Mente em Transe


Por Jesús Iglesias

Mente em Transe


Por Jesús Iglesias

 

TAMAÑO DE LETRA:

Voy en el auto. La mente: en auto. En la radio resuena una voz que salpica y se desparrama contra los cristales: «pienso en tu mirá»; la escucho e imagino dos ojos anónimos mientras me desparramo en el asiento tras el volante, frente a las luces que ciegan y maravillan de esta ciudad que a pesar de ser cadáver nunca deja de moverse.

Tan fría como la nieve // cuando cae desde el cielo…

Y pienso en una nevada en la que nunca he estado, una nevada hollywoodense, o mejor aún, una nevada de western, majestuosa, corbucciana, y me siento como Klaus Kinski enfrentado a Trintignant, que es el vengador, que es el Silencio; pero la música sigue, y las llantas del auto van dejando partículas infinitesimales de plástico sobre el asfalto… y respiro… y avanzo.

Y es ahí cuando percibo que voy en trance, y más aún, es ahí cuando percibo que la mente es un eterno trance, inapagable e inagotable, una maquinaria neuronal irreductible que habita en nuestro interior pero nos contempla desde fuera, en tercera persona, como yo me miro justo ahora en el centro de esa corriente de luces, suspendido en la iluminación del tráfico citadino. Iluminado según yo. Ordinario según el resto. Y mientras me desplazo pienso en los esfuerzos que ha hecho la humanidad para intentar reproducir mediante un concepto indefinible (el arte) los mecanismos de un trance infinito (la mente), intentos fútiles pero hermosos, como los de la ameba que intenta conceptualizar desde su bidimensionalidad la tercera dimensión del mundo: Faulkner con su sonido y su furia, Joyce con su impenetrable Ulises, Burroughs con su almuerzo desnudo, Proust con su tiempo perdido, o Lowry bajo su volcán, fueron cerebros que buscaron representarse a sí mismos y entenderse desde la intuición de ese ouróboros que sólo se encuentra cuando se devora; hombres que construyeron gigantescas revoluciones de papel en donde el ritmo y la forma narrativa tenían como gran propósito la negación de toda convención literaria en favor de la gran proeza inalcanzable: la representación fidedigna de los mecanismos de la mente.

A finales de la década de los veinte, Sergei Eisenstein se reunió con James Joyce. El Ulises acababa de ser publicado apenas unos años antes y Eisenstein, maravillado con el texto, le planteó a Joyce la posibilidad de adaptar la noción literaria de «flujo de conciencia» al cine mediante la creación de un monólogo interior que permitiera expandir las posibilidades de la literatura a través de una experiencia audiovisual. Un año después esa visión se concretaría en la propuesta que Eisenstein hizo a la compañía productora Paramount para adaptar la novela de Theodore Dreiser, An American Tragedy, a la pantalla grande: « la cámara debe entrar en Clyde(…)», el personaje protagónico de la novela,

(…)y el flujo de sus pensamientos debe representarse de forma visual, entremezclado con lo que ocurre fuera de su mente. Esto se logrará intercalando zig-zags de imágenes sin forma con cúmulos de imágenes en completo silencio, que a su vez darán paso a sonidos polifónicos, y después a imágenes polifónicas, para finalmente engendrar mediante ese conjunto la realidad del personaje.

La ambiciosa propuesta de Eisenstein fue rechazada, pero en su radicalidad visionaria se alzó el primer deseo por reproducir en celuloide los mecanismos del trance mental cotidiano en toda su gloria. Deseo que ese mismo año se vería hasta cierto punto capitalizado por otro titán enloquecido: Buñuel.

