El niño, el recuerdo de la infancia y su efecto en el cine de Naomi Kawase
El niño, el recuerdo de la infancia y su efecto en el cine de Naomi Kawase
Los recuerdos construyen las percepciones y puntos de vista sobre el mundo. La infancia es el primer eslabón en el que surgen muchos de ellos, algunos perdiéndose por la inevitabilidad del olvido y por el paso de las edades. No obstante, otros tantos prevalecen como vestigios físicos que, en ocasiones, ayudan a reconstruir importantes sucesos del pasado.
Un niño no define únicamente los valores que guiarán a la transición del adulto que lo aguarda, sino también sus comportamientos y reacciones gracias al primer desenvolvimiento social con los integrantes de la familia a la que pertenece y los patrones de conducta que aprende de ellos. Así, las situaciones lo habilitan a «repetir su pauta o modelo, no simplemente a manera de calca sino encubriéndola y revistiéndola en una forma por lo demás particular».[1]
Las apreciaciones infantiles y sus aristas emocionales han interesado a la realizadora Naomi Kawase (Nara, 1969). Rodeada por tradiciones milenarias japonesas desde que era niña, Kawase afianzó su percepción artística cinematográfica a raíz de la prematura separación de sus padres y el abandono del progenitor. Embracing (Ni tsutsumarete, 1992) la llevó a indagar su propio origen cuando la realizadora contaba con veintitrés años. Además de confirmar un estilo característico que detalla la presencia de gente de tercera edad, las raíces culturales en la ancestral Nara, la comunión de luz y los elementos naturales como el viento que sacude árboles y el agua que recorre sus cauces, todas ellas como móviles de reacciones emocionales, la impulsó a enfatizar en una intimidad que reflexiona el despliegue de recuerdos en los que el padre está ausente y el cual desea conocer.
Dentro de una concepción filosófica en cuanto al infante se refiere, se afirma que «es una etapa de la vida, la primera, el comienzo, que adquiere sentido en función de su proyección en el tiempo: el ser humano está pensado como un ser en desarrollo, en una relación de continuidad entre el pasado, el presente y el futuro».[2] Con la primordial interacción con su tía abuela (encargada de criarla), quien también insistió en no buscar al padre por la falta de reciprocidad, se enfatiza la conexión temporal y la acción que marcará a la realizadora en su búsqueda. Con el cúmulo de fotografías, el interés natural por conocer el origen familiar refleja la intimidad de una infancia tranquila, con ejemplos puros representados por su interacción con el renacuajo de un charco de agua o el juego en su primer hogar, resaltando la añoranza de la adulta que busca cerrar el ciclo de su pasado.
En la vertiente que enfatiza la fuerza de los intervalos del tiempo, Moe no Suzaku (1997) utiliza la zona rural japonesa y, en ocasiones, la intimidad del documental para esbozar la resonancia de los lazos familiares desarrollados durante la niñez, en este caso, las de Eisuke y Michiru con Kozo, tío y padre respectivo de los jóvenes. La ópera prima de Naomi Kawase enfatiza en las emociones por medio de la memoria. Con la grabación casera en video de los niños conviviendo con Kozu, los jóvenes atesoran la convivencia compartida en vida con el hombre, acompañados por la luminosidad del sol que representa la felicidad vivida en dicha etapa, despertando en ellos los matices que conllevan la madurez. La dulzura de los recuerdos, como el sonido de los grillos que recolectaba Michiru de pequeña y el recorrido de Eisuke a través de un inconcluso túnel de tren, los auxilia en aceptar la repentina pérdida de Kozo, llevándolos a tomar decisiones cruciales para sobrellevar el duelo.
En la mencionada continuidad puede aplicarse también el caso opuesto a la existencia: el deceso. Por medio de una amalgama de sutilidades, el trabajo de Naomi Kawase resalta también un efecto silencioso y poderoso de la muerte en los integrantes de una familia, en particular la de un infante, repercutiendo en sus existencias de manera inadvertida. Shara (Sharasojyu, 2003), con el sonido del gong, hila el principio y el fin del relato a partir de la misteriosa desaparición de Kei, uno de los pequeños gemelos de la familia Aso, no sin antes retratar, con la evocación del documental característico de Kawase, su existencia antes del trágico suceso. El plano secuencia capta los pasillos del interior de la casa, la interacción animosa de Kei y su hermano Shun jugando y corriendo por las calles de la antigua provincia de Nara, inadvertidos de su inminente separación que provocará en este último una perturbación emocional a causa de un duelo tardío.
