Una palabra tuya bastará, ¿para sanarme?

Historia, identidad y fragmentación colombiana

TAMAÑO DE LETRA:

Luego de ser diagramadas, las páginas se agrupan. Se preparan las placas de impresión para cada página (cada una hecha de aluminio, con solo 3 milímetros de grosor y revestidas de plástico). Las placas son introducidas en la máquina formadora de imágenes. Un rayo láser recorre la plancha endureciendo el revestimiento plástico de la placa, la computadora indica si en el lugar debe ir texto o imagen. Una máquina perfora marcas de registro en los extremos de la plancha. La plancha se vuelve ahora una guía que será usada en la impresora. Se aceita el cilindro de la prensa, se ajustan las planchas. Se colocan varios rollos de papel en la bobina que está bajo la impresora, el papel pasa por los diferentes colores y placas. Después de cortarlas, la máquina ensambla las páginas en orden. Salen las noticias del día en el periódico. En La impresión de una guerra (2015), del director Camilo Restrepo, vemos las imágenes poco definidas de las noticias de los periódicos de Medellín. Cuando un periódico sale mal impreso, sus hojas son desechadas y posteriormente se usan para envolver frutas en la plaza de mercado.

Las imágenes del periódico mal impreso tienen un contorno poco nítido, las fronteras de la historia de la guerra en Colombia también. Al igual que la memoria, las imágenes se desdibujan. La idea alternativa de la historia de un país como un periódico mal impreso funciona como la cartografía de la elaboración de la historia nacional: poco nítida, difícil de entender, desechada y mal impresa. En La impresión de una guerra, Restrepo pone en tensión un río Medellín teñido de rojo, la piel como superficie fotosensible susceptible a las transformaciones de la historia y las imágenes de la guerra en los periódicos nacionales. Nuestro acontecimiento como nación está siendo impreso de manera defectuosa, híbrida y mutante. Dicho de otro modo, la nación emerge en la imagen inservible de la impresión errónea. Es interesante pensar el cine de Camilo Restrepo como un mensaje en una botella. Se trata de un relato visual que es dejado en la intempestiva marea con una indagación personal que traza líneas entre los límites de la historia, la percepción y la imagen. La construcción de lo que hoy conocemos como historia mantiene un doble régimen, puesto en tensión por los periódicos de Restrepo: la aparente verdad oficial y la metáfora de un relato descompuesto.

Pensar en la historia de Colombia es difícil, pensar en la historia de su guerra aún más. Siempre he pensado al relato del conflicto en mi país y en Latinoamérica como un espejo roto. Cada vez que intento hablar al respecto es como si intentara recoger los pedazos del espejo. El problema es que siempre me corto las manos. Cuando me agacho para intentar ordenar los pedazos del espejo, veo mi rostro, sé que estoy en el espejo que observo. Sin embargo, sigue siendo simplemente un reflejo, la relación corporal real que entablo con los pedazos del vidrio son las heridas por intentar recogerlo, rearmarlo o simplemente entenderlo. Cuando veo a este gran relato quebrado siendo tratado en el cine, pienso en la capacidad que tiene el audiovisual para reescribir caminos. El cine, como una herida de luz, nos permite asistir a un diálogo en el cual la historia es revisitada. En los periódicos que Restrepo muestra en su cortometraje de 2015 vemos a las personas muertas sobre las noticias del momento. En su texto sobre la memoria de la reconciliación en Perú, Débora Poole e Isaías Rojas precisan que las sociedades no problematizan en gran medida sus imágenes de la guerra porque son pensadas como parte de esa nación representada.[1] Ante las imágenes de la violencia, simplemente queda nuestra experiencia de nación, nuestra incertidumbre y nuestro cansancio. La impresión de una guerra se sintoniza con la más reciente obra de Restrepo, Los conductos. En ambas está presente la imagen desfigurada de nación y la incertidumbre que atraviesa al territorio. Se trata de una contraidentidad sin suelo, quebrada. La abstracción de un mosaico monstruoso de la violencia sobre el escenario de la vida cotidiana de un país, sobre los periódicos de La impresión de una guerra y las huidas de Pinky en Los conductos.

