Pixar o la paternidad de la industria


Por Samuel Lagunas

Pixar o la paternidad de la industria


Por Samuel Lagunas

 

TAMAÑO DE LETRA:

Mucho se habla de cine animado —¡y mucho se ve!—, pero muy poco se reflexiona sobre la naturaleza específica de sus imágenes y sus modos de representación. La disciplina que más ha mostrado interés en él ha sido el psicoanálisis debido, sobre todo, a la inmediata asociación que establece entre las caricaturas y la infancia. Pérez Cornejo explicita las razones de esta conexión cuando caracteriza al cine de animación «por su trama simple» y por su «compulsión de repetición» que reverbera en la audiencia infantil gracias a que en la niñez existe un «deseo tácito de la muerte del padre».[1] Sin abundar por ahora en esta afirmación, es posible ya deducir hacia dónde se encaminan las conclusiones de este enfoque. El filósofo Slavoj Žižek actualiza y potencia esta perspectiva al sostener que los dibujos animados son «el grado cero» de la ideología. Ambas declaraciones, para nada desatinadas, apuntan hacia un mismo lado, pero la vaguedad y unilateralidad de sus argumentaciones dificultan su aplicación como herramienta para el análisis y la crítica cinematográfica.

En años recientes ha sido también la sociología la que ha desmenuzado esta relación animación-infancia para dar cuenta de cómo el cine animado contribuye en los procesos de socialización y sociabilidad de las y los niños. Los resultados de estas investigaciones, más que contradecir las tesis psicoanalíticas, han servido como su complemento: en el siglo XXI, los dibujos animados se han posicionado como uno de los principales agentes de crianza y como uno de los más importantes dispositivos ideológicos. Hay que aclarar que cuando hablo aquí de cine animado me refiero a la industria, en específico, norteamericana y a la empresa que la corona: Pixar. A través, ya no de «tramas simples» ni de una «compulsión de repetición», sino de una relaboración tanto de la estructura básica como de la estructura profunda del cuento de hadas, Pixar ha devenido en la «chimenea» que reúne a la familia, tomando prestada la expresión que utiliza McLuhan para definir la función de la televisión, y en el aula móvil que la educa. Cómo es que se resignifica el cuento de hadas en las tramas de Pixar y qué posición se adjudica la corporación misma en el entramado de los pactos que se asumen durante el visionado de sus películas, son las preguntas que ahora interesa responder.

1) «¿Y si me olvido de ustedes, ustedes me olvidarán?»


En un texto de 2010, Jerónimo Rivera comenzaba su análisis de El rey león (Rob Minkoff y Roger Allers, 1994) con un comentario que hoy pudiera parecernos obvio: «pese a su muerte [de Walt Disney] ya lejana, su firma empresarial se convierte en una especie de autoría corporativa que define fórmulas reconocibles en la mayoría de sus producciones».[2] En esa misma línea, Fernanda Solórzano comienza su videocrítica sobre Buscando a Dory (Andrew Stanton y Angus MacLane, 2016) insertando a Pixar en una tradición que Disney adopta de los hermanos Grimm y que después Pixar recuperará de Disney: el cuento de hadas.[3] Tratar a Disney o a Pixar como un autor no es equivocado, ya no solo por la coherencia estética y temática de sus respectivas cintas, sino incluso por sus modos de producción donde se privilegia el trabajo colaborativo tanto en las áreas técnicas como en las áreas de guion y dirección. Esa fusión de ideas, llevada a la pantalla a través de procesos típicamente industriales (en oposición al carácter artesanal de, por ejemplo, las cintas animadas de Jan Švankmajer, Michaël Dudok de Wit, Isao Takahata u otros «autores») redunda en la creación de una sola mente creativa perfectamente distinguible que conocemos como Pixar.

