Fragmentos de un amor pudoroso

Las herederas de Marcelo Martinessi


Jul 27, 2021

TAMAÑO DE LETRA:

El título es engañoso: a diferencia del libro de Roland Barthes[1] que sugiere este ensayo, este no es un texto sobre el amor, la pasión o el deseo. Tampoco es un ejercicio sobre el lenguaje del sujeto amoroso. Es un ensayo sobre la asfixia, el pudor y el sofoco imbricados en el discurso romántico de Las herederas (2018), de Marcelo Martinessi. Ensaya un amor ajado donde un piano desafinado recuerda las lánguidas melodías de una caricia; un amor deslucido que, así como la platería de la casa, ha perdido el brillo con los años; el secreto de una relación disimulada, donde la angustia que asalta a sus personajes recuerda el dolor del olvido. Y es, sobre todo, un escrutinio de las imágenes opacas empañadas por el silencio de las herederas, quienes, al perder los bienes que las definieron, quedan de pronto a merced del abismo.

Desde la rendija de una puerta, Chela acecha a una mujer que husmea los muebles y utensilios exhibidos en venta. La mujer desliza la mano sobre la madera, comprueba la calidad del lustre, luego chasquea los dedos sobre las copas de cristal y, con sus labios fruncidos en disgusto, pregunta por la araña colgante: un ornamento exorbitante que desentona con la humedad que carcome el cielo raso. Nada le interesa salvo saber qué se vende y qué no, y quizás por qué. Chela, desde el resguardo de la habitación contigua, observa con impotencia cómo sus pertenencias se le escurren entre los dedos.

Las herederas son Chela y Chiquita, una pareja de mujeres que alguna vez pertenecieron a la alta alcurnia asuncena. Viven juntas desde hace varios años, tantos que ciertas dinámicas de pareja se han asentado bajo la estructura de la casa donde habitan. La rutina diaria se repite hasta el hartazgo, tal vez porque los hábitos cotidianos son lo único que no han perdido aún. Así, es Chiquita la que se encarga de gestionar las ventas, la que administra el dinero y la que marca la agenda de las actividades sociales. Y Chela, sumida en una depresión momentánea, duerme, reposa y a veces pinta con desgano círculos traslúcidos sobre un lienzo maltratado. La señora a veces no se siente bien, explica Chiquita a Pati, la nueva empleada doméstica. Aquí el amor se ha diluido en el agua turbia de los pinceles marrones de Chela.

Las dos viven juntas, pero se esquivan en la imagen; incluso estando en el mismo auto, cada quien transita un viaje distinto. Cuando Chela no quiere salir, Chiquita abre las ventanas; cuando Chela quiere dormir, Chiquita baila al son de un vinilo ronco. Aun así, cada tanto sus cuerpos desahuciados se enfrentan, y es en estos momentos que comparten el plano cuando brotan las confrontaciones y los reclamos. Balbuceos de un futuro incierto se contestan con regaños y acotaciones sobre el desgaste de la otra, un comentario sobre un tinte mal hecho o el aliento a alcohol y cigarrillos que hoy repele, pero alguna vez endulzó la noche. Si la cámara no puede enfocar a ambas mujeres sentadas sobre la cama, es porque se niegan a cohabitar un mismo plano. El amor ha sido aplastado por la desazón ante la pérdida del deseo y la acumulación de deudas.

Las herederas (Marcelo Martinessi, 2018)

En Las herederas, los objetos hacen más ruido que los personajes silenciosos. Dicho de otro modo: los objetos hablan por ellas. Las copas, los cuchillos y los cuadros rememoran un pasado feliz de cuando nada faltaba y todo sobraba, incluso la compañía de amistades pasajeras. La bandeja de Chela está repleta de cosas ruidosas, como el hielo que tintinea en el vaso, la cucharita de café que golpea contra el borde de la taza o el rosario al lado de la servilleta, que pretende apaciguar la tristeza de la tarde. De la misma manera, el vacío de la casa hace percutir los tacones de las cínicas compradoras que, como animales de carroña, se aprovechan de las sobras. Si los objetos cobijan a las herederas bajo el resguardo de una clase pudiente, ¿dónde quedan ellas sin lo material?

Mientras despojan a las paredes de sus cuadros y el eco resuena en los salones ya desérticos, Chiquita va a la cárcel por una deuda no saldada. Chela debe aprender a convivir con ella misma. En este proceso de adaptación forzosa, es un objeto —otra vez— el que permite su subsistencia: un viejo Mercedes-Benz le aporta ingresos con los viajes esporádicos que realiza para su vecina y sus amigas, mujeres mayores que se refieren a sí mismas como «las chicas». Si para Barthes los objetos tocados por el amado se vuelven parte del cuerpo de uno, aquí ocurre lo inverso; cualquier cosa que no guarde relación con Chiquita encarna la emancipación. Quizás por eso Chela rechaza el cigarrillo que le ofrece Angy, hija de una de sus nuevas clientas, en un momento de coqueteo inofensivo.

Las herederas (Marcelo Martinessi, 2018)

La fotografía de Las herederas sofoca a sus mujeres. La observación ocurre siempre a través de un marco, sea la ranura de una puerta entreabierta o el enmarcado del espejo del tocador, que devuelve una figura fragmentada por sus aristas. Chela apenas tiene espacio para moverse en el cuadro; incluso cuando no hace más que esperar, las aberturas delimitan su desplazamiento. A pesar de ello, entre las rejas de la cárcel y los barrotes de sombras y luces que adornan los espacios deshabitados de la casa, la rutina de Chela va mutando sigilosamente en gestos casi imperceptibles que reemplazan la angustia de un suspiro por la fantasía de un encuentro. En la cárcel, Chiquita habla mucho, da órdenes, hace amigas y aprende a manejarse como si hubiera estado dentro toda su vida. Mientras tanto, afuera, Chela espera en silencio. No habla, pero suspira. Y suspira mucho.

La mirada de la película es una mirada esquiva condicionada en cierta forma por la sumisión de Chela. Ante un gesto de intimidad, hay un rechazo, un corte que interrumpe el plano o un encuadre que se desplaza a un lado con timidez y que observa desde el resguardo del anonimato. También palpita un dejo de vergüenza que da la espalda a la cámara por pudor de una misma o por sentir placer por un cuerpo ajeno. Este ademán cohibido sugiere el ostracismo de una sociedad conservadora donde las herederas no tienen cabida, donde Chela es solo una amiga.

Las herederas (Marcelo Martinessi, 2018)

Los encuadres cerrados en las facciones de Chela nos hacen cómplices del deseo que le despierta Angy: sus movimientos y su soltura corporal suscitan un interés carnal olvidado, una sensación de estremecimiento que Chela había dejado de sentir hace tiempo. Con los sucesivos viajes que realizan juntas, algo cambia en ella. En la ruta, la posibilidad del cambio le permite fantasear frente al espejo con una camisa nueva y unos lentes de sol olvidados. El tono de sus suspiros y el desánimo de sus ojos es otro, uno más preocupado por los días de visita en la cárcel que por el riesgo de manejar sin licencia de conducir. Pero la alegría dura muy poco, tan poco que parece una mera ilusión, porque esta no es una historia de amor.

Las herederas es una película de silencios. El último de ellos aparece una mañana, después de que suena el tan anticipado timbre de la casa. El reencuentro es una desilusión absoluta, y las pocas palabras que se dicen solo acrecientan el malestar ya concurrente. Chiquita ha vuelto, el Mercedes se ha vendido; son hechos irremediables, una situación sin retorno a la que Chela de pronto se ve condenada. Sin sollozos, pero con mucho dolor, la despedida de Chela y Chiquita nunca sucede. El letargo que tanto había caracterizado a Chela desemboca en su huida repentina. El último plano es uno de los pocos donde ella no está, y uno de los pocos planos abiertos de toda la película; un respiro al fin. Desde el patio de la casa, Chiquita observa el portón abierto que conduce a la calle y, entre ella y el afuera, el camino de entrada por donde Chela se ha marchado. Si los enamorados profesan palabras excesivas, en el desamor hay omisión, reclusión y soledad… Y un sinfín de palabras que ningún enamorado quisiera escuchar jamás.

Las herederas (Marcelo Martinessi, 2018)


NOTAS Y REFERENCIAS:

[1] Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Madrid, Siglo XXI Editores, 2011.