El autor como autoridad que se derrumba por lo político

El cine de Pedro Costa


Por Nicolás Pérez Macuada

El autor como autoridad que se derrumba por lo político

El cine de Pedro Costa


Por Nicolás Pérez Macuada

 

TAMAÑO DE LETRA:

Casi como antítesis de la prometeica figura del artista wagneriano, la del autor de un arte como estandarte iluminista que arrastre los parámetros de lo objetivo, la del genio poseído en las luces de la plutocracia histórica, se sitúa derrumbada en la antítesis de la historia oficial del Portugal posrevolución una amalgama entre el cine y su margen, que ahora colocada en la centralidad, insolenta.

El transitar de los cuerpos presentados en Juventude em marcha (2006), cierra cierta dialéctica generada en el territorio de Fontainhas a partir del intento de una política de recrear la otredad que Pedro Costa había esbozado y materializado anteriormente en Ossos (1997) y más íntimamente en No quarto da Vanda (2000). En Juventude em marcha no se disloca la dinámica de filmar los espacios invisibilizados que tengan que ser intervenidos en el Portugal moderno como reconoce Costa aconteció durante Ossos donde se imponía «un aparato enorme a un barrio ya explotado por todo el mundo que no tenía necesidad de ser explotado por el cine»,[1] al contrario, prima cierta política de la renuncia a «componer decorados para explicar historias y a explotar la miseria como un objeto de ficción»,[2] pujando por la particularidad del sitio y sus sitiados, en el intento de «inmiscuirse relacional y afectivamente en ese medio, en adaptarse a los ritmos del barrio y de la gente»,[3] pujando sobre todo por una política del arte que afirme «una capacidad de compartir o una capacidad compartible»,[4] de esta.

Las luminosidades y sombras en el campo de cada encuadre intenta de igual forma atingir una diferencia entre el territorio de la naturaleza muerta de lo que queda del barrio de Fontainhas y el espejismo de una modernidad blanqueada y esperpenta que se cuela tras un Ventura que grita en la homogeneidad de edificios en busca de Vanda, en donde el habitar de las sombras, de lo oscuro, como añade Comolli «sigue estando en el campo, en el mundo antiguo, en vías de desaparición; la luz está en el mundo nuevo, donde aún flota la sombra, en medio de una claridad visible e invivible».[5] Allí, Ventura, un cuerpo negro, tendenciosamente fantasmal, zombiesco, desclasado y cargado de reminiscencias neocoloniales, reitera un transitar sobre espacios distópicos habitados por esas personalidades afectivas que trazan su andar, reitera junto a Lento, la oralidad de una carta que se imposibilita escribir mediante «un arte del compartir, un arte que no se separa de la vida, de la experiencia de los desplazados, de sus medios de llenar la ausencia y acercarse al ser querido».[6] Ventura reitera y transita, transita y reitera, tal flâneur periférico que situado en la marginalidad del margen, termina por circular «siempre de un hijo a otro, de un espacio a otro para, en definitiva, no salir nunca de un único cuarto —el del final— que lo encierra entre muertos, no-vivos y aparecidos».[7] La inmovilidad de Vanda en el cuarto blanco de Vanda y la movilidad de Ventura entre lo que queda del barrio y dentro de él, son contraposiciones de cierta esencia del arribo que cada uno de sus momentos biográficos vive. Mientras que la droga se coloca medianamente ausente en la puesta-en-vida de Vanda más que en la televisión, en una Vanda ya madre y a las vez hija de Ventura, este último habita entre la búsqueda de la imposibilidad del núcleo familiar que carga el ánima de los espacios de Fontainhas que Ventura repite por un recuerdo constante y doloroso, en la expectativa de poder ofrendar cien mil cigarros, una docena de vestidos modernos y el deseo que beber una botella de vino evoque a su figura, a un cuerpo compañera, esposa, madre, que solo en la reiteración poética, habita. Aquellas cargas internas y externas se pueden percibir realizadas y medio que invadidas mutuamente. Comolli coloca sobre la oscuridad:

La esencial oscuridad de lo no-visible ya no está únicamente fuera de campo. Desbordan los límites del plano. Alcanza el propio campo de visión, lo penetra, lo invade, instalando en definitiva la sombra del fuera de campo en la zona iluminada del campo de visión.[8]

Lo mortuorio, en donde Rancière vislumbra a La Tour, casi se encuentra ausente en los nuevos espacios de reubicación o edificios que Ventura solo desborda con tenebrismo al dormirse en el suelo. Estos cuerpos que transitan entre la luminosidad áspera y lo touresco son presentados en su mayoría o medianamente sin cercenarlos, sin detalles ópticos más que su puesta-en-vida misma. Añade en esto Comolli:

Casi todos los planos de la película están encuadrados en contrapicado, dejando un gran margen en la zona superior del plano. (…) Estamos lejos, más aun aquí que en No quarto de Vanda, de esos planos que cortan o mutilan (…) El uso constante de enfoques cercanos abre el campo y hace que los cuerpos floten en un plano excesivamente amplio para ellos.[9]