Dentro de estos rasgos que recorren la filmografía de Pixar, la orfandad de sus personajes es quizá el elemento que salta a la vista más pronto. En Buscando a Nemo (Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2003), su quinta producción, la orfandad es representada con mayor violencia al mostrar a la audiencia cómo una barracuda ataca a una familia de peces payaso acabando con la vida de la madre y de numerosos huevos, dejando con vida solo al padre, Marlin, y a una cría, Nemo. No obstante, esta pérdida originaria tiene sus antecedentes en el padre ausente de Andy en la saga de Toy story (John Lasseter, 1996) y en el abandono casi absoluto de Boo en esa fábula sobre el trabajo que fue Monsters Inc. (Pete Docter, Lee Unkrich y David Silverman, 2001) y se replicará en muchas de las películas siguientes. La agresividad de esa primera secuencia solo es comparable a los inolvidables y gloriosamente patéticos primeros minutos de Up: una aventura de altura (que mucho recuerdan, dada su capacidad de elipsis y su potencia dramática, a Padre e hija [2000] de Dudok de Wit) donde ya no es un pececito el que se queda solo, sino que el anciano Carl, casi al borde de su vida, es arrojado a la intemperie anímica tras la muerte de su esposa. A esta estela se añadirán en los años siguientes Arlo, protagonista de Un gran dinosaurio (Peter Sohn, 2015), y Dory, cuya orfandad alcanza un punto inusitado que sirve para iluminar y explicar retroactivamente a los demás personajes. La tragedia de Dory no es solo que haya perdido a sus padres, sino haberse quedado sin historia. Su amnesia aparece como el punto culmen del comentario social sobre la orfandad que encontramos en las cintas de Pixar. Lo terrible no es, entonces, que falten nuestros padres, sino que carezcamos de historias. Que lo segundo está relacionado con lo primero como causa y consecuencia queda claro en Buscando a Dory donde recordar la historia implica necesariamente (re)encontrar a los padres.

Paul Ricœur escribió constantemente sobre la importancia de las historias y su función en nuestra vida. Solo a través de las narraciones es posible, dice él: «señalar, articular y aclarar la experiencia temporal».[4] Toda narración, escribió antes Frank Kermode, intentará dotar de sentido a nuestras experiencias. Solo así se entiende la angustia de Benjamin cuando, mucho antes que Ricœur y Kermode, sintió que la Europa de posguerra estaba frente al fin del arte de narrar: «Es como si una facultad que nos parecía inalienable, la más segura entre las seguras, nos fuese arrebatada. Tal, la facultad de intercambiar experiencias».[5] Herederos de este pesimismo, tanto los textos de Ricœur y Kermode hablan de la narración no sin nostalgia y envueltos en esa tensión (pos)traumática de estar buscando algo que sabes que es imposible recuperar, conflicto que está enclavado en la médula del personaje de Dory. Perder nuestras historias es perder el sentido tanto individual como colectivo. Naief Yehya se expresa de modo muy parecido en su sinopsis de Up: la cinta «trata acerca de la redención en un tiempo en que la ausencia de guías paternos se traduce en caos».[6] Ese caos, en las películas de Pixar, solo es posible enfrentarlo y (re)significarlo a través de la aventura.

2) «¿Necesita que le brinde ayuda en algo, señor?»


Es tentador, pero me contendré, abundar en la biografía de Bruno Bettelheim, cuyo libro de 1976 Psicoanálisis de los cuentos de hadas se convirtió en el pilar para el acercamiento a todo libro y película infantil después de esa fecha. En su «Introducción» el tono de Bettelheim no es tan disímil al de Benjamin cuando admite que «como ya se sabe, mucha gente ha perdido el deseo de vivir y ha dejado de esforzarse, porque este sentido ha huido de ellos». Esta necesidad de sentido, presente tanto en adultos como en niños, es tratada directamente por los cuentos de hadas ya que, añade Bettelheim, «de ellos se puede aprender mucho sobre los problemas internos de los seres humanos y sobre las soluciones correctas a sus dificultades en cualquier sociedad». Detallando esta conclusión, el psicólogo judío escribe que «la forma y la estructura de los cuentos de hadas sugieren al niño imágenes que le servirán para estructurar sus propios ensueños y canalizar mejor su vida».[7] Esta estructura, analizada casi 50 años atrás con minuciosidad por Vladimir Propp gobierna la trama de casi todo cuento de hadas y, por extensión, de las películas de Pixar.