Los Aso guardan el duelo para sí mismos, sin manifestarlo, intentando no mencionar al desaparecido Kei: con el padre consagrado a la organización de un festival local, la madre embarazada dedicada al hogar (la propia Kawase ejerciendo como vínculo directo con su propia obra) y Shun como estudiante de arte, pintando el retrato de su hermano gemelo como desahogo emocional que representa la aceptación del pasado y sus circunstancias. Al presentarse el citado «Shara» cultural que guarda una connotación espiritual con el baile bajo la intempestiva lluvia, funge como el inicio de la sanación de las heridas por la pérdida del pequeño Kei, enfatizado también por el nacimiento de un bebé (el nuevo integrante de la familia), convirtiéndose también en el suceso necesario para abrir un nuevo ciclo en sus vidas.
La existencia de un hijo marca a sus padres. Abrazar al proceso de duelo hace eco también en El bosque del luto (Mogari no Mori, 2007). En el relato, Naomi Kawase entreteje una complicidad entre Machiko, trabajadora social que funge como cuidadora en una residencia de ancianos, y Shigeki, uno de los habitantes del lugar que, en apariencia, vive satisfecho. Ella suprime la conmoción provocada por la muerte de su pequeño hijo y él asimila el aniversario treinta y tres del deceso de su esposa Mako. La salida de un día de campo los lleva a un bosque, donde aligeran el peso de sus respectivas pérdidas. En medio del aislamiento y la naturaleza (a través de la tempestad de la lluvia y la agitación del viento), la melodía de la cajita musical representa no únicamente femineidad, sino también una inocencia perdida que acompasa la despedida definitiva de Shigeki a su ser amado y la expiación de Machiko por el descuido que propició el fallecimiento del menor.
Kawase también da un espacio al replanteamiento de la fuerza del lazo del niño con una madre, una experiencia adquirida tras el nacimiento de su hijo Mitsuki en 2006. En Nanayo (2008), la joven Saiko abandona Japón para encontrar paz en medio de la selva de Tailandia, feliz por encontrar interés en el masaje tailandés y por la amabilidad en los residentes de la casa, todos de diferentes nacionalidades, reforzando la creencia de la unidad de la comunicación sin importar el idioma. Toi, hijo de Amari, propietaria del hogar, se convierte en un catalizador crucial en el desenvolvimiento de las personalidades de los habitantes, en particular, de Saiko.
El impacto de la figura del niño en sus vidas ocurre a través de la religión. Creyente del budismo, Amari pretende llevar a Toi a una iniciación sin el consentimiento absoluto de este, intentando afianzar la importancia del alimento del espíritu en pos de la riqueza material de la que ellos mismos carecen, atribuidos a la ausencia del padre radicado en Japón. Kawase vaticina lo que ocurrirá con el pequeño a través del flash forward que abre el relato y con el close up que enfatiza en el rape del cabello del niño, representando el abandono del hogar por una convicción implantada, no sin antes afianzar una repercusión emocional en quienes le rodean, desde el taxista que se dispone a acompañarlo en la práctica budista por la distancia con su propia hija hasta la tranquilidad existencial que encuentra Saiko por el ritual, por la apertura espiritual del niño y su acción desinteresada.
La infancia ha sido objeto de interés en diferentes ramas, buscando explicar su papel fundamental en el desarrollo de un ser humano. Sea desde el punto de vista psicológico de Freud o Jung, el pedagógico de Jean Piaget, de la reflexión filosófica de Platón, Heráclito o Sócrates; del arte de Pierre- Auguste Renoir o Donald Zolan, y del cinematográfico, acompañada por Hirokazu Koreeda, Naomi Kawase lo expresa como la moldeadora de existencias.