Pere Portabella: entre el sonido y el sentido


Por Luis Madrigal

Pere Portabella: entre el sonido y el sentido


Por Luis Madrigal

 

TAMAÑO DE LETRA:

Uno puede olvidarlo todo de una película y retener solamente una secuencia. Pasan los días y esas imágenes encuentran acomodo propio, no existe un esfuerzo por recordar y, sin embargo, sucede. Con el tiempo, la secuencia se mezcla con otros recuerdos, con sueños, más películas, lecturas. En algún punto descubrimos que esa estampa pudo haber salido de cualquier lado, que incluso, quizá, pudo haber ocurrido. Como cuando creemos que ya le hemos contado una anécdota a un amigo, pero no lo hemos hecho, el cine se enreda con la vida. En esos momentos se acerca peligrosamente a la poesía: es difícil recitar un poema entero, pero hay versos que no se difuminan. El cine de Pere Portabella es así. Es casi imposible recordar no sólo el orden de las escenas en sus películas, sino también su origen; la trama está reventada, el lenguaje siempre quiere ir por otro lado —como en la poesía—; un lado que no anticipamos, que no pide permiso y que, sin embargo, nos entrega imágenes luminosas que se tornan indelebles.

Hablo de un piano que cae a la mitad del océano. Hablo de una orquesta improvisada donde cada músico toca desde el balcón de su casa. Hablo de un hombre que recita a Poe, de otro que camina mar adentro mientras lee el periódico. Hablo de un perro mostrenco que cruza el campo en silencio. Hablo de una pieza de Bach en el metro, de un matadero industrial de pollos. Hablo de un hombre y una mujer en una isla desierta y rocosa, de la luz que los inunda y de los pies magullados de ella, pero eso sólo para empezar y eso sólo porque yo escribo este texto; no porque sean las únicas secuencias valiosas, no porque no haya otras.

De Portabella suelen repetirse los mismos datos biográficos, pero esa repetición está justificada porque otorga una imagen breve y directa de quién es el hombre detrás de la cámara. Iba para químico, pero dejó la carrera. Su padre había fundado la empresa de yogures Danone; él pudo haberse dedicado a cualquier cosa. Por mera coincidencia vecinal, empezó a juntarse con artistas de Barcelona como Antoni Tàpies, Joan Brossa, Joan Ponç o Modest Cuixart. Una vanguardia lleva a la otra. Antonio Saura, amigo suyo también, le presentó a su hermano Carlos, que había dirigido un cortometraje y escrito un guion que nadie quería producir. Portabella no era un cinéfilo, pero veía películas en 8 y 16 mm en casa de Tàpies, y cuando vio la oportunidad de convertirse en productor, la tomó.

Se mudó a Madrid. Ahí produjo en 1960 Los golfos, de Carlos Saura. Llevó la película al Festival de Cannes y conoció a Luis Buñuel, quien en ese entonces acababa de regresar de México. Portabella, Saura y compañía lo convencieron de filmar una película en España, apoyado por la nueva casa productora. Buñuel aceptó y el resultado fue Viridiana (1961), un nombre que quedaría asociado de manera inevitable al de Portabella por el resto de su vida: fue su éxito más grande (la película ganó la Palma de Oro) y también el fin de su carrera como productor. El periódico vaticano publicó un editorial que condenaba la película. La España franquista hizo caso y prohibió su exhibición. Viridiana no se vería en cines españoles sino hasta 1977, dos años después de la muerte del dictador. Portabella se fue a Italia por un tiempo. Poco después volvió a España para hacer sus propias películas.

Entre 1967 y 1976, Portabella filmó los largometrajes Nocturno 29 (1968), Umbracle (1970), Vampir Cuadecuc, (Cuadeduc, vampir, 1971) e Informe general sobre unas cuestiones de interés para una proyección pública (1977). Una vez muerto Franco, fue elegido senador en las primeras elecciones democráticas de España, en 1977. El director fue parte del grupo que ayudó a redactar la nueva constitución española. Tres años después —sin militancia en partido político alguno—, fue elegido diputado en el Parlamento Autonómico de Cataluña, donde cumplió con ocho años de trabajo legislativo. Mientras, no filmó ninguna película. Volvió al cine en 1989 con Puente de Varsovia (Pont de Varsòvia). Le siguieron El silencio antes de Bach (Die Stille vor Bach, 2007) e Informe general II: El nuevo rapto de Europa (Informe general II: El nou rapte d’Europa, 2015).