Propp encuentra precisamente en el alejamiento de uno de los personajes que rodean al héroe el primer rasgo del cuento de hadas. Ese alejamiento en el universo de Pixar se traduce, ya se ha explicado, como orfandad. Las siguientes acciones, que constituyen el llamado ciclo del héroe, corresponden a lo que llanamente podemos definir como aventura y encierran el desarrollo del conflicto y su resolución. En Buscando a Nemo, Nemo es capturado por un grupo de buzos y encerrado en una pecera donde conocerá a otros personajes y deberá hacer alianzas con ellos para volver al océano. El cumplimiento de esta misión que pondrá fin a la aventura también contribuirá a resolver eso que Bettelheim denomina el «problema existencial» del personaje pero que, para evitar el lenguaje paranoico de cierto psicoanálisis, conviene nombrar solo como el conflicto interior. Ese autoconocimiento únicamente se consigue a través de la aventura, como se corrobora en Up, donde Carl, una vez concluido su viaje por Cataratas del Paraíso, no solo resuelve su problema material (el desalojo) sino que consigue articular y aclarar su traumática historia personal. Junto con el niño Russell, huérfano también, Carl encuentra los hilos para vivir nuevas experiencias y así tejer —¡y contar!— una nueva historia; esta instaura un orden distinto, donde, si recuperamos las palabras de Naief, la supresión del caos conlleva necesariamente la instauración de una nueva figura paterna. Es el proceso de la aventura donde esa nueva autoridad se afirma y se legitima al mismo tiempo que el resto de los personajes identifica y asume su lugar en el mundo con relación a ese nuevo eje.

En la filmografía de Pixar la orfandad es superada gracias a la aventura y se transforma en la conformación de una nueva familia. Allí está no solo Carl y Russell, sino sobre todo, Dory, quien explícitamente renuncia a sus padres biológicos para conformar una nueva familia con Marlin y Nemo, fundada ya no sobre vínculos sanguíneos sino sobre vínculos afectivos y emocionales.

Junto a Dory, la anciana Coco de la película homónima (Lee Unkrich, 2017) es la otra gran amnésica del universo de Pixar, de ahí la emotiva insistencia (eco de aquella otra súplica legendaria de Mufasa a su hijo Simba en El rey León) de la canción central: «Recuérdame». La aventura de Miguel en el reino de los muertos implica, como en el caso de Dory, una misión de la memoria. Recordar es aprender a contar de nuevo nuestra historia, esa es la gran lección que aprende Miguel y que revive a su moribunda bisabuela Coco. Buscando a Dory, además, no niega en su argumento ese vínculo con aquel par de hermanos cuya máxima preocupación era poder recordar cómo regresar a casa y al regazo de su madre: Hansel y Gretel.

Para Pixar, recordar es en sí mismo una aventura. En eso coincide con Benjamin quien halló en la memoria la más «épica» de las facultades humanas. En Coco el mundo de los muertos no es otra cosa que el mundo de la memoria, contraparte casi de ese mundo interior de las emociones que encontramos en Intensa-mente (Pete Docter, 2015). Es inevitable no pensar en la frase de Cortázar que imprime un destino a los recuerdos: «la memoria sabe lo que debe guardar entero». Y solo cuando la memoria y las emociones logran ordenarse y articularse de nuevo, el sujeto es capaz de contar otra vez su historia y las historias de quienes nos rodean.

3) «Nos has salvado, estamos agradecidos»


En la saga de Toy story se reúnen los temas que más han preocupado a Pixar. La orfandad se muestra como dato casi anecdótico en Andy pero se convierte, tratada con humor e ironía, en la columna vertebral de otros personajes secundarios. En Toy story 2 (John Lasseter, Ash Brannon y Lee Unkrich, 1999) el segundo Buzz descubre, en su microaventura sobre el elevador y los canales de ventilación, que el Emperador Zurg, su mayor enemigo, es su padre. Esa escena que parodia la que quizá sea la anagnórisis más icónica de la industria cinematográfica me parece reveladora porque transparenta la forma en que Pixar propone resolver la condición de abandono de sus personajes y su conflicto interior: bajo la tutela de la industria.

