La mirada cruel: Luis Buñuel y el azar


Sep 26, 2019

TAMAÑO DE LETRA:

En el cine de Luis Buñuel, la crueldad es inseparable del ocio: no es necesaria en ningún sentido, no es un medio para escapar del trabajo ni una forma de dominio entre los seres humanos. Esta inseparabilidad sostiene el fondo absurdo de sus películas. La gratuidad de los suplicios a los que somete a sus personajes escapa a cualquier interpretación histórica, materialista, psicoanalítica o incluso estética (Buñuel no hizo cine moderno).[1] No hay teleología, ni interior ni exterior. El plano final de Él (1953) es una clara declaración de principios. Cuando el personaje de Arturo de Córdova se aleja caminando en zigzag, se materializa su sumisión absoluta al ir y venir que es su ser, se descubre el origen de sus celos, que lo torturaron a él y a su esposa durante el resto de la película: su perversidad es sólo una forma de caminar. ¿Por qué caminamos en línea recta para ir a cualquier lugar? Porque es más sencillo y eficaz. ¿Es suficiente la eficacia y la sencillez para caminar en línea recta en vez de dar vueltas por todos lados? En un mundo ordenado a partir de la eficacia y la sencillez, por supuesto. Pero en un mundo donde los celos afloran de la nada como un destino arbitrario que consume todo —desde la intimidad sentimental hasta la posición social— sin ninguna explicación, podemos caminar en zigzag, tenemos que caminar en zigzag. ¿Por qué los celos cimbran una vida? Un psicólogo o un moralista pueden obsequiarnos estimulantes discursos al respecto, pero sus explicaciones dependen de presupuestos interiores que escapan a la comprobación sensible (ni las estructuras psíquicas ni los valores morales son observables). La respuesta de Buñuel a esta pregunta es muchísimo más seria: porque sí, porque lo estamos viendo.

El realismo de su cine apela al hecho elemental de que se muestran las cosas de la misma manera en que las vemos fuera de la sala. Esto convierte la actividad de ir a ver una película en la cima del ocio. ¿Para qué encerrarse frente a una pantalla cuando afuera, en la vida cotidiana, podemos ver la realidad directamente? El problema es que la dichosa vida ordinaria no nos deja ver. Las cosas están ahí, pero no las vemos. ¿Por qué? Porque nuestra propiedad más fundamental —el placer de existir, de experimentar, de sentir, de ver— es coercionada por los requerimientos de la vida laboral, esa organización social que no pocas veces nos somete a un injusto régimen de orden y arbitrariedad.

Si el trabajo compromete y obliga a encauzar nuestra actividad hacia cierto tipo de fines, si moldea los contornos del ánimo para cederlos a la funcionalidad del organismo social, el ocio es una vía de libertad. No hacer es no comprometerse con nada excepto con la más propia inmovilidad. El ocio convergiría en una completa anulación si no fuera por el placer, que lo ata inevitablemente al ámbito de lo sensible y de la experiencia, que nunca es inmóvil. Así, el ocio niega las tensiones de lo social para despejar el campo de lo sensible, el cual deja a merced del placer, que se articula en la confluencia de una externalidad afectante y una sensibilidad interior dispuesta a recibir. En el placer hay una confluencia afortunada entre naturaleza y ser humano, que, sin ceder en una dirección u otra, constata la maravilla de la pertenencia de ambos a un mismo plano de contacto, cuyos motivos, orígenes y finalidad permanecen secundarios frente a la confirmación de la unidad de uno y otro, aunque sea por sólo un instante. La idea del azar objetivo, que tanto entusiasmó a André Breton y los surrealistas, no es otra cosa que esto.

En este estimulante panorama, hay sólo un pequeño problema: ¿podemos en verdad ser ociosos? ¿Somos capaces de escapar a los compromisos laborales por completo? ¿No es el placer, al contrario de lo dicho, lo más productivo que hay (una recompensa breve pero placentera nos hace soportar largos tramos de esfuerzo alienante)? Suponer que el placer es mero disfrute, una suerte de embrutecimiento sensible de la consciencia, es equivocarse sobre su naturaleza, que nunca se separa de la maravilla y, por lo tanto, de la lucidez (lo cual tampoco implica reducir el placer a la mentalidad).