Quizá sea insuficiente, pero cualquier biografía lo es. En cualquier caso, todo creador prefiere que se hable de su obra —y, si no, hay que sospechar de inmediato—. Suele decirse que la filmografía de Portabella es más conocida en los museos que en las salas de cine. Habrá infinitas teorías para esto; aventuro una: su trabajo suele describirse como «experimental», un adjetivo volátil y peligroso. Aquí podría ponerse uno exquisito, pretencioso o populista y preguntarse qué cine no lo es, pero se entiende por qué le colocan la estampa a Portabella. Decíamos ya que la trama estaba reventada, pero también puede decirse que los personajes no tienen nombre, apellido ni historia, que no hay —o apenas— un arco dramático, que la estructura narrativa depende más bien de la ausencia de la lógica, por lo cual no es estructura y casi no es narrativa. Se puede decir que la música de algunas de sus películas es atonal, que se combina de manera promiscua con el ruido. Mis películas, ha dicho Portabella, no pasarían el examen de un curso de la escuela de cine; están llenas de errores. Asimismo, ha dicho que no hay nada que contar en ellas y que, si alguien se atreve a decirle al final de una proyección: «Qué bonito salió este o aquel cuadro», no se lo va a tomar como un cumplido.[1]

En Nocturno 29, hay momentos de belleza transparente y momentos herméticos. Para Portabella se trata de una película sobre una mujer decidida.[2] La fotografía de la cinta está sobreexpuesta: hay un exceso de luz que, más que delinear, enrarece el ambiente. A veces el filme se rompe en pantalla; todo el tiempo juega con los límites de su lenguaje. Hay ecos de Jean-Luc Godard, por supuesto, pero también de las fotografías de Man Ray (un timbre se convierte en un pezón; una chimenea en un puro) y de la densidad atmosférica de Buñuel. En una secuencia, por ejemplo, se observa a una serie de hombres que leen el periódico y fuman dentro de una casa. Es el club más rancio del mundo: las ventanas y cortinas están todas cerradas, y cuando uno de los hombres dice: «La guerra siempre es cosa de contabilidad», a uno le entran ganas de escapar de inmediato. Hay ruido en las calles —un desfile militar—, pero no hay diálogos. Esa misma vida bajo el franquismo es quizá el antagonista de Lucía Bosé, la mujer decidida de la que habla el director, que camina por la calle, toma una ducha y anda por la casa sin hablar con nadie. Hacia el final de la cinta, la mujer entra a una tienda donde se venden telas. Le ofrecen varias, ninguna es la que busca. El vendedor le presenta entonces banderas de diferentes países; todos parecen trapos igualmente inútiles. El cierre de la cinta es el único posible: un avión cruza el cielo, quizá rumbo a la isla desierta que hemos visto en el principio.

En Vampir Cuadecuc, Portabella aprovecha el rodaje de El conde Drácula (1970), de Jesús Franco, y filma cómo se hace esa película. Es un detrás de cámaras inusual. La fotografía está, de nuevo, sobreexpuesta y el director juega con imágenes y sonidos que desorientan. No está interesado en mostrar los detalles técnicos o los momentos chuscos de la producción: la suya es una película paralela, otra historia de Drácula, que a veces roba escenas de la original (pero, ¿cuál lo es?) y a veces construye escenas propias. Es vampirismo puro: la película de Portabella le hunde el colmillo a la de Franco y le roba personajes, escenarios, vida. Vemos cómo se hace una telaraña falsa; vemos también a Drácula (Christopher Lee) sonreír y hacer chistes frente a la cámara (de Portabella, nunca de Franco). La cuarta pared se rompe de una vez y para siempre en su cine: a partir de entonces, todas sus películas serán conscientes de que hay alguien que filma (y nos lo harán saber a nosotros).

En Umbracle, un hombre cruza los pasillos de un museo de historia natural seguido de alguien que podría ser un cura, pero que seguro es una sombra. Portabella recupera aquí el uso del zumbido y otros sonidos atípicos para crear un ambiente más cercano al del cine de misterio. En realidad, nunca pasa nada extraordinario o macabro, pero tenemos la sensación de que podría pasar en cualquier momento. Habría que preguntar por ahí para ver si alguien ha definido así al franquismo. A los cinco minutos de la película, ésta se interrumpe y aparece Portabella en primer plano. El director habla de la censura en el cine bajo la dictadura (lee las normas vigentes y las comenta), como si hubiera intentado colar este monólogo crítico dentro de esa película que parecía no ir a ningún lado. ¿Se habrán dormido los censores en el minuto cuatro?

