La eterna ronda de Max Ophüls


Jul 27, 2021

TAMAÑO DE LETRA:

Un hombre toma sus guantes y sombrero, le da la mano a su mayordomo y sale de su lujoso hogar. Dando un paso en la calle, vuelve su mirada hacia la entrada. Ahí está la borrosa figura de una joven que lo observa con inocentes ojos de amor y admiración. La silueta pronto desaparece, y el hombre, resignado, se sube al carruaje que lo dirigirá al escenario de su muerte. Esta serie de imágenes, de una potencia dramática abrumadora, pertenece a Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948), filme de Max Ophüls basado en la novela homónima de Stefan Zweig. En él, se vislumbran todos los elementos asociados al cine del realizador alemán: los ambientes burgueses de Viena, la cámara prodigiosa y, por supuesto, los personajes femeninos víctimas de sus propios sentimientos.

Resulta irónico que Ophüls realizara en Estados Unidos, país donde nunca se sintió bien recibido, la que considero su mejor película. A diferencia de otros cineastas alemanes exiliados que trabajaron en Hollywood, como Fritz Lang y Billy Wilder, Ophüls no fue debidamente apreciado en aquella época. Fue hasta varias décadas después, cuando ya había muerto, que le fue otorgado el lugar que merecía en la historia del cine. Esto gracias a la revaluación que hicieron los críticos de Cahiers du Cinéma y a la admiración que le profesó Stanley Kubrick, quien lo definió como un artista que poseía «todas las cualidades posibles».[1]

Ahora bien, cuando se lee sobre Ophüls, hay dos elementos que siempre se destacan: las tramas amorosas y las minuciosas puestas en escena abundantes en planos secuencia. ¿Pero acaso esto es todo lo que ofrece? ¿Romances e imágenes bonitas? Limitar su obra es un error fácil de cometer. En realidad, debajo de sus frívolos protagonistas subyace una serie de ideas que obsesionaron al realizador; estas se manifiestan con claridad al examinar las películas de su última etapa, a partir de Carta de una desconocida.

Este análisis, sin embargo, prescinde deliberadamente de dos filmes: Atrapados (Caught, 1949) y Almas desnudas (The Reckless Moment, 1949). En ambos, queda en evidencia que el autor se encontraba severamente limitado por el sistema de estudios hollywoodense que tanto cuestionó y que no mucho después motivó su regreso a Europa. Aunque estas películas no están exentas de virtudes, no encuentro la misma esencia artística de Carta de una desconocida o de sus producciones posteriores.

Debido a eso, resulta apropiado concentrarse en las obras que mejor reflejan sus preocupaciones filosóficas y estéticas, para así poder delinear con mayor exactitud su concepción del amor y de los sentimientos humanos.

Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, Max Ophüls, 1948)

Un cineasta banal


Las poderosas imágenes que Max Ophüls creó al lado de directores de fotografía como Franz Planer o Philippe Agostini provocaron que la discusión sobre su trabajo tendiera a centrarse casi exclusivamente en el rigor técnico y no en el contenido dramático, o en la relación entre ambos elementos. Juan Carlos González explicó que, por mucho tiempo, los críticos lo desdeñaron y solo fueron capaces de ver la «brillante superficie de su cine»,[2] al que catalogaron como un puñado de «artificios vacíos», encasillando al director como un estilista superfluo.

No obstante, teóricos como Richard Brody se oponen ahora a esa interpretación. Para el crítico estadounidense, el error es confundir la devoción al estilo con falta de sustancia,[3] porque Ophüls, en realidad, está observando las profundidades que sugieren las superficies.

Todas las pretensiones y manierismos de sus personajes son máscaras para esconder la tragedia interior que experimentan, casi siempre ocasionada por el resultado fatal de romances en un principio idealizados. Cuando explora estas ideas, la técnica del autor no es gratuita; su cámara siempre tiene una intención dramática. Tag Gallagher, por ejemplo, afirmó que los planos secuencia sirven para enfatizar deseos, emociones y ansiedades.[4]

En Lola Montes (Lola Montès, 1955), su última película, Ophüls llevó su perfección formal al extremo. Los juegos de luces, la yuxtaposición de símbolos visuales y las magníficas transiciones del montaje embellecen la historia a tal punto que resultaría lógico concluir que se trata de una idealización de la Europa del siglo XIX. Sin embargo, la película le insiste reiteradamente al espectador que aquello que se muestra son historias; nada más que pedazos de una ficción. Ophüls no añoraba del pasado, sino que —como dice Brody—señalaba los vicios del ayer y evitaba caer en la nostalgia.

Tal como sucede en el circo que expone a Lola, en el burdel de El placer (Le plaisir, 1952) o en las calles vienesas de Carta de una desconocida, lo banal y lo trascendental convergen y se vuelven interdependientes; ambos son igualmente fundamentales en su corpus cinematográfico. Así lo delinea González: «Toda su obra es estilo, es precisión técnica llevada al extremo y puesta al servicio del único tema que pareció interesarle: las dolorosas y contradictorias tribulaciones del corazón enamorado».[5]

El placer (Le plaisir, Max Ophüls, 1952)
Lola Montes (Lola Montès, Max Ophüls, 1955)

Amores trágicos, amores corrompidos


El final de Carta de una desconocida es aún más poderoso si se comprende su resonancia con los filmes posteriores de Max Ophüls. No se trata solamente de una recurrencia de temas, sino que hay una conexión más profunda; sus últimas películas son una sola tragedia en conjunto.

Se puede demostrar esto haciendo un recorrido en reversa desde Lola Montes. En esta obra, como en todas las demás, vemos a una mujer que ha sufrido por amor, pero que, a diferencia de las otras protagonistas, está resignada y ha aceptado su destino. El circo la exhibe como «la mujer más escandalosa», un raro y exótico espécimen, y se les pide a los miembros de la audiencia que pregunten lo que quieran sin ningún pudor. A Lola no parece humillarle esta circunstancia, más bien la acepta y participa del acto. Lola Montes es una película audaz estética y temáticamente, cuya cualidad esencial, según el crítico Diego Galán, es su anacronismo.[6]

En esta historia, el amor no es más que un placer transitorio, que no por ello deja de ser hermoso. Lola debe rendir cuentas por disfrutar de ese placer, por amar libre y pasionalmente. Pero ella se apropia de haberse convertido en objeto de la mirada, en una mujer-fiera condenada a estar en una jaula. No hay humillación alguna para ella; rompió tabúes, amó y disfrutó, y ahora debe ser juzgada. Ese es el precio de ser libre o, por lo menos, de haber querido serlo.

El gran contraste de Lola Montes con las demás obras del realizador es cómo su personaje central se deshace de cualquier pretensión y acepta todo por lo que es. Para la protagonista del filme anterior, Madame de… (1953), la imagen está por encima de todo, incluso de la pasión. El amor siempre se desgasta y por eso «la única victoria es la huida», dice uno de los personajes citando a Napoleón.

La película comienza con Louise vendiendo los pendientes que le regaló su esposo, con quien ni siquiera duerme en la misma cama. Ambos saben que ya no hay deseo, pero deben pretender lo contrario para mantener una imagen social. Después de una serie de peripecias, las joyas vuelven a la protagonista como obsequio de un nuevo amante; ahora son un símbolo de un amor fresco y renovado. Pero, como en todos los romances de Ophüls, el argumento se resuelve con un destino fatal. Este se manifiesta de forma muy similar a Carta de una desconocida. Primero, una despedida en la estación; luego, un duelo que representa las consecuencias del romance.

González apunta que esta etapa del cineasta, la de su regreso a Francia, se caracteriza por el balance perfecto entre lo clásico y lo barroco.[7] Esto es evidente en Madame de…, pero todavía más en El placer, donde tres relatos de Guy de Maupassant se conectan mediante la narración de un álter ego del escritor, un guía entre lo sagrado y lo profano. Lo primero que dice el Maupassant del filme antes de iniciar con sus relatos es que «no quisiera escandalizar». Aquí Ophüls juega con el pudor una vez más.

Madame de… (Max Ophüls, 1953)
El placer (Le plaisir, Max Ophüls, 1952)

En las dos historias iniciales, el placer es sinónimo de llenar un vacío emocional. La primera trata de un anciano que se viste de joven y va a fiestas nocturnas. Lo hace impulsado por «la pena de lo que fue»; es decir, por el deseo de revivir el placer de la juventud. La segunda historia muestra a un grupo de hombres solitarios que buscan un escape en el placer momentáneo que ofrece el burdel del pueblo. Cuando las prostitutas se van a un bautizo, a ellos no les queda otra opción que sentarse juntos a compartir su miseria.

El tercer relato es el más oscuro, porque es el que expone a qué lleva esa búsqueda de placer. Dos jóvenes confunden el placer con el amor, lo cual les provoca heridas emocionales y la aproximación a la muerte. Para Ophüls, el amor se diferencia del placer porque necesita una concordancia de almas. ¿Existe algo así?

La última parada de este recorrido es La ronda (La ronde, 1950). Al igual que El placer, se trata de una antología, esta vez basada en una obra de Arthur Schnitzler. También hay un guía que entrelaza las historias: un álter ego del mismo director. El narrador es la encarnación del deseo, un ser que conoce los más profundos anhelos de hombres y mujeres. Este personaje rompe la cuarta pared; habla directo a la cámara, camina por los escenarios e interactúa con la orquesta que interpreta la música del filme. La ronda es sobre el arte de dirigir en sí mismo, el cual Ophüls nos revela, a través de su álter ego, como un acto de absoluto placer.

Este filme destaca por su tono cómico y por ser más modesto estilísticamente, pero la idea central es la misma: el placer lleva a la decepción. Los romances son cortos y los hombres desaparecen luego de obtener lo que quieren para buscar una nueva aventura. Así, la ronda de la pasión sigue y sigue dando vueltas, como explica jocosamente el guía. Por más decepciones amorosas que se vivan, siempre estará la posibilidad de un nuevo romance. Por eso la ronda nunca se detiene.

Revelaciones tardías: la tragedia compartida


¿Cómo es posible navegar por el universo de Ophüls y concluir que es frívolo? Hablamos de un cine lleno de matices, de miradas inocentes y corazones rotos, de mentiras y sabotajes, de placer y soledad. Todo esto es proyectado con la mayor elocuencia creativa en Carta de una desconocida.

Dentro de su hipnótica narración hay pocas certezas. Ni siquiera sabemos si lo que describe Lisa en su carta es verdadero, pero sabemos que sus sentimientos lo son. No obstante, para Stefan, ella solo fue una mujer más, otra montaña que escalar. Pero hay algo de inocente en él también. Ambos estaban lidiando con algo más allá de su entendimiento, dice Lisa en su carta, como si su destino fatal se encontrara predeterminado por una fuerza superior. Pero esta no solo trasciende el entendimiento de los personajes, sino del director y del espectador.

González es tal vez quien más se aproxima a ese concepto, describiéndolo como «la permanencia de los sentimientos, enfrentada a la transitoriedad de existir».[8] Gallagher apunta que, durante la mayor parte del metraje, Stefan se muestra siempre cubierto de sombras, mientras que Lisa está siempre iluminada.[9] Esto cambia en la última escena, cuando Stefan ve la imagen borrosa de Lisa antes de dirigirse a su muerte. Aquí, el pianista está cubierto de luz porque finalmente es consciente de lo que hizo. Por eso no escapa del duelo, sino que decide enfrentar las consecuencias de sus actos por primera vez en su vida.

La ronda (La ronde, Max Ophüls, 1950)

Para Max Ophüls, el amor es un seductor engaño que inevitablemente lleva al desencanto o incluso a la muerte, ya sea literal o simbólica. Esa es la eterna historia que nos repite una y otra vez. Por eso en la escena del intento de suicido en El placer, la cámara toma una perspectiva en primera persona; se está reafirmando que en esa posición han estado o estarán eventualmente todas las personas a causa del desamor.

Al igual que sus personajes, Ophüls no puede evitar caer en ese hechizo y subirse una vez más a la hermosa ronda sin fin, aun sabiendo cuál será su destino. Esa es la tragedia sobre la condición humana que subyace en su obra.


NOTAS Y REFERENCIAS:

[1] Nick Wrigley, «Stanley Kubrick, cinephile» en Sight & Sound, 2013. {Revisado en línea por última vez el 2 de julio de 2021}. (T. de A.).

[2] Juan Carlos González A., «Max Ophüls: Vivir por amor al arte… de amar» en Revista Universidad de Antioquia #270, Medellín, 2002, pp. 129-134.

[3] Richard Brody, «Movie of the Week: ‘Letter from an Unknown Woman‘» en The New Yorker, 2015. {Revisado en línea por última vez el 27 de junio de 2021}.

[4] Tag Gallagher, «Max Ophuls: A New Art – But Who Notices?» en Senses of Cinema, 2002. {Revisado en línea por última vez el 27 de junio de 2021}.

[5] Juan Carlos González A., op. cit.

[6] Diego Galán, «‘Lola Montes’, un bello espectáculo» en El País, 1984. {Revisado en línea por última vez el 27 de junio de 2021}.

[7] Juan Carlos González A., op. cit.

[8] Ídem.

[9] Tag Gallagher, op. cit.