Ella, siendo tú: ensayo doble sobre Eva y Karina

TAMAÑO DE LETRA:

Los autores de este ensayo-reflejo, sin conocerse y sin planearlo, abordaron por cuenta respectiva dos películas de los mismos años: 2013-2014. Las directoras de cada uno, Eva Villaseñor y Karina Cáceres, son jóvenes artífices de una aproximación alternativa del documental autobiográfico en sus respectivos países, que aprovecha un lenguaje más cercano al cine de ensayo y el cine experimental. Una cineasta y un crítico de México, una cineasta y un crítico de Perú: dos países hermanos se enfrentan, como si Eva se parara frente al espejo y viera en él a Karina. O viceversa. ¿Se reconocerían la una en la otra? ¿Se identifica el crítico en las letras de otro?

Días sin memoria


Volverse uno su propia sombra, entrar al agua negra y solo entrever luces divididas: así se refleja a sí misma Memoria oculta (2014), ópera prima documental de Eva Villaseñor, en su plano más emblemático, en el que resplandece un cuadrado de luz brillante sobre un muro color violeta y en el cual, al interior de ese cuadrado, la sombra de un rostro se transfigura ligeramente al moverse, mientras desde el exterior una mano la toca y recorre, como si quisiera sentir su materialidad inexistente.

Años antes, mientras estudiaba cine, Eva tuvo un brote de psicosis durante el cual no guardó memorias y que posteriormente se convirtió, para quienes la rodeaban, en un recuerdo relegado de la memoria colectiva. Tiempo después, la necesidad de recuperar esta parte de su pasado llevó a la cineasta a realizar tres entrevistas a quienes vivieron esos días de cerca: Fernanda, una amiga suya y excompañera de la escuela de cine; su hermano Miguel, y su madre, del mismo nombre que ella. Los tres espacios en donde suceden las entrevistas consiguen, a través de la perspectiva visual de los planos, una geometría exagerada que sitúa distantes en la profundidad a quienes relatan sus historias, creando, al tiempo que una distancia noble entre su intimidad y la cámara de Eva, una perspectiva casi delirante desde la que narran aislados. Así, todo lo que se nos cuenta en las tres entrevistas que integran esta secuencia y que recreamos en el fuera de campo de nuestra imaginación al escucharlo se atraviesa con los aspectos cinematográficos que componen cada una de las entrevistas:

1.- A las palabras de Fernanda, quien comienza a narrar desde el tiempo en que conoció a Eva para llegar después a los días en los que ella empezó a actuar extrañamente durante clases y en que se comenzó a generar histeria colectiva en profesoras y alumnas, y quien finalmente describe los sucesos previos al internamiento de Eva en un hospital psiquiátrico, no las recreamos sin la presencia de pausas y miradas frágiles, ni sin el