Buñuel parece estar un paso más allá de todo esto. Y es que fue, quizá de todos los artistas sacudidos por el surrealismo, aquel que primero lo comprendió mejor, ya desde que filmó Las Hurdes: Tierra sin pan (1933), justo después de Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929) y La edad de oro (L’âge d’or, 1930). La indignación que suscitó Los olvidados (1950) en las huestes surrealistas por su supuesta rendición al realismo ramplón de los burgueses era prueba del provincialismo formal de aquellos: el estilo y la temática realistas no se asumen como naturales por alcanzar cierta consistencia que resuena en el consenso del público, al menos en la medida en que la naturalidad no se asume como apelación a un sedimento incuestionable de lo real. La naturalidad no es la confirmación del prejuicio sino su creación, y aquí el prejuicio debe entenderse en su sentido más literal: una actualización de un juicio ya hecho. La naturalidad es el retorno infinito de un pasado ya vivido que elimina toda asimetría temporal: el futuro no es la negación del pasado sino su repetición. No es casual que la clave en que se ha querido ver El ángel exterminador (1962) sea justo ésta.[2] La naturalidad, al efectuarse, da cuenta de una realidad válida en la totalidad del tiempo. Recurrir a ella como elemento fundamental para producir asombro es afirmar que éste no se constituye a partir de una falta (maravillarse de algo no es conocer lo que antes se desconocía), sino a partir del reconocimiento: maravillarse de algo es recordarlo en su eternidad.

El director español no construyó toda una base temática y formal fundamentada en la naturalidad cinematográfica del espacio, el tiempo, el drama y los personajes porque así lo aprendió en la época en que hizo películas industriales, mucho menos para que sus momentos surrealistas —así denominados, con descuido— sean más asombrosos (como el bebé cerdo de Ese oscuro objeto de deseo [Cet obscur objet du désir, 1977], el toro negro de Viridiana [1961] o básicamente todo El ángel exterminador, por ejemplo). La naturalidad de Buñuel es un acto de crueldad sobre el tiempo, es un medio de incidir sobre él, de arrojar luz sobre las cosas que contiene, de permitirse moldear a gusto situaciones y tramas para dejar que el reconocimiento surque el espacio de la pantalla. Basta ver su trabajo con los actores para confirmar esto. No hay actuaciones espléndidas, brillantes o memorables porque ello requeriría ceder demasiado a la singularidad expresiva de los cuerpos y los rostros. En cambio, sus actores y los papeles que interpretan son absolutamente reconocibles, a veces arquetípicos (no hay un señor más señor que Fernando Rey), porque sus rostros, sus ademanes y sus palabras son asideros donde el público fácilmente encuentra referentes. Inundar el espacio de la película con presencias que repiten esquemas hace que el avance del tiempo parezca paradójico. ¿Por qué pasar dos veces por el mismo lugar, si eso ya lo vimos? Ésta es la gran pregunta de El ángel exterminador, obra que tantas veces se ha confundido con un baúl del cual nosotros, desamparado público, no tenemos la llave, por lo que procedemos a abrirlo a martillazos.

Alimentarse del inconsciente y descubrir en la libre asociación el mecanismo que sintetiza la expresividad de lo sensible, ejes principales del surrealismo, conducen más a una revaloración de lo visible que de lo invisible. Si en una pintura, un poema o un filme es posible unir dos elementos que la vida cotidiana, natural y sensata mantiene separados, el ámbito de lo sensible es donde el inconsciente se presenta en su realidad más pura: lo interior subjetivo se funde con lo exterior objetivo en un movimiento absoluto. Si el surrealismo descubrió algo sobre nosotros mismos no es tanto que hay una interioridad que produce conexiones asombrosas e inesperadas al ser exteriorizada en lo sensible. Al contrario, es en la experiencia donde comienza y termina todo. Lo asombroso se revela en la propia sensibilidad, en la constatación intuitiva de que vemos algo, tocamos algo o escuchamos algo como si ya lo conociéramos, aunque nunca lo hubiéramos tenido enfrente. Y la paradoja, la irresolución, la ambigüedad, la distancia extraña entre lo conocido y lo desconocido es lo que produce placer. Por eso las películas de Buñuel son tan entretenidas: sus misterios seducen. Si El ángel exterminador despliega una perversidad y un absurdo tan satisfactorios es debido a la síntesis sensible de espacios ajenos, de comportamientos que usualmente se encuentran separados (el primitivismo salvaje del cine de desastres, por un lado, y el refinamiento burgués de incontables comedias y melodramas, por otro lado). Que muchas veces resulte difícil conservar el asombro en vez de someterlo a una arbitraria interpretación dice más sobre lo complicado y enfadoso que nos resulta sentir el verdadero placer —uno realmente ocioso e improductivo— debido a lo acostumbrados que estamos a brutalizar nuestra sensibilidad, a reducir su aspecto creativo a la mera satisfacción impropia.