Ventura se disloca de su territorialidad hacia un espacio que él construyó, que como Rancière coloca «la política del episodio consistiría en recordarnos que los goces del arte no son para los proletarios, ni los museos para los obreros que los han construido».[10] Ventura se adentra en lo que O’Doherty denomina «cubo blanco», lugar donde subyacen ciertas leyes, «el mundo exterior no debe penetrar en ella y por eso mismo las ventanas suelen estar cegadas. Las paredes están pintadas de blanco. La luz viene del techo (…) Así, como se solía decir, el arte puede «vivir su propia vida», refiriéndose a la ideología de los espacios expositivos, llámese museo, galería o sus variantes. Rancière profundiza la perspectiva política sobre los espacios, añadiendo:

El efecto del museo, del libro o del teatro reside en las divisiones de espacio y tiempo, y en los modos de presentación sensibles que ellos instituyen, antes que en el contenido de tal o cual. Pero ese efecto no define ni una estrategia política del arte como tal ni una contribución calculable del arte a la acción política.[12]

Ventura es parte de esas corporalidades que se enmarcan en el margen, corporalidades racializadas y desclasadas. Ventura es «la figura que supera la del trabajador despojado del fruto de su trabajo»,[13] aquel cuerpo clandestino, como comenta Costa, también fue artífice de la construcción total del barrio Fontainhas:

Cada pared que ves en la película, se construyó por las noches, los fines de semana, clandestinamente, con albañiles como Ventura, que durante el día trabajaban en otra parte y por la noche o los domingos se construían su pequeña casa. Esas casas formaban parte de su cuerpo; les han amputado una parte.[14]

En Ossos aparece la constante en Tina de adormecerse en gas. Aquella constante que se marca como reiterativa evidencia un hábito, el hábito de la presencia de la droga artesanal/casera pero que en los filmes de Costa «no aparecen ni el poder económico que explota y relega ni el poder administrativo y policial que reprime o desplaza a las poblaciones. Y por la boca de sus personajes no se expresa ninguna formulación política de la situación».[15] Esa constante de Tina coloca a lo menos la alteridad de cierta estructura de poder que sitúa casi como una constante histórica a ciertos cuerpos en ciertos territorios:

El campo es el lugar de la muerte y del exterminio, pero sobre todo el lugar de quienes se llegan a preguntar si esto es un hombre, es decir, los campos configuran aquella sustancia bio-política aislable en el continuum biológico. Más allá, solo restan las cámaras de gas.[16]

De manera anacrónica, los cuerpos de Ossos, No quarto da Vanda y Juventude em marcha, medio que transitan en un campo-margen-territorio de los residuos del capitalismo avanzado, que emplazan, aún con aquella «ficcionalidad» que enmarca a Ossos, a Tina hacia un auto-exterminio, al hábito de su propia cámara de gas a la que la estructura invisible le sujeta. Costa añade sobre la presencia del gas:

En Ossos, sentimos que pasaba algo con el aire, el gas que circulaba por todas partes, una pequeña metáfora de la droga. Fue el primer grado de mi conocimiento del barrio. La droga para mí eran los olores, un poco a muerte, había que mostrar eso en la película: el gas, el bebé, encontrar los rostros del barrio.[17]

Las formas en las relaciones de producción se tienden a transparentar, se desatan, se visualizan dualmente y se murmulla un cierto tipo de herencia abordada en los comienzos del documental con Flaherty, que en palabras de Rouch «filmar la vida de los esquimales de Canadá significó filmar un esquimal en particular, no un objeto, sino una persona. Su honestidad básica requería mostrarle al sujeto lo que estaba haciendo»,[18] cuestión que en el hibridismo de la trilogía de Fontainhas se desplaza y serpentea entre siempre lo íntimo y territorial, comienza, como coloca Rancière, «cuando seres destinados a habitar en el espacio invisible del trabajo, que no deja tiempo de hacer otra cosa, se toman el tiempo que no tienen para declararse copartícipes de un mundo común»[19] ejerciendo una política del arte sobre la posibilidad, «la posibilidad de decir y de pensar su propia historia, de poner sus vidas bajo examen y de recuperar así, por poco que sea, la posesión de ellas».[20] Aquella visibilización de los cuerpos silenciados, de los cuerpo-ruido, del cuerpo exento de lo público y de la centralidad de la palabra y del afecto; aquellos cuerpos materiales pero invisibles, pilares pero a la vez ruinas de la estructura que los sujeta, son de alguna forma participes, coparticipes, co-habitantes de la imagen-afección de unos cuerpos que cargan voz y rostro, que componen la obra de arte, que en palabras de Deleuze «es lo que resiste y es ser no la única cosa que resiste, pero que resiste. De ahí esa relación tan estrecha entre el acto de resistencia y el arte, la obra de arte»,[21] de lo que resiste y que en la trilogía de ruinas en Fontainhas re-existe. Añade Deleuze: «el acto de resistencia tiene dos caras: es humano y es también el acto del arte. Solo el acto de resistencia resiste a la muerte, sea bajo la forma de obra de arte, sea bajo la forma de una lucha de los hombres».[22]

