El amor recorre las trincheras

El gran desfile de King Vidor


Jul 27, 2021

TAMAÑO DE LETRA:

I have waited for you, Johnny. What took you so long? El rostro en lágrimas de Joan Crawford en los brazos de Sterling Hayden en la penumbra de una noche de insomnio resuena junto con otros tantos rostros. Como emblemas, estos constituyen la perpetuidad donde se unen la acción dramática y el canto con música: el melodrama. Vuelve el vestido rosa de Crawford, se suavizan sus gestos duros como la noche y rígidos por el desamor; nada ha cambiado, están en el Aurora Hotel.

Lie to me. Tell me you love me like I still love you. Asoma también Ingrid Bergman (Bajo el signo de Capricornio [Under Capricorn, Alfred Hitchcock, 1949]) sobre el borde de una cama, delirante por la intoxicación causada por los celos de otra mujer o por los nublos amorosos que afloran —en palabras de Federico García Lorca— como un mal aire en el centro, cuando confiesa a Sam Flusky (Joseph Cotten), su esposo, que cuando hablan de amor no se refieren a lo mismo. También se suma Barbara Stanwyck sujetando los barrotes y mordiendo su pañuelo al presenciar bajo la lluvia la boda de su hija. Desde fuera, a través de la ventana, le ruega al oficial de policía encargado de despejar el área que la deje ver el momento del beso. El llanto de Stella Dallas es, a pesar de todo, la felicidad sincera y la culminación del orgullo materno.

De todos estos emblemas, rostros perennes del sentimentalismo, no dista el de Renée Adorée en El gran desfile (The Big Parade, 1925), vociferando el nombre de su amado en plena retirada de las tropas hacia la guerra. Su cuerpo se mueve angustiado entre los soldados, los caballos y la polvareda de la despedida para encontrarse con John Gilbert, quien, entre besos, le promete que volverá. Negada a verlo partir, Mélisande (Adorée) se aferra a la pierna de James Apperson (Gilbert) cuando sube al camión militar. Al avanzar el vehículo, ella se sujeta de una cadena trasera, su cuerpo se arrastra, luego cede y cae. Él le lanza besos, su reloj, su cadena y, finalmente, uno de sus zapatos. Ella permanece en lágrimas y sollozos, con una mano levantada, ondeándola a forma de adiós, mientras con la otra abraza ese pedacito de su amado.

De acuerdo con Raymond Durgnat, se ha llegado a asumir que la ideología y el lirismo —las ideas y las emociones— son dominios autónomos e incompatibles. También se ha creído que existe una escisión entre la lírica y el drama, entre sentimientos y conflicto. Sin embargo, los conflictos creados por el choque de diversos sentimientos son, en esencia, el drama. La lírica que se encuentra con el drama es el melodrama en sí: la fuerza de la contradicción súbita y, por ende, los conflictos emocionales variados[1]: Joan Crawford, Ingrid Bergman, Barbara Stanwyck, Renée Adorée. Sus tres cosas favoritas, decía King Vidor, eran la guerra, el trigo y el acero. El gran desfile parte de la primera y se erige como un filme donde se conjuga lo anterior; una historia de amor y una historia de guerra, las emociones y las ideas, el encuentro del melos con el drama.

Es plena guerra. James Apperson, un joven estadounidense de clase acomodada, más aficionado a los días de ocio que a la vida laboral, se ve bajo la presión familiar y nacional de enlistarse junto con sus compatriotas. Por la influencia de su prometida Justyn, las expectativas de su padre, y acompañado del dolor de una madre aprehensiva, Jim parte inesperadamente a Francia uniformado contra el bando del Imperio Germánico. El gran desfile es recordado como un filme antiguerra porque cuestionó en su momento las razones por las cuáles combatir, aunque —más allá del contexto— también redefine y duda sobre la patria misma. «El mundo es mi país, hacer el bien es mi religión»: Walt Whitman —antecesor de Vidor como poeta de la tierra y de lo orgánico— retoma a Thomas Paine para decir que el verdadero evangelio de la política es la vida. Si King Vidor, como Whitman, creía en la intuición, también se interesaba profundamente en la búsqueda de la verdad.[2]

El gran desfile (The Big Parade, King Vidor, 1925)

El gran desfile se funda sobre la guerra, pero trata también del crecimiento espiritual de un hombre que la atraviesa y de sobre su propio hallazgo de la verdad. Pareciera que las trincheras empujan a este personaje a buscarse, y que en medio de estas ruinas — contrariamente a lo esperado— se confirman la solidaridad y la belleza humanas, permitiendo un acercamiento genuino a lo que Durgnat llamó «las reservas sin explotar de fuerza de vida, de emoción y de magia».[3] En el castigo de la guerra queda la dulzura de los gestos inocentes y cotidianos que King Vidor mira y que, sin palabras, articula. La singularidad del cine mudo es su capacidad que tiene de pronunciar a través del gesto y «la fuerza de Vidor reside precisamente en su habilidad para desatar la poesía que hay en los acontecimientos simples».[4] Es la primacía del hecho: «un hombre camina, mata, lo matan», no hay complicaciones ni reflexiones metafísicas; «un árbol es un árbol, una piedra es una piedra».[5]

Cuando las tropas estadounidenses llegan al pequeño pueblo francés de Champillon, James Apperson deja en el otro continente la apatía que lo caracteriza. Se despide también de la reprimenda paterna y de su prometida que ve en él al héroe patriótico que no quiere ni puede ser. Cuando en Estados Unidos los espacios se ciernen principalmente a la mansión de los padres o a desfiles nacionalistas donde se ondean banderas al ritmo del bombo y trombón, en Champillon, Vidor nos muestra una campiña francesa donde el lodo, el agua, el cielo, el viento y el sol serán testigos y componentes de la renovación y la nueva mirada del personaje de Gilbert. Este mira con nuevos ojos todo lo que sucede aquí, por primera vez teme y por primera vez puede amar.

Así, el encadenamiento sutil de las emociones consta de dos momentos: el primero es la amistad fraternal de Jim con dos de sus camaradas del batallón —Slim y Bull—, cuyo vínculo nace de compartir con ellos una tarta que recibe de su prometida. Una vez erigida la amistad, Jim se ve inmerso en el terreno de un nuevo amor con una mujer francesa del lugar. Mélisande es una joven de Champillon que trabaja en una granja junto a otras mujeres; en tiempos de guerra, ellas sostienen al pueblo y esperan a los hombres que se han ido mientras acogen a nuevos soldados. Por esto, su carácter es sólido y reacciona con firmeza a los intentos de caricias y cortejos de los recién llegados. Así como la amistad de Jim con sus camaradas brota de un gesto tan simple como el compartir y comer, el amor de Jim y Mélisande surge de un momento que será también augurio de imposibilidad.

Cuando los soldados lavan su ropa a orillas del río, Jim decide construir una ducha. Tras perder una apuesta con Bull y Slim, parte en busca de un barril. Para agilizar el traslado, se mete en él para levantarlo. A medio camino se encuentra con Mélisande, quien se burla del hombre sin rostro que anda a tientas por la granja con cuerpo de barril y dos piernas que cuelgan por debajo con calzado militar. La joven francesa y el hombre barril realizan las debidas salutaciones y reverencias. Pero ella no puede verlo y él no se puede mostrar: se inaugura el punto de encuentro, ya desencuentro, y se forja la contradicción de diversos sentimientos.

Vidor empieza así un desfile de acciones que tensan y entrelazan el drama y la lírica. Los momentos de intimidad y los gestos del ámbito de lo cotidiano —sostener un sapito y sentarse a la orilla del río, caminar por la granja o festejar con vino— se ven continuamente permeados de conflicto porque, poco a poco, la guerra aviva subyacente, acecha. En la senda del cortejo, Jim y Mélisande se dan cita fuera de la casa de ella. Una vez sentados en la entrada, Gilbert le ofrece a Adorée un chicle —símbolo de su tierra—, le enseña cómo mascar, cómo estirarlo con la mano, y ella, confundida, se lo traga. El juego de la causa y consecuencia en El gran desfile será una de las estructuras que trenzará con fuerza el melodrama, no solo en discurso, sino también en forma: a un gesto sucede un plano, a un plano sucede un encuentro. Así como el deseo de construir una ducha junto al río produce la confluencia de los amantes, a la seducción con un chicle sucede el primer beso.

El gran desfile (The Big Parade, King Vidor, 1925)

Si Vidor se caracteriza por detonar la poesía que yace en los acontecimientos más simples, aquí la seducción resulta del compartir y aprender en la inocencia. Pero donde un barril fue traba, la lengua será impedimento. En un juego de miradas, sin interrupciones, aprenden el amor de otra manera donde el vocablo no será cimiento: «Me… you… très… much… love», intenta decirle Jim a Mélisande, cuando ella enuncia «I… am… verree… happee…», con lo que suponemos es un marcado acento francés, mientras busca las palabras indicadas en el diccionario que él saca del bolsillo de su uniforme. Discretamente, aunque sea en la ropa, la guerra vuelve latente.

Así como el combate bélico penetra en los gestos dulces del cotidiano inocente, lo íntimo y lo emocional, también en el ámbito del conflicto y de las ideas —representado justamente por la guerra y su contexto— hay belleza y emociones. Uno sucede por el otro y esta unión se vuelve inquebrantable. Dos momentos de las emociones y la lírica desbordándose en el conflicto enardecido saltan a mi mente: ya en las trincheras, la amistad entre los tres soldados es amparo para el vértigo de la muerte. «¡Dios maldiga las guerras, todas; Dios maldiga cada guerra, Dios las maldiga!», exclama Walt Whitman mientras su canto resuena en King Vidor, quien muestra a un joven soldado emergiendo de la trinchera en pleno bombardeo para aullar su conciencia y su dolor: «¡Espera! ¡Órdenes! ¡Barro! ¡Sangre! ¡Cadáveres malolientes! ¿Qué carajos sacamos de esta guerra de todas formas?».

Los cuerpos se arrastran por el lodo, las nubes de tierra nublan su camino y la mirada de James Apperson brilla cuando debe avanzar hacia el campo abierto que pareciera ser el rumbo, coreografía, hacia la muerte. Un árbol es un árbol, un hombre está vivo porque ha amado y porque teme. Después de una explosión, Jim cae en la misma trinchera con un soldado alemán herido, y aunque tiene la oportunidad de matarlo, le ofrece un último cigarro antes de que el hombre muera. «Experimento la muerte con el que muere, y el nacimiento con el niño que acaban de limpiar…».[6] En los filmes de King Vidor, compartir en la muerte es otra forma de escenificar el amor.

De este modo, la alianza entre conflicto y emociones se va acrecentando y tensando conforme avanza el filme. En un inicio, parecieran estar escindidas: Estados Unidos, por un lado, representa el tedio y la apatía de James; cuando Champillon, por otro, se erige con sus paisajes blancos como la tierra del nacimiento y la renovación. La guerra y su relación con Mélisande y la amistad con Slim y Bull forman parte de una educación que se afirma tanto sentimental como espiritual. Después de haber sido herido, Jim despierta en un hospital cerca de Champillon, y la relación con la joven francesa que parecía ser solo un bálsamo para soportar y sobrellevar el horror de la guerra y la nostalgia se vuelve tangible. Es ahora un afecto genuino y real, porque perteneció a eso que trastabilló su alma y estremeció su vida. «¡Mélisande, Mélisande!», grita James Apperson mientras sale a tientas y en delirio para llegar herido hacia ella, pero el pueblo ha sido bombardeado. En un primer plano, el rostro en lágrimas de Renée Adorée, con una mascada, volteando en repetidas ocasiones hacia atrás, corona un cortejo de niños y mujeres dejando la tierra de nadie.

Aunque en la lírica las emociones se vuelven bálsamo del conflicto, también lo constituyen. Son, como dice Durgnat, el instante más crucial del drama. El amor de James Apperson y Mélisande funciona de la misma manera: surge como un parche a las atrocidades de la guerra para trascender después en una pasión consolidada. Los paisajes blancos, los pies en el lodo, el brillo en los ojos por miedo, ternura o novedad son como la soledad en la espera o la última caricia de una madre antes de que su hijo vaya a la guerra; momentos de la existencia. El gran desfile es la fuerza de la contradicción súbita y, por ende, el melodrama; es la posibilidad del abrazo después de la incertidumbre y del delirio; el reconocimiento de dos amantes en un lugar que no es Estados Unidos ni Champillon, sino un reencuentro después del horror; renacimiento y confluencia que surgen de la imposibilidad y del desencuentro: «Descansa en la hierba… suelta el freno de tu garganta, ni palabras, ni música ni poesía quiero… ni historia ni discurso, ni siquiera los mejores, solo me gusta el murmullo, el susurro de tu voz templada».[7]


NOTAS Y REFERENCIAS:

[1] Raymond Durgnat, «The Big Parade (1925)» en Film Comment, Vol. 9, No. 4, 1973, pp. 11-15. {Revisado en línea por última vez el 29 de junio de 2021}.

[2] Cinéastes de notre temps: King Vidor (Hubert Knapp y André S. Labarthe, 1969).

[3] Raymond Durgnat, op. cit.

[4] Varios autores, «King Vidor» en Historia general del cine. Volumen VIII Estados Unidos (1932-1955), Cátedra, Madrid, 1996.

[5] King Vidor, «Un arbre est un arbre» en Cahiers du Cinéma, Tomo XV, No. 88, Francia, 1958. Prefacio y traducción al francés por Luc Moullet.

[6] Walt Whitman, Hojas de hierba, Planeta, México, 2019, p. 58.

[7] Ibíd, p. 55.