Si el placer requiere cierto juego entre lo natural, el reconocimiento y una síntesis sensible que desajusta la normalidad de lo cotidiano, entonces el placer conduce a la reivindicación del azar como una parte constitutiva de nosotros mismos. En toda síntesis sensible que desajuste la regularidad, el azar (lo inesperado, lo gratuito, lo impredecible) interviene necesariamente. ¿Y qué es nuestra vida si no una continua síntesis de lo sensible? ¿Qué es nuestra existencia sino la indisputable constatación de que tenemos experiencias? Cuando El ángel exterminador nos hace presenciar dos veces lo mismo, no es para subrayar, insistir o desorientar. Su confianza en la repetición constata que ver dos veces la misma cosa no es ver dos veces la misma cosa, simplemente porque nunca somos dos veces los mismos y la diferencia entre una ocasión y otra sucede en lo sensible, es decir, a la vez en el mundo y en nuestra interioridad. El placer descubre que estamos sometidos a algo más que a nuestra triste voluntad y a los lazos sociales que construimos y fortalecemos con ella. El placer nos escupe en la cara que, más que movernos por los designios a los que nos obliga la ley, el orden y las buenas costumbres, obedecemos al azar.

¿Por qué el protagonista de Él se entrega a los celos al grado de destruir su vida y la de los otros? Porque así lo escogió, porque es libre, es decir, porque asumió de modo absoluto el azar y la sinrazón que es él mismo. ¿Por qué Nazarín se consume en su propia piedad infinita? Por semejante motivo. Los calvarios de Buñuel actúan con la claridad del destino, pero se fundamentan en el azar. La crueldad de los protagonistas de Él y Nazarín (1959), este esfuerzo por volver una y otra vez a los mismos arrebatos o a las mismas convicciones a pesar del malestar que producen, es la lucidez entera que ellos tienen sobre sí mismos y que la cinta recoge por completo siendo ella misma cruel, sometiéndolos a una serie de torturas sin fundamento. Sucede lo mismo con Los olvidados. Toda la impiedad de sus protagonistas es transparente debido a la sordidez de las situaciones que se plantean. No hay significados, no hay metáforas, no hay veladas acusaciones de irresponsabilidad o de culpa anticipada. Ahí está la realidad de la juventud, de la pobreza, de los celos, de la bondad, del dolor. Nada más.

La lucidez con la que Buñuel atrapa la realidad tiene como fundamento el azar. Toda intervención sobre los destinos de sus personajes se asume como decisión, como acto innecesario pero revelador. Por este motivo, El ángel exterminador es la depuración más completa de su trabajo sobre la naturalidad, el placer y el ocio. Su mayor acto de crueldad —torturar a un grupo de burgueses durante unos cuantos días por el mero placer de hacerlo— da cuenta de su realismo más radical: uno que pone la síntesis de lo sensible (ese juego entre lo natural y lo extraño, entre el asombro y el reconocimiento) como eje del placer y que coloca el azar (la presencia ineludible de lo inesperado) como horizonte último de la existencia.