El Autor como autoridad que se derrumba por lo político puede pensarse sobre la cuestión política, que «es antes que nada la de la capacidad de unos cuerpos cualesquiera de apoderarse de su destino»,[23] ergo, la dualidad que envuelve al aparataje cinematográfico y de lo que se representa, o más, de lo que es presentado, es decir, la forma de relacionarse en un cine de sujetos-a-sujetos, soslayando al sujeto-objeto. Costa allí construye precisamente «un dispositivo de visibilidad que, a partir de la configuración compleja de tiempo y espacio, ubica al cuerpo y la emoción en el terreno de la política».[24] La moral de derrumbar lo hierático de lo autoral resiste no solo en el fetiche del formalismo estético y estilístico que atañe al cine; tras la óptica de la cámara, las formas en las relaciones de producción debiesen permearse por lo que trasciende a los cuerpos que se colocan frente a esta. Sobre este punto Racière indica:

(…) de la paciencia de la cámara que acude todos los días a filmar mecánicamente las palabras, los gestos y los pasos, ya no para «hacer películas» sino como un ejercicio de acercamiento al secreto del otro, debe nacer en la pantalla una tercera figura, una figura que ya no es ni el autor, ni Vanda, ni Ventura, un personaje que es y no es ajeno a nuestras vidas.[25]

Ventura, que en Juventude em marcha termina por desplomarse en el vegetativo cuarto blanco de Vanda, se desplazará por territorios más internos, situados entre su praxis biográfica y el diálogo con el presente portugués en Cavalo Dinheiro (2014). Tales espacios de estos cuerpos situados en Fontainhas desde lo visible, problematiza la brecha que la cierta norma del dispositivo cinematográfico se encamina a reproducir, pero que a la vez se disloca al integrar dentro del corpus del cine, el margen mismo de este. «(El cine) debe aceptar no ser más que la superficie donde procura cifrarse en nuevas figuras la experiencia de quienes han sido relegados al margen», [26] pues como reflexiona Deleuze, «No hay obra de arte que no haga un llamado a un pueblo que no existe todavía».[27] 


NOTAS:
[1] Cyril Neyrat, Un mirlo dorado, un ramo de flores y una cuchara de plata, Barcelona, Intermedio, 2011, p. 38.
[2] Jacques Rancière, Las distancias del cine, Buenos Aires, Manantial, 2012, p. 130.
[3] Horacio Muñoz, «Pedro Costa: habitar el espacio, una cuestión de política», en Revista El genio maligno, nº 13, 2013, p. 180.
[4] Jacques Rancière, op. cit., p. 136.
[5] Jean-Louis Comolli, «Planos y cuerpos. Notas sobre tres películas de Pedro Costa: Ossos, No quarto da vanda, Juventude em marcha», en Afterall, nº 24, 2010.
[6] Jacques Rancière, op. cit., p. 134.
[7] María Pagotto y Natalia Taccetta, «Escenas de disenso en el cine de Pedro Costa», en Paralaje, nº 8, 2012, p. 69.
[8] Jean-Louis Comolli, op. cit.
[9] Ídem.
[10] Jacques Rancière, op. cit., p. 131.
[11] Brian O’Doherty, Dentro del cubo blanco. La ideología del espacio expositivo, Murcia, CENDEAC, 2011, p. 13.
[12] Jacques Rancière, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2010, p. 66.
[13] Jacques Rancière, Las distancias del cine, op. cit., p. 132.
[14] Cyril Neyrat, op. cit., p. 164.
[15] Jacques Rancière, Las distancias del cine, op. cit., p. 128.
[16] Constanza Serratore, Nosotros no somos los últimos, Red de investigadores de Biopolítica, 2010, p. 4.
[17] Cyril Neyrat, op. cit., p. 41.
[18] Jean Rouch, «El hombre y la cámara», en Imágen y Cultura. Perspectivas del cine etnográfico, Granada, Ed.Diputación de Granada, 1995, p. 99.
[19] Jacques Rancière, El espectador emancipado, op. cit., p. 62.
[20] Ibíd, pp. 80-81.
[21] Gilles Deleuze, ¿Qué es el acto de creación?, Conferencia dada por Gilles Deleuze en la fundación FEMIS, Paris, 1987.
[22] Ídem.
[23] Jacques Rancière, El espectador emancipado, op. cit., p. 81.
[24] María Pagotto y Natalia Taccetta, op.cit., p. 70.
[25] Jacques Rancière, Las distancias del cine, op. cit., p. 140.
[26] Ibíd, p. 141.
[27] Gilles Deleuze, op. cit.