Una nube afilada se desliza sobre la luna en el instante en que una navaja rasga la órbita del ojo de una mujer, ocho años después una joven de pelo corto juega con una mano cercenada que yace en medio de la calle, mientras en un departamento que se alza sobre esa misma calle un hombre arrastra por el suelo a dos curas, dos pianos, y dos cadáveres de asnos con tal de satisfacer el deseo de posar sus manos sobre las nalgas de la mujer que le dio posada. El surrealismo de Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929), no buscaba representar en pantalla los mecanismos mentales de sus protagonistas, sino más bien ser una representación del producto de un flujo de conciencia completamente liberado durante el proceso creativo de la escritura de un guion. Al final de sus días Buñuel le contó a Jean-Claude Carrière: «Dalí y yo escribimos el guion en menos de una semana siguiendo una regla muy simple, adoptada de común acuerdo: no aceptar idea ni imagen alguna que pudiera dar lugar a una explicación racional, psicológica o cultural. Abrir todas las puertas a lo irracional». Fueron los mecanismos del flujo de conciencia de dos de los artistas españoles más trascendentes del siglo XX los que originaron, mediante un proceso de libre asociación completamente irrestricto, esa frenética concatenación de secuencias que redefiniría la posibilidad de innovación narrativa del cine en el siglo XX. El surrealismo es tal vez el primer movimiento cinematográfico que intenta entender, o cuando menos experimentar, con esa aleatoriedad mental que nos acompaña en cada segundo de nuestra existencia. Con esa psique en trance perenne que nos revela verdades antes de que podamos censurarlas mediante el pudor y la moralidad.

Luego vino Hiroshima:

Cuatro veces estuve en el museo de Hiroshima… vi a la gente caminar en él… gente caminando, perdida en sus pensamientos frente a las fotografías, frente a la reconstrucción de los hechos, a falta de otra cosa… las fotografías… las fotografías… la reconstrucción… a falta de otra cosa… las explicaciones… a falta de otra cosa… cuatro veces, en el museo de Hiroshima, vi a la gente. Me vi a mí misma, perdida en mis pensamientos… mirando los trozos de metal calcinado… el metal deformado… el metal convertido en carne… vulnerable… luego la carne humana… suspendida, como si aún tuviera vida… su agonía, todavía fresca… y finalmente, las masas anónimas de cabello que las mujeres de Hiroshima, tras despertar por la mañana, descubrían haber perdido.

La poesía en prosa de Marguerite Duras habla a través de las imágenes de Alain Resnais. Para el cineasta francés, el flujo de conciencia es el vehículo mediante el que se construye la memoria; un trance que engendra la historia a partir del enfrentamiento con los recuerdos, y a partir de la inevitable manipulación a la que sometemos esos recuerdos para ensamblar una historia que sólo existió en nuestra mente. En Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959) la realidad no es más que una reinterpretación de la memoria, y la historia es el encuentro entre dos recuerdos, entre dos visiones, entre dos amantes que deciden pasar su última noche juntos violentando, deformando, poetizando, y reconstruyendo los recuerdos de un horror histórico que ambos creen falazmente entender. A pesar de lo concreto que resulta el hecho histórico (la caída de una bomba y la muerte instantánea de una ciudad), la atrocidad nuclear de Hiroshima no existe ya mas que en decenas de recuerdos inexactos. La realidad y la historia deformadas cada vez más con el paso del tiempo. La realidad y la historia amenazadas por el olvido. Resnais parte del poder literario para exponer esas preocupaciones. Para el director de la eterna camisa roja la mente piensa más en palabras que en imágenes, y es a través de esas palabras que el director narra de forma literariamente conservadora pero fílmicamente innovadora, una historia de pasión, olvido y desamor. Fundamentando su historia en un flujo de conciencia doble, mediante el que cada personaje recuerda mientras vive, para construir una narrativa de tiempos indivisibles, donde presente y pasado se funden en una sucesión temporal única y constante que por momentos recuerda a los portentosos juegos literarios que Faulkner utilizó en su ¡Absalón Absalón!, atenuados por la necesidad de no perder demasiado al espectador en el vaivén memorioso de esa actriz francesa y ese arquitecto japonés que en los últimos instantes de su amorío reconstruirán, cada uno desde su trinchera intelectual, los mecanismos de una tragedia personal y colectiva.

Cuando sales por la puerta // pienso que no vuelves nunca.

