El espacio vacío en la escena final de Blow-Up


Sep 26, 2019

TAMAÑO DE LETRA:

Al final de Blow-Up, filme de 1966 dirigido por Michelangelo Antonioni, el fotógrafo desolado llega a un parque y observa, primero como espectador casual, a un grupo de mimos que juega tenis con una pelota imaginaria. Queremos detenernos en esa escena para explorar sentidos posibles del ocio y el juego.

Vemos en ese momento una profunda mirada de contemplación poética del espacio vacío y del ocio como dispositivo imaginario para componer, descomponer y recomponer dicho espacio sin un fin específico. Nos llama la atención el intercambio de miradas entre los personajes y la relación con el silencio y, luego, con el sonido. ¿Qué nos sugiere Antonioni? Podríamos decir que nos coloca en una situación dramática de contraste entre el vagar desolado del fotógrafo y el movimiento eufórico y sintonizado del grupo de mimos. ¿Qué es contemplar? Un ejercicio con el misterio de las cosas, con el puro deambular del tiempo y del espacio, como lo han definido poetas como Octavio Paz o Roberto Bolaño. El protagonista, envuelto en una trama policiaca inspirada en el cuento de Julio Cortázar Las babas del diablo, aparece en esta última escena como un intruso que no espera nada y observa con un gris distanciamiento un juego casual que tendrá implicaciones secretas. El parque es el escenario central de la película, al que vuelve repetidas veces para indagar sobre la realidad de un cadáver encontrado allí. Después de múltiples peripecias, regresa por última vez, vencido ante su tarea de investigador y, con la cámara suelta, casi arrastrándose, camina sin rumbo hasta encontrar a los mimos. Éstos son seres libres, juguetones, almas desprendidas del peso de la realidad que no responden a las exigencias del control y de la disciplina de los cuerpos. Se trata de una lógica de otredad, alternativa a los formalismos del ver y del ser que nos abruman a diario si perdemos de vista nuestra relación intrínseca con la poesía. Antonioni nos instala en el plano del homo ludens al que aludía el ensayista holandés Johan Huizinga en los años treinta: «El intento de examinar el contenido lúdico de nuestra confusa actualidad nos lleva siempre a conclusiones contradictorias».[1]

El fotógrafo primero observa sin saber muy bien de qué se trata, pero se queda pegado a la malla del campo de tenis, viendo el partido. Luego tendrá que tomar una decisión trascendental: deberá decidir si entra o no, si asumirse como jugador y, al hacerlo, crear un sentido impensado para él, para los mimos y para los espectadores. Entrar en el juego es dar verdad sobre el acontecimiento imaginario que está sucediendo, es decir, romper la linealidad de lo real y disfrutar los efectos del juego sin importar su supuesto significado. El fotógrafo se integra a la dinámica cuando una de las jugadoras le pide recoger la pelota invisible que salió de la cancha. Cuando él va por ella y la lanza de vuelta, la cámara permanece en su rostro, sobre sus ojos que van y vienen de mimo a mimo, y es entonces cuando escuchamos el rebote de una pelota y unas raquetas que no vemos. ¿Qué es ver y qué relación tiene con ser visto? Ése es el núcleo central de la escena. Sólo cuando el fotógrafo deja de ver como fotógrafo y se deja permear por una escena de aparente absurdo, visto por los otros inmersos en el ocio sin razón ni porqué, captamos la transformación del personaje en un jugador más.

El ocio es una invitación a la rêverie, a una forma inesperada de ensoñación que se escapa de las reglas del día a día. Es una manera de rebelarse contra las medidas supuestamente programadas del tiempo y del espacio. Estos gestos están muy presentes en las películas de Antonioni y ayudan a reflexionar sobre lo impensado de nuestras acciones —recordemos la escena de la caminata por las escaleras de Casa Milà en El pasajero (Professione: reporter, 1975)—. Como escribió el propio cineasta:

Siempre me he preguntado si está bien darles siempre un final a los relatos, sean literarios, teatrales o cinematográficos. Una vez encerrada en su seno, una historia corre el riesgo de morir dentro, si no se le da otra dimensión, si no se deja que su tiempo se prolongue al tiempo externo donde estamos nosotros, protagonistas de todas las historias. Donde no hay nada acabado.[2]

Esta otra dimensión adquiere un color y una sensación inesperada en Blow-Up, en la medida en que el espacio libre nos proporciona otras vías de rodear lo real y de descargarnos del peso de las explicaciones o motivaciones personales. Convertirse en otro, en un jugador impensado, nos hace vivir una emancipación de nuestro yo, del control y la toma de conciencia de nuestras acciones. Es algo similar a la sensación de trance del bailador aficionado, no del bailarín profesional o del que toma clases para poseer cierto saber prefabricado y medido de los movimientos. Ser jugador o bailarín del espacio vacío es una oportunidad para liberarse de uno mismo, aun cuando hablemos de un instante efímero.

El ocio es creación del homo ludens —opuesto completamente a las acciones del homo faber—, tal como podemos leerlo en el libro ya clásico de Huizinga y los estudios sobre el juego de Walter Benjamin o Giorgio Agamben. En otros términos, el ocio como situación de encuentro lúdico con lo imaginario nos confronta con los recovecos olvidados de nuestra vida diaria, nos sugiere formas de creación artística que escapan a las convenciones de la normalidad y la regularidad. Al respecto, la periodista María Jesús Espinosa de los Monteros señaló recientemente:

Si Benjamin comprendió tan bien el mundo del juego es porque entendía que los juguetes de los niños no dan testimonio de una vida autónoma, sino que son «un mudo diálogo de señas entre ellos y el pueblo». ¿Qué otra razón existiría, por ejemplo, para que desde tiempos remotos el sonajero fuera dado a los recién nacidos no como un juego, sino para ahuyentar a los malos espíritus?[3]

Y si recordamos el final del cuento de Cortázar, comprobaremos la potencia profunda de lo poético que encarna el ocio:

Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.[4]


FUENTES:
[1] Johan Huizinga, Homo ludens. Buenos Aires, Alianza Editorial/Emecé Editores, 2007, p. 252.
[2] Michelangelo Antonioni, Más allá de las nubes, Barcelona, Mondadori, 2000. Citado en Juan Carlos González A., «Más allá de Antonioni» en Revista Universidad de Antioquia no. 266, Medellín, 2001, p. 118.
[3] María Jesús Espinosa de los Monteros, «Los juguetes de Benjamin» en The Objective. Consultado por última vez el 18 de septiembre de 2019.
[4] Julio Cortázar, Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 2008, p. 202.