Portabella introduce aquí otro elemento esencial de su obra: el collage, la yuxtaposición de materiales fílmicos. No sólo se trata del cambio entre blanco y negro y color que podía apreciarse desde un par de películas atrás, sino que aquí el director emplea fragmentos de un anuncio televisivo, escenas de Buster Keaton, de Charles Chaplin —una secuencia fabulosa, la del matadero de pollos, rinde un homenaje macabro y genial a Tiempos modernos (Modern Times, 1936)—, y una larga secuencia de una película franquista (una secuencia maravillosa, por ridícula, en la que un padre consagra el vino en medio de un campamento bombardeado de manera incesante por los republicanos; por supuesto, el padre sale indemne y entonces ya se sabe de qué lado estaba Dios en la batalla), como si quisiera decirnos que toda película contiene, también, su sombra, su doble oscuro.

Uno se da cuenta que las secuencias de Umbracle no están ligadas (pero tampoco las de Nocturno 29, ni las de Vampir Cuadecuc), pero que quizá esto no sea importante. La pregunta no es qué tiene que ver esto con aquello, sino qué estoy viendo. Como si estuviéramos en el museo y no en la sala, frente una instalación memorable, y la atención estuviera obligada a concentrarse en el momento.

Informe general sobre unas cuestiones de interés para una proyección pública inicia como una película más de Portabella: la cámara avanza con paciencia por un bosque mientras se escucha de fondo una música ominosa. Pronto se revela que el bosque conduce al Valle de los Caídos, a la tumba de Franco. Es la primera película que filmó ya sin la sombra del dictador encima o, quizá, con la sombra del dictador al lado. Vemos no sólo su tumba, sino los espacios vacíos que Franco ha dejado en el Palacio del Pardo, en el museo solitario y mal iluminado donde se exhiben sus trajes militares, en el comedor y en su propia recámara. Una voz en off intenta narrar el franquismo, un epitafio crítico que acompaña un congreso vacío y las ruinas de un pueblo. Es una película maravillosa que mezcla lo lírico —espléndidos paisajes crepusculares de España— con lo político: todo gira alrededor de las discusiones que tienen los líderes de izquierda, los obreros, los monárquicos, los líderes sindicales, los exiliados; España entera en 1976, donde conversaciones similares a las que filmó Portabella se llevaban a cabo en cada bar, en cada café, en cada casa. Es estampa y testimonio de un momento fundamental en la historia del país porque estaba por crearse un orden nuevo. Si en sus películas anteriores era difícil que los personajes hablaran, aquí sucede lo contrario: nadie se queda callado. Es como si todas esas conversaciones hubieran estado guardadas o silenciadas durante años y ahora encontraran un micrófono. La cámara registra también la efervescencia en las calles: las manifestaciones en Madrid, en Barcelona, en el País Vasco. Todo está ahí y todo se mezcla: las entrevistas, las mesas redondas, el material de archivo, las caminatas en el bosque, la dramatización de ciertas escenas. La película fue un informe en su momento y ahora es un testimonio, ahí están los políticos que habrían de liderar España y Cataluña durante las siguientes décadas; ahí también, la semilla de los conflictos que germinará más tarde, la ilusión de algo nuevo que aún no ha sido derrotada. Alguien podría decir que se trata de un documental esencial. Quizá no estaría equivocado, pero sería mejor decir que es una gran película y dejarles las esencias a los perfumistas.

Después de unos años de fungir como senador y diputado, Portabella regresó al cine en 1989 con Puente de Varsovia. No se le había olvidado nada. Ahí está la sensibilidad por los espacios, por la arquitectura, por los edificios vacíos. Ahí también, esa convicción surrealista que acompaña sus largometrajes de ficción: el quiebre de la continuidad como valor supremo. Los diálogos son literariamente deliciosos, pero profundamente imprácticos: un chef habla como si jugara ajedrez y al final rompe un plato contra el suelo. En Portabella, unas cosas se vuelven otras. Así como el teléfono podía ser una langosta, en el cine del catalán un plano nunca lleva de la mano a otro: las mujeres en el sauna se convierten en un coro, una central de abastos se vuelve el escenario de una ópera, una mujer sin maquillaje agacha la cara y, cuando reaparece un segundo después, ya está pintada.

No es sólo ese quiebre constante, sino también la mezcla de colores, sonidos, géneros y materiales fílmicos. A veces sus personajes miran hacia un punto en el horizonte y, cuando la cámara sigue esa mirada, empezamos a ver otra película. En Puente de Varsovia, un hombre mira un filme en la televisión. De pronto, nosotros también vemos esa película y nos olvidamos de cuál era la nuestra. Todos estamos contaminados, parece decir el cineasta, enfermos de cine.