Veo a dos niños que no salen por la puerta. Se quedan estáticos en el quicio mientras la cámara capta el reflejo de sus espaldas en un espejo sucio que brilla con los destellos de un incendio. El establo está en llamas. Arde con rabia, calcinando el mundo entero del padre, que es trabajo, que es establo, y que mira estático e impotente el espectáculo de su destrucción, mientras la madre, con los ojos en llamas, va al pozo con la lentitud del animal herido que se sabe moribundo, pero recurre a un último esfuerzo inútil para burlar a la muerte: el agua. La esperanza humana: una cubetada de agua que aterriza sobre un gigantesco establo en llamas. El recuerdo no es un recuerdo ordinario. Es el recuerdo de un poeta: el obrero más inútil y más necesario de la humanidad, quien a su vez es el padre del director del filme; ambos de apellido Tarkovsky. El poeta de las palabras engendra al poeta de las imágenes, y en la elegía fingida de El espejo (Zérkalo, 1975) el padre moribundo perece, sin saber que en la realidad vivirá más que el hijo, que dirige ese juego de espejos. Aquí el flujo de la conciencia, incontrolable y sin métrica, se depura en un juego audiovisual hermanado con la poesía, que Tarkovsky reduce a un conjunto de estampas que nos hablan de la fugacidad vital, y de la inutilidad teórica de un hombre dedicado a la filosofía y a las letras que en la antesala de la muerte sólo puede recordar sensaciones. Un mundo de sensaciones que nos define y nos hermana con el resto de la humanidad. Sensaciones que sin contexto se escupen en pantalla y sin embargo las identificamos como propias porque nos hablan de lo que hemos sido; de lo que llevamos dentro. La universalidad de un lenguaje emocional decodificado a través de un flujo de conciencia majestuoso, planteado por un verdadero artesano de la imagen y del tiempo. Y es en ese último estertor de hora y media de duración, que vemos las exhalaciones finales de una mente que se esfuma en un abanico de recuerdos: el incendio de un establo, un sueño levitante, el aliento de un romance que mece los arbustos de un prado, la poesía de un padre que es protagonista ficticio del relato de su hijo, los ojos envejecidos de un niño que percibimos como adulto porque sabemos su futuro, y finalmente el proceso inconsecuente de la vida, que es al mismo tiempo trascendencia y olvido, desgracia y gozo anónimos, completamente anónimos, como este texto y como mis pensamientos en este tránsito de mierda que no avanza. Nadie recordará esto en cien años. ¡Qué maravillosa libertad!

Me siento adormecido tras el volante.

Pienso en tu mirá // clavá // es una bala en el pecho.

Cierro por un segundo los ojos, y cuando la bala entra comprendo que el final de mi vida es intentar escapar. De todo y de todos. Fundirme con algo más grande. Fundirme con el universo en el piso de un baño en Tokyo. Veo la sangre que tiñe los mosaicos pero no siento dolor. Me alegro y me miro desde el lente de la cámara. La toma es cenital. Mi posición es fetal. Me voy. Noé me mira desde su lente y se maravilla. Nunca lo sabré, pero intuyo que crear un cuadro como el que ahora protagonizo debe ser abrumador. Un sentimiento de poder y de conexión con algo que va más allá del entendimiento. La mente creando a la mente. El misterio irresoluble. La ambición de representar el flujo de conciencia llevado hasta sus últimas consecuencias. Todo es lenguaje, no sólo las palabras, también la imagen (sobre todo la imagen) y si alguien entiende eso es Gaspar. ¿Has visto Enter the Void (Gaspara Noé, 2009)? Es alucinante, en verdad. La leyenda dice que Noé acababa de filmar Irreversible (Gaspar Noé, 2002) su mayor éxito de taquilla, y la productora le abrió las puertas para filmar lo que quisiera. El cabrón llegó con el guion de un largometraje compuesto por dos cuartillas. El lenguaje no es sólo texto, es símbolo, es imagen, es textura, y Enter the Void es precisamente eso: la representación de una realidad puramente sensorial que colisiona con la intelectualidad del espectador y la demuele. Noé es un violento. Su deconstrucción del arco narrativo no es amigable, y cualquier ser humano racional la reciente en la entraña. Enter the Void duele, pero es la culminación de una conceptualización de la mente. La culminación de una ambición literaria que despegó con este párrafo de Joyce:

I was a Flower of the mountain yes when I put the rose in my hair like the Andalusian girls used or shall I wear a red yes and how he kissed me under the Moorish wall and I thought well as well him as another and then I asked him with my eyes to ask again yes and then he asked me would I yes to say yes my mountain flower and first I put my arms around him yes and drew him down to me so he could feel my breasts all perfume yes and his heart was going like mad and yes I said yes I will Yes..

Y aterrizó en la mente de ese junkie asesinado que en forma de espíritu intenta proteger a su hermana de los males del mundo, para terminar siendo el impotente voyeur de su desgracia. Un voyeur del vacío, como todos nosotros.

Veo el parabrisas de mi auto: otra gran pantalla. Respiro y avanzo unos metros más entre el océano de luces.

Clavá //

Es una bala en el pecho //

Clavá //

Es una bala en el pecho.