La impresión de una guerra (Camilo Restrepo, 2014)
Los conductos (Camilo Restrepo, 2020)

En el cortometraje de Restrepo vemos el cuerpo de un hombre tatuado. Él describe las máquinas artesanales de la cárcel y las imágenes que de allí surgían para ser plasmadas en los cuerpos. Las tintas de los periódicos y de las pieles tatuadas recalcan la idea de la epidermis de la historia como una piel que está siendo constantemente alterada y transformada. En su cortometraje, Restrepo habla de la ciudad como un teatro en el cual se pone en escena la violencia. Un teatro desde el cual nacen leyendas y se teje un camino de angustias y ausencias. Los ecos que nacen a partir de la idea del relato nacional como un relato deforme se transcriben de igual manera en las costuras de Los conductos. Una de las imágenes más llamativas de su largometraje de 2020 es la impresión de un patrón de fuegos. La habitación está cubierta por este patrón, la imagen del fuego se sigue imprimiendo como si se tratara de un presagio: estamos en llamas. Nuestra historia y nuestro cuerpo, en llamas. En su trabajo, Restrepo nos brinda la oportunidad de la abstracción de la historia en la imagen para salir del yo. Salirse de sí mismo para reencontrarse en un fragmento, en un juego del tiempo, en la foto del cadáver del periódico mal impreso.

La materialización de la historia en el papel se reinterpreta por medio de la imagen. La manera en la que se configura el relato pareciera adherirse a la idea de un gran rostro que nos habla, pero que no devuelve nuestra mirada, simplemente está ahí. El rostro se asemeja a una de las entrevistas del cortometraje, el rostro de la persona que habla está completamente negro. Sin rostro, no hay identidad. Hace tres años, en el Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM) se presentó la exposición «Cómo hacer cosas con palabras», en la cual se hacía un homenaje al artista colombiano Bernardo Salcedo, fallecido diez años atrás. Una de las obras era una serie de imágenes del escudo de Colombia: junto a ella, había frases. A medida que se superpone una frase, desaparece una parte del escudo del país. Las frases eran las siguientes: «No hay Cóndores / No hay abundancia / No hay Libertad, No hay Canal / No hay Escudo. No hay patria». Al final no quedaba nada del escudo y lo único para apreciar era la frase «No hay escudo. No hay patria».[2] No hay mirada en el rostro, no hay identidad. No hay escudo. No hay patria. Hay vidrios rotos de la historia sobre el suelo. Hay memoria fragmentada. Hay Pinky en una moto cruzando un túnel. Hay túnel y hay sangre. Hay periódicos mal impresos. Hay cadáver. Hay guerra. En Colombia, la guerra desdibuja nuestra identidad y el cine es una forma de ver por medio de las grietas. Pensar en nuestra nación resulta en una sensación de orfandad, la ausencia de esa madre patria, y el piso falso del pertenecer a un país que aún está en construcción corresponde a una imagen alterada, como vemos en La impresión de una guerra, y a una herida que deviene en túnel, un túnel que deviene en huir, como vemos en Los conductos.