Roman Gubern en El eros electrónico describe con un resabio de melancolía cómo las pantallas funcionan para nuestro ocio, nuestro trabajo y para la escolarización de los niños. Gubern invoca la imagen de la chimenea para ilustrar mejor este fenómeno. La chimenea durante cientos de siglos se convirtió en el lugar de reunión de la tribu y luego de la familia. A la luz y al calor del fuego es lógico que se contaran muchas historias y, con ellas, se forjara una tradición que se legaría a las generaciones venideras. Benjamin, en este sentido, asegura que «todo aquel que escucha una historia está en compañía del narrador». Para el autor de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, no obstante, los narradores se están acabando y narrar se convierte cada vez más en una empresa imposible. Otras voces toman esa tarea, aunque adecuándola a sus fines. Si los narradores eran las voces que dominaban las chimeneas, es ahora la voz de la industria la que domina esta otra «chimenea» que es la televisión. Disney, esa hermana mayor (incómoda y abusiva) de Pixar ha hecho evidente en las nuevas adaptaciones de cuentos de hadas ese cambio de narrador al incorporar una voz en off que es revelada hacia el final de sus cintas y cuya identidad resulta inesperada. Es el caso del panadero (James Corden) que aparece como el nuevo contador de historias en Into the Woods (Rob Marshal, 2014) y como el eje alrededor del cual se constituye la nueva familia. Ahora es el nuevo padre y la madre muerta le recuerda su tarea: ordenar sus experiencias, dar sentido a sus pérdidas, a las pérdidas de los demás y a su aventura: «Look, tell him the story of how it all happened / Be father and mother you’ll know what to do».

Disney también ha mostrado cómo los nuevos narradores están interesados en revertir los viejos cuentos y alumbrar a personajes que antes habían permanecido en la oscuridad. Ese es el nuevo legado. Pixar ha encontrado una forma mucho más sutil que la voz en off para posicionar y legitimar a este nuevo narrador. En el cortometraje Sanjay’s superteam (Sanjay Patel, 2015) la orfandad es simbólica y producto de los flujos migratorios en esta era global. La primera imagen del cortometraje establece el vínculo de la televisión con la chimenea al mostrarnos una televisión apagada y sola, dispuesta como en un altar, en el centro de la toma. A ella se acerca Sanjay quien la enciende y se recuesta en el suelo para escucharla y recibir su instrucción. Lo que ve es una caricatura de superhéroes, quienes, lo sabremos más adelante, se convertirán en los nuevos amigos de sus dioses familiares y juntos conformarán un nuevo equipo. En Sanjay’s superteam la aventura ocurre dentro de la pantalla y solo gracias a ella el vacío puede ser llenado. Ese vacío en el hombre, del que hablaba Agustín de Hipona, que tiene forma de Dios ahora tiene forma de pantalla.

La voz de la industria ha sido descrita ya por numerosos críticos y no ha cambiado demasiado. Para Pérez Cornejo ese deseo tácito de la muerte del padre no es otra cosa que el deseo de la transgresión de la ley. Pero las «tramas simples» y la «compulsión de repetición» que caracterizaba a universos animados como los de Looney Tunes y favorecía la tesis de Pérez Cornejo ya no se halla en Pixar, cuyas tramas están mucho más cerca, ya lo he dicho, del cuento de hadas que de la tradición del disparate. Por lo tanto, en las películas de Pixar no encontramos ya el derrumbe momentáneo «de la represión que gobierna la vida cotidiana del sujeto»,[8] como se refería Pérez Cornejo al contenido de los dibujos animados, pero sí estamos de frente a la ideología en su forma más pura: aunque parezca divertido y te mofes de ello, debes seguirlo creyendo. Esa es la cara perversa, según Žižek, de los dibujos animados. Podemos celebrar y corear el inofensivo «Nada haremos» de Dory pero en esa renuncia a la acción, está el empoderamiento de los otros actores, en este caso de la industria quien ha venido a llenar ese vacío de historias y narradores que tanto dolía a Benjamin.

