por su orden cronológico, semántico o geográfico, inclinarme mejor hacia la entropía perteneciente a la física). A partir del caos como orden creador —sugeriría Ilya Prigogine para fundamentar la termodinámica—, propongo esta medida intempestiva para retomar (y descartar) obras que, de manera arbitraria, por veleidad o por memoria (in)voluntaria, me llevarán a una necesaria arqueología gracias a su proceso irreversible. En consecuencia, un esquema de figuras heterodoxas más cercano a las constelaciones, caligramas o rizomas.

Diagrama 01: «Entropía del cine musical contemporáneo».

Una jaula salió en busca de un pájaro.
Franz Kafka

Arranquemos por el final: Technoboss (2019), de João Nicolau. En el singular y luminoso filme del polifacético cineasta portugués, Luís Rovisco es sometido a cambios tecnológicos y culturales. En idas y venidas al trabajo en su auto, se manifiesta su malestar constante; ahí es donde se suscita el canto por primera vez. El auto como vehículo de transición espacial permite igualmente suspender el tiempo para su desahogo personal, manifestado en forma de monólogo interior como su efímera liberación emocional. El momento musical enmarca en su expresión íntima y sincera el sentir del protagonista: su agravio y melancolía. Luís muestra su intimidad y desasosiego; no hay pudor ni vanidad, sino una genuina voz de desconsuelo.

La comicidad aparece en la ironía de nuestra época. La ignorancia de Luís hacia los nuevos dispositivos de seguridad (producidos y diseñados por ellos mismos) lo lleva hasta su propio encierro, dejándolo en estado irascible ante la decepción por tantos años de trabajo y experiencia. Pero la frustración no se da únicamente por su vida laboral, sino también por su vida afectiva. Además de la inminente muerte de su gato (su única compañía en casa), la inevitable sustitución de las personas por máquinas y su cada vez menor comunicación con ellas son el motivo de su lamento.

El título condensa el universo del filme: Technoboss es el leitmotiv que aparece en forma de ringtone a lo largo de la película, pero también es el nuevo mundo incognoscible que habita el protagonista. A pesar de su afección insondable, Luís resiste y persiste, transformando su gris y monótona vida de sistemas de control y vigilancia en fantasía.

La cara que mereces (Miguel Gomes, 2004):

En la playa de las Maças
El sol quemándome en la nariz,
Sandalias para el pez araña,
Azules y transparentes,
Intentas abrir los ojos en el mar,
Con ocho años y sin saber nadar.
Botas militares, pantalones ajustados,
pulseras con pinchos
Sex Pistols y Ramones,
No duró ni una semana
Año nuevo, buen chico,
Doce uvas y un deseo
Con 15 años, champán…
Y un beso.

La flor. Parte 1, Episodio 2 (Mariano Llinás, 2018):

Llueve
En la ciudad vacía
Por las calles desiertas
Se aleja nuestra vida
Llueve
Tú estás aquí a mi lado
Como si no estuvieras
Casi como un extraño
Miran
Mis ojos solitarios
Miran al infinito
Y yo te estoy mirando
Veo a un hombre derrotado
Alguien que no conozco
Que no es el hombre que amo.

Siguiendo a Prigogine, la producción de entropía contiene siempre dos elementos dialécticos: un elemento creador de desorden, pero también un elemento creador de orden. El nobel de química lo ejemplificó con una mezcla de nitrógeno e hidrógeno: si la temperatura del sistema es homogénea, también lo será su distribución, pero si el sistema se somete a una constricción térmica, se genera una disipación, un aumento de la entropía, pero también del orden.

Las afinidades entre Miguel Gomes y Mariano Llinás —además de su gusto por la oralidad, las palabras y el relato enmarcado— encuentran particularmente en los filmes mencionados la condición meteorológica como elemento estético y disparador de la narración.