Al defender el azar como motor cósmico, el cine de Buñuel también defiende la crueldad como una fuerza superior al poder humano que, al mismo tiempo, yace en su interior. Y es aquí donde se adelantó al espíritu decadente de los que vieron en Los olvidados una sumisión vulgar a la naturalidad social cuando era justo todo lo contrario. Lo engañoso es que, quienes lo defendieron por atreverse a retratar la crudeza de la precariedad, también estaban confundidos. La gran defensa que hace Buñuel de la realidad de la crueldad en esta película no es ni una denuncia bienpensante ni un goce cínico. Es antes una elegía a la libertad disipada, un canto a la depravación que de manera implícita celebra lo que la efectuación del mal presupone: pudo elegirse lo contrario. Si somos crueles es porque también somos responsables, es decir, porque somos seres morales. Saber esto no nos redimirá, no inclinará nuestros malos pensamientos hacia el lado correcto de la historia, pero es el presupuesto necesario para tomar cualquier decisión verdadera. Y esta decisión, sea cual sea, sea depravada y perversa o bondadosa y buena, nos libera de la mera sumisión al poder de los otros.

Ver es rebelarse siempre y cuando el placer que produce nos muestre eso que, más allá de toda funcionalidad naturalizada, somos por azar, por casualidad, porque sí. ¿No es cruel un universo que a uno da una enfermedad dolorosa e incurable mientras que a otros los regocija en la salud? ¿No es cruel un mundo que hace nacer a unos en la pobreza y a otros en la riqueza? ¿No es cruel una vida que unos les regala el ocio y a otros la pena del trabajo? Interiorizar esta crueldad en uno mismo, sentir placer por poseerla en sus efectos, amar ese trozo de carne destrozado que puede ser un alma injusta o absurdamente disminuida por la realidad que la supera, es también hacerse con una posesión que ninguna autoridad humana puede arrebatar, que ningún sistema puede alienar: el goce de ser alguien, de ser una singularidad donde lo sensible crea, sintetiza y prolonga el tiempo.

Este mecanismo, materializado por medio de un objeto automático, técnico e industrial como el cinematógrafo, no carece de cierta ironía. Quizá por eso las películas de Buñuel nunca perdieron el sentido del humor. Al fin y al cabo, el cine todavía hoy es en buena medida una actividad ociosa en el peor sentido de la palabra: sólo aquellos que pueden liberarse del trabajo van al cine. Y la línea entre el cinismo y la lucidez es muy delgada. Por eso nunca hay que olvidar el asombro, la extrañeza y el constante impulso por agasajarse en la realidad empírica y plástica que Buñuel hábilmente entretejió con los más despiadados destinos. En su imposibilidad, en su absurdo, Buñuel comprobó que la mirada es libre de ver lo que le place, dejándose guiar por el azar que ella misma es, creando lo que su imaginación y su libertad le descubren. He ahí la forma más pura de la moral y acaso la única forma verdadera de ver el mundo.


FUENTES:
[1] Si entendemos el cine moderno como el que es consciente de su forma y del diálogo que entabla con su historia, es decir, que asume su relatividad y su finitud para extenderse en su propia actualidad de modo que toda naturalización de su forma es a priori imposible, Buñuel no es moderno: su cine no admite relatividad ni consciencia formalista. El clasicismo de su estilo está al servicio de la más pura objetividad. La naturalidad con que abraza a sus personajes y la facilidad que tiene para desenvolver situaciones son una prueba que no admite relativismo ni duda. Si se puede presentar lo aberrante, lo extraño, lo cínico y lo cruel con naturalidad, no es porque seamos víctimas de un embellecimiento de lo abyecto, de un fraude, sino más bien porque el fraude es no ver que la naturaleza es aberrante, extraña, cínica y cruel, y que estos términos no describen ninguna distancia negativa respecto a lo normal, lo propio, lo probo y lo compasivo (cuyo rango de sentido se establece mediante convenciones sociales poco menos que arbitrarias): más bien remiten a la condición misma de nuestro ser. Lo interesante y lo divertido, en todo caso, es que, al ser despojados de su cualidad negativa, estos términos ya no se refieren a lo que normalmente asociamos con ellos, sino a otra cosa.
[2] «El tiempo fue abolido, sólo había espacio en esa película». (entrevista a Arturo Ripstein en El Ángel Exterminador, Criterion, DVD, min. 10:29).