Para Bettelheim «es importante, incluso más que en la época en que se inventaron los cuentos de hadas, proporcionar al niño actual imágenes de héroes que deben surgir al mundo real por sí mismos y que, aun ignorando originalmente las cosas fundamentales, encuentren en el mundo un lugar seguro, siguiendo su camino con una profunda confianza interior».[9] Pixar ha asumido esa honrosa tarea de salvarnos y exige de nosotros una actitud muy parecida a la veneración que los marcianos rinden a Cara de Papa, expresada en el coro unísono de agradecimiento y seguimiento: «Nos has salvado, estamos agradecidos».

¿Cómo nos salva Pixar? Socializándonos, es decir, ayudándonos a internalizar valores y normas que nos son necesarios para la interacción social. La crianza, que antes era un proceso que concernía al núcleo primordial humano, ahora corre a cargo también de las pantallas y sus contenidos masivos: especialmente, de los dibujos animados. Este hecho no es nuevo. Desde cortos como Pluto’s judgement day (David Hand, 1935) o Donald’s better self (Jack King, 1938) el dibujo animado se convierte en dispositivo de lo que Michel Foucault define como «sociedades disciplinarias» donde el castigo se asume como moralmente bueno y la disciplina como necesaria para los procesos de socialización y sociabilidad. No obstante, hoy los dispositivos ideológicos ya no están interesados en internalizar esa moral punitiva sino en reproducir el posmoderno «you must because you can» que describe Žižek. Animaciones como Pluto’s judgement day socializan negativamente bajo la consigna: «no puedes hacerlo porque no debes hacerlo». Esa es la lección que recibe Pluto después de su aventura onírica por los infiernos. En cambio, películas como Monsters Inc. revierten esta sentencia en: «debes trabajar porque puedes trabajar» y no solo eso, sino que «ya que puedes trabajar, debes disfrutar hacerlo». Lo mismo ocurre en Sanjay’s superteam y en el más reciente corto Bao (Domee Shi, 2018) donde se insta a que, ya que la multiculturalidad es posible, también debe ser deseable y debe disfrutarse. Los valores y antivalores que las películas de Pixar propagan: la libertad de elegir, la secularización, la tolerancia y el respeto de la diversidad, la prioridad de lo privado sobre lo público, o el individualismo familiocéntrico; solo son encomiables porque son acordes a la ideología que reproducen. Y su seguridad de que serán escuchados por los niños no deja de crecer, si hacemos caso a los altísimos números en ventas y al estribillo que cierra Into the Woods: «Careful the tale you tell / That is the spell / Children will listen».

La industria trata, película a película, de legitimarse como narradora a fin de reivindicar y reproducir un orden que no deja de ser paternal (y patriarcal) en tanto que es normalizador, liberal y hegemónico. No obstante, su rostro cada vez es más amable y, aparentemente más horizontal. Cuando no se presenta como «el amigo fiel», puede hacerlo como el emperador Zurg que lo único que desea es jugar a la pelota con su hijo. De aquí a la distopía animada que imaginó Ari Folman en El congreso (2013) donde los dibujos animados se han convertido en el nuevo opio del pueblo solo hay un paso.

Y lo estamos dando. 


NOTAS:
[1] Manuel Pérez Cornejo, Psicoanálisis y cine. De Freud a Žižek: teorías y modelos de interpretación, Madrid, Asociación española de psicoanálisis freudiano «Oskar Pfister», 2008, p. 179.
[2] Jerónimo León Rivera Betancur, «El ciclo sin fin: una mirada a El rey león desde la lectura de la imagen», en Razón y palabra (40), [consulta: 20-07-2018].
[3] Fernanda Solórzano, «Buscando a Dory» (videocrítica), en Cine aparte, [consulta: 21-07-2018].
[4] Paul Ricœur, «Narratividad, fenomenología y hermenéutica», en Anàlisi (25), 2000, p. 191.
[5] Walter Benjamin, «El narrador», [consulta: 21-07-2018].
[6] Naief Yehya, «Up y Gran Torino: expresiones de un tiempo de orfandad», en Letras libres, [consulta: 22-07-2018].
[7] Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Barcelona, Crítica, 1994, p. 12.
[8] Manuel Pérez Cornejo, op. cit, p. 180.
[9] Bruno Bettelheim, op. cit, p. 15.