El argumento elude la síntesis, pero podría decirse que hay un escritor y una novela, titulada Puente de Varsovia, que ha ganado un premio. La primera parte de la película es una sátira del mundo literario y su connivencia con el poder político. Una periodista le pregunta al autor laureado si le gustaría ver su obra llevada al cine. Me preocuparía, le responde, pero, a partir de entonces, quizá, empezamos a ver justamente esa adaptación temida. Lo que vemos podría o no ser «El puente de Varsovia», como Vampir Cuadecuc podría o no ser El conde Drácula. El escritor le había dicho a la periodista que era imposible resumir su novela en cinco minutos; quizá Portabella pretende lo mismo con sus películas: un cine que sea imposible de resumir, que sea necesario verlo.

El silencio antes de Bach es un filme comprometido con la belleza. Un piano avanza por una galería sin que nadie lo empuje. Un hombre conduce un camión por una carretera de Europa, su copiloto toca la armónica. Alguien afina otro piano. Un hombre, tal vez Bach, toca el órgano. Ninguna de estas escenas está ligada de manera directa, pero son bellas en sí mismas, y quién dijo que tendrían que estar ligadas, y quién querría —que lo diga de una vez, si tan valiente— ver otra cosa. La cámara, como en todas las películas de Portabella, se mueve inquieta por todos lados: un mercado callejero, los interiores de una casa, la nave central de una iglesia. Jamás se queda quieta y el zoom siempre es una trampa. El silencio antes de Bach es un documental atípico o una ficción salpicada de verdades. Sería mejor decir que es un musical: lo que importa, lo que vale, son las piezas de Bach y Portabella les cede todo el protagonismo.

«¿Qué une a Europa?» es la pregunta que parece hacerse con esta película. Su respuesta: los ríos, las carreteras, el arte. Los tres unen distancias, pero también tiempos; en el arte, por ejemplo, todo sucede a la vez: las películas de Chaplin y las de Portabella, las sonatas de Bach en 1600 y los violonchelos que se apropian hoy del vagón del metro. «Bach es la única cosa que nos recuerda que el mundo no es un fracaso», dice un personaje de la cinta, y no es descabellado pensar que esa frase viene de los labios de Portabella. Al final de la película desfilan unas partituras frente a nuestros ojos. El cine se rinde ante la música. El fondo es blanco, la música suena y nosotros lo único que vemos son notas. He ahí, literalmente, el papel protagónico.

Informe general II: El nuevo rapto de Europa es la película más reciente. La cámara vuelve a las calles de Madrid y Barcelona cuarenta años después del primer Informe. Al inicio, y a diferencia de los setenta, las plazas están vacías. Se observa el Museo Reina Sofía; todo está en silencio. En estos minutos iniciales, el director juega con la audiencia: esa calma es ilusoria y precede a una nueva ronda de discusiones, preocupaciones, mítines, denuncias, manifestaciones. Nadie hablará de Franco, pero hablarán de la deuda, las guerras, la corrupción, la democracia, los desahucios, el cambio climático. La película volverá a componerse frente a nuestros ojos: veremos las cámaras, la tramoya que otros esconden detrás del escenario. Filósofos, académicos, directores de museo, científicos, ciudadanos de a pie: todos tienen, de nuevo, tanto que decir. Portabella también y recurre, una vez más, a materiales heterogéneos como el fragmento de un noticiero, videos de celulares, la steadicam o el registro de una mesa redonda.

«Este sistema se está acabando», dice un hombre en el documental. La película es reciente, pero la nostalgia ya está ahí, como en la del 76. No era necesario esperar cuarenta años para descubrir que el sistema sigue, mirándonos con idéntica calma. Ambos informes se grabaron en un momento de agitación política. Parecía que todo iba a cambiar de un momento a otro: la dictadura daría paso a una democracia ejemplar entonces, el movimiento de los indignados habría de renovar la política española ahora. Uno puede ser el cínico en la sala y decir: «Mira, qué ilusos», pero eso, seamos honestos, no tiene ningún mérito. Emociona más pensar que la última imagen de la filmografía de Pere Portabella es la de una chica joven que baila, canta y sonríe durante una manifestación; la cámara del director, inquieta durante cincuenta años, se queda por primera vez congelada en esa sonrisa con la lengua de fuera. De cierto modo, hay esperanza. 


FUENTES:
[1] Elsa Fernández-Santos, «Portabella: el cine como resistencia» en El País, 2013.
[2] J.M. García y J.M. Martí Rom, «Entrevista a Pere Portabella, 1973» en Pere Portabella.