En el primer largometraje del cineasta portugués, las 30 primaveras de Francisco arrancan con el pie izquierdo. En una melancólica caminata bajo la lluvia disfrazado de cowboy para el evento escolar de sus alumnos, su pareja vestida de hada Campanita le canta las saudades de su desdicha, el recuerdo de los primeros deleites. Su cara triste y envejecida devela rápidamente el mal augurio que sentenciaba el epígrafe: «Hasta los 30 años, uno tiene el rostro que Dios le ha dado. Después de eso, uno tiene el rostro que se merece». La película se extiende en su segunda parte a una pequeña casa en el bosque a la que llega Francisco enfermo y demacrado, y en la que siete treintañeros a modo de enanitos de Blancanieves reviven los momentos idílicos de su infancia. Su resistencia a la adultez se manifiesta en el juego: según Johan Huizinga, «el juego, para poder ser considerado como tal, ¡tiene que ser serio!».[1] Francisco se convierte en narrador, presenta a cada uno de los personajes y establece horarios y reglas, pero invertidas al status quo; se prioriza lo pueril y queda prohibida la madurez. De una u otra manera, todos deberán de cuidar de Francisco, el nuevo del club.

En el segundo episodio del maratónico filme de Llinás, las caras de los nuevos grandes éxitos en clave Pimpinela aparecen en sus años decadentes. La noche en la que Victoria y Ricky se conocieron bajo un techo afuera de un teatro o de un club de una ciudad costera argentina, mientras esperaban a que la lluvia cesara, fue el detonador de su amor condenable. Una nueva versión de la historia cambiaría los detalles de los hechos, pero lo cierto es que esa noche llovía y que fue ahí donde se compuso uno de sus mejores temas. A partir de ese momento, su romance no solo vacilaría en sus separaciones y reconciliaciones, sino que revelará un mundo nuevo de ciudades perdidas e historias extraordinarias; de escorpiones, de momias y espías. De moscas, lapachos y asesinos. Y demás: al demiurgo no le bastó.

Technoboss, João Nicolau, 2019.
La cara que mereces (A Cara que Mereces), Miguel Gomes, 2004.

Quedaron gotas…


En The Hole (Tsai Ming-Liang, 1998), el agua de la lluvia se cuela por todos lados, y el personaje que interpreta el recurrente Lee Kang-Sheng no sabe qué hacer. Estamos en Taipéi y la humedad no favorece a su situación inexorable. El descubrimiento de un pequeño agujero en el suelo de su casa como su único contacto humano será la llave hacia un lugar más estimulante, y en esa pequeña luz es donde se desplegará el momento musical.

Al igual que en las obras de Samuel Beckett, los escenarios de Tsai Ming-Liang aparecen siempre degradados, al igual que sus personajes. Sobreviven en espacios sórdidos y hostiles. Pero no todo es tan fatalista. El cine aparece en repetidas ocasiones como ingrediente esperanzador a lo largo de su obra: En Bu san (2003), El río (He Liu, 1997) o ¿Qué hora es allá? (Ni neibian jidian, 2001), el gesto cinéfilo es evidente. En este caso, la referencia al musical cumple con el común denominador, presentándose mediante un repertorio de canciones populares de Grace Chang que, con gran elegancia y estilo, interpretan los personajes. Los breves minutos coreográficos suspenden el tiempo profano para dar lugar —aunque sea por un instante— al goce y la imaginación.

La primera anomalía a destacar dentro del panorama del cine contemporáneo en contraste con el musical clásico radica en la predisposición del espectador ante el género impuesto. Si bien la configuración del musical se distinguía de los otros géneros —como excepcionalidad radical— en la suspensión total o parcial de la narración (gesto prohibido en la economía narrativa de Hollywood), el star system ofrecía una imagen reconocible al espectador de lo que iba a presenciar.

The Hole (Dong), Tsai Ming-Liang, 1998.

Otro problema fundamental fue la condición pragmática en cuanto a las posibilidades del baile y el canto en la capacidad física del actor. La destreza y versatilidad coreográficas demandaron en ellos cuerpos fuertes, ligeros y atléticos, que en movimientos ágiles y arriesgados se exhiben en planos generales. En ese sentido, el musical reivindicaría al cine en su ontología de espectáculo, más cercano al teatro, pero en especial al circo, es decir, a Buster Keaton.

En esa esfera encontramos a un actor contemporáneo de similares características: el volátil, y camaleónico Denis Lavant. En Holy Motors (Leos Carax, 2012), Monsieur Oscar interpreta todos los posibles personajes que permite su agenda a lo largo de un día. Después de un altercado imprevisible entre su carismática chofer y el de otra limusina en una esquina de París, Oscar baja la ventanilla y reconoce a la mujer del auto vecino. Mientras la película había establecido cierta estructura hermética de la narración en la que el protagonista subía y bajaba del auto para cambiarse de vestuario y maquillaje, y así volver a encarar un nuevo personaje, este encuentro azaroso escapa a lo predecible. Ambos bajan con el vestuario anterior y emprenden una breve caminata hasta llegar a un edificio antiguo y decadente. Suben hasta la terraza donde parecen reconocer el espacio que en un tiempo añoso contempló su amor perdido y que ahora será testigo de su destino fatal. La mujer es Kylie Minogue, y su último canto suntuoso se escucha en los techos de París.

Como herencia axiomática se encuentran los paradigmáticos filmes de Gene Kelly, Stanley Donen —Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952)— y Vincente Minelli —Un americano en París (An American in Paris, 1951)—, con sus opulentos escenarios vastos y decorosos, con sus vestuarios, colores y peinados. A ese terreno se acerca la obra de Jacques Demy: Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, 1964), Las señoritas de Rochefort (Les demoiselles de Rochefort, 1967). En todos ellos reina el artificio y la solemnidad.

En las antípodas, y también en Francia, dos cineastas frescos e inventivos. Dos poetas del aire y el movimiento: Jacques Rivette (Haut bas fragile, 1995) y Paul Vecchiali (Femmes, femmes, 1974). En la obra de ambos directores, el musical funge en otra clave; en sus lúdicos e imaginarios universos femeninos, el canto y el baile llegan abruptos. El gesto musical irrumpe en la narración, pero no la interrumpe, sino que toma un nuevo ritmo y fluye. Empero, el estupor es inminente.

En sus filmes no se admite la pasividad ni la aburrición; a pesar del encierro, rige el movimiento. Es en esta paradoja donde se evidencia el rigor de su puesta en escena y un acercamiento a la premisa brechtiana de arte como diversión. A partir del ensueño y la fantasía, ellas —que comúnmente se presentan en pares— se reflejan bailando y cantando, pero también corriendo y saltando, buscando en su esencia errática un escape de la mundanidad.

En el cine contemporáneo los géneros han mutado, se han diluido. Aparecen amorfos, híbridos y opacos. En los musicales ya no importa más el glamour, la habilidad en los pasos ni la sutil entonación, sino la emancipación del personaje y su desprendimiento del realismo. El veredicto tiende a la democracia: el baile y el canto se autoriza para todos. Posiblemente Godard lo anticipaba cuando Anna Karina le roba la escena a Jean-Paul Belmondo en Una mujer es una mujer (Une femme est une femme, 1961) o en Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), declarando su deseo.

Haut bas fragile, Jacques Rivette, 1995.
Femmes, femmes, Paul Vechialli, 1974.

La música, es silencio que se despierta.
Abel Gance

El musical bélico de Lav Diaz, Season of the Devil (Ang panahon ng halimaw, 2018), se inscribe en otro sentimiento. La voz de los personajes se produce únicamente en el canto, pero la singularidad del gesto vocal se expresa a capella. Son tiempos lúgubres y sombríos, los militares de Ferdinand Marcos están a la orden del día para cualquier represión legitimada por su régimen dictatorial y no hay luz ni color que sugieran esperanza. La voz de la gente aparece de forma individual y a veces coral, pero el dolor se escucha al unísono. Es la polifonía de una memoria colectiva. Inevitablemente del testimonio se desprenden sus mitos y leyendas que evocan en el llanto su idiosincrasia cultural. La duración le da el tiempo perenne al testimonio, en sintonía con Shoah (1985) de Claude Lanzmann, como la imposibilidad de representar la imagen del trauma.

En otras luchas, Jeannette: la infancia de Juana de Arco (Jeannette, l’enfance de Jeanne d’Arc, 2017), de Bruno Dumont, trabaja con la proyección del porvenir. En este caso, la música suscita una suerte de profecía. La niña y adolescente Juana de Arco canta al son de un heavy metal desarticulado el dolor de su presagio, la fatalidad de su destino. Es en ese choque entre los hechos de otrora y la música extemporánea —pero aún romántica e hiperbólica— donde se genera un nuevo orden de su figura mítica y una reinstauración de su lucha épica, donde la perspectiva contemporánea se distingue radicalmente de las versiones estilísticas de Carl Theodor Dreyer, Robert Bresson, Jacques Rivette o Roberto Rossellini.

Si no canto lo que siento
Me voy a morir por dentro
He de gritarle a los vientos hasta reventar
Aunque solo quede tiempo en mi lugar
Si quiero me toco el alma
Pues mi carne ya no es nada
He de fusionar mi resto con el despertar
Aunque se pudra mi boca por callar
Ya lo estoy queriendo
Ya me estoy volviendo
Canción barro tal vez…

Luis Alberto Spinetta

Lo que nos salva de la soledad es la soledad de cada uno de los otros.
Clarice Lispector

«A veces, cuando dos personas están juntas, a pesar de estar hablando, lo que ellas comunican silenciosamente una a la otra es el sentimiento de soledad».[2]

En Te quiero tanto que no sé (2018), película del crítico y cineasta argentino Lautaro García Candela, el protagonista flaneur nocturno recorre las calles porteñas acompañado de su angelical trovador urbano que aparece constantemente en forma de evocación involuntaria. Los clásicos del rock nacional atraen la atención del transeúnte, provocando el reconocimiento y la unión en un tumulto de cuerpos y voces que llegan casi al abrazo fraternal. Su incesante búsqueda (como la de los demás trasnochados) se evidencia dulcemente en el acto colectivo como bálsamo de su soledad; da lo mismo si es en una gasolinera o sentados en la vereda.

Season of the Devil (Ang panahon ng halimaw), Lav Diaz, 2018.
Jeannette: La infancia de Juana de Arco (Jeannette, l’enfance de Jeanne d’Arc), Bruno Dumont, 2017.
Te quiero tanto que no sé, Lautaro García Candela, 2018.

«El musical depende del artificio, y también de la magia de un cierto misterio»,[3] declaró Jonathan Rosenbaum, a lo que agregaría que ese misticismo intrínseco se manifiesta como síntoma en sus personajes: ellos no se circunscriben a su vida mundana —en ocasiones trágica, en ocasiones aburrida—, sino que fabulan hacia nuevas cosmovisiones, creando nuevos mundos y vidas posibles. La transversalidad de la música en la historia del arte es ineludible, por ello la referencialidad del género clásico no es la única evidencia contemporánea en el anacronismo del musical como archivo histórico inerte, que se encuentra para después ser reproducido, como sucedería en películas como El artista (The Artist, Michel Hazanavicius, 2011) o La La Land (Damien Chazelle, 2016), en las que sus aparentes atributos se reducen a la nostalgia por una época y a la reproducción mimética de discursos específicos (el cine mudo y el musical clásico, respectivamente). La esencia y dinámica del acto musical es sustancia latente y es irreductible a un tiempo absoluto de la historia. Revela una convivencia de tiempos heterogéneos y discontinuidades, y aparece encarnada en el espíritu desde tiempos inmemoriales como lenguaje natural de las pasiones. Hacía falta filmarlo.


FUENTES:
[1] Johan Huizinga, De lo lúdico y lo serio, Casimiro Libros, 2014, p.26.
[2] Clarice Lispector, Revelación de un mundo, Adriana Hidalgo, 2008, p.213.
[3] Jonathan Rosenbaum, Mutaciones del cine contemporáneo, Errata naturae, 2011.