Con el relato que nos presenta Camilo Restrepo, recorremos la idea del desarraigo de la historia. Del ser las hijas desheredadas de Pedro Páramo y del buscar recomponerse en los fragmentos de nuestra convulsa tradición de la violencia. Nuestra vida cotidiana pareciera ser una vitrina en la cual se muestran los crímenes del momento.[3] Se pone de manifiesto el río Medellín teñido de rojo y la habitación cubierta de fuego. Una vidriera de incertidumbre. Nuestro exhibidor (la vida diaria) retoma la idea de la nación como una herida que nunca sana, el ver las imágenes de la guerra es el volver a vernos morir. Nuestra historia es reducida a secuencias instantáneas mientras el pasado es destruido y el futuro, mutilado. Tenemos el momento desde el cual se narra. Tenemos el fragmento espacio-temporal de la imagen. Surge entonces una duda: ¿cuál es la imagen que me devuelve el espejo roto? ¿Cómo se devuelve mi reflejo en el aparador de cristal? El reflejo de nuestra imagen (tanto en el cristal roto de la historia y del cine como un vehículo de autoconocimiento) materializa una «nueva forma de experiencia del yo».[4] La máquina de grabar como tecnología de representación de un yo deja entrever los destellos de la estructura social que envuelve y quiebra al sujeto. La manera de relacionarse con el sí mismo mediante la abstracción que nos brindan las imágenes explora las dimensiones de un yo difuso. Al frente de la pantalla estoy yo estudiante de cine, yo espectadora, yo colombiana, yo mujer. En el reflejo estoy yo cortada, yo ciudadana, yo historia, yo país.

En una de las secuencias de La impresión de una guerra, vemos a un hombre que marca en su cuerpo el número 33. Lo hace porque «es la edad en la que murió Jesús», dice. Luego añade que junto al número irá la frase «una palabra tuya bastará». Él decide no plasmar en su cuerpo el final de la frase, que reza «para sanarme». Una palabra tuya bastará, pero no precisamente para sanarme. La herida seguirá abierta, la incertidumbre igual, el problema del ver a la identidad como una tarea continuará reproduciendo nuestra idea fragmentada de lo propio. El escudo seguirá inexistente y el relato oficial de nuestra historia obedecerá a un régimen del sentido y una configuración sensible unívoca, será un reparto policial de lo sensible.[5] Nos queda el cine como un contradispositivo que reexamina, redistribuye y reconstruye los fragmentos. ¿Bastarán la imagen, el sonido y la palabra para sanarnos?


FUENTES:
[1] Deborah Poole e Isaías Rojas, Memories of Reconciliation: Photography and Memory in Postwar Peru, Perú, Hemispheric Institute, 2011. Disponible en: https://hemisphericinstitute.org/en/emisferica-72/7-2-essays/e72-essay-memories-of-reconciliation-photography-and-memory-in-postwar-peru.html
[2] Bernardo Salcedo, Primera Lección (desaparición del escudo), serigrafía sobre papel Fabriano. Medellín, Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM), 1973.
[3] Esta idea es tratada en: Leonor Arfuch, «Las subjetividades en la era de la imagen: de la responsabilidad de la mirada» en Educar la mirada: políticas y pedagogías de la imagen, Buenos Aires: Manantial, 2006, pp. 75-84.
[4] Esta idea es retomada de: Michel Foucault, Tecnologías del yo y otros textos afines, Buenos Aires, Ediciones Paidós, 2006, p. 63.
[5] La idea original proviene de Jacques Rancière en sus estudios de la estética en donde establece la existencia de un «reparto político de lo sensible». Rancière expresa:

Llamo reparto de lo sensible a ese sistema de evidencias sensibles que al mismo tiempo hacen visible la existencia de un común y los recortes que allí definen los lugares y las partes respectivas. Un reparto de lo sensible fija (…) un común repartido y partes exclusivas. Esta repartición (…) se funda en un reparto de espacios, de tiempos y de formas de actividad que determina la manera misma en que un común se ofrece a la participación y donde los unos y los otros tienen parte en este reparto…

Jacques Rancière, Reparto de lo sensible. Estética y política, Argentina, Prometeo, 2014.

Se hace uso en este texto del término «policial» con el objetivo de expresar que la distribución de las políticas culturales y de lo que Rancière reconoce como «lo sensible» se hace bajo un régimen policial de vigilancia constante sobre la creación de discursos transversales a la descompuesta historia oficial. El terreno estético y la memoria que le atraviesa son hoy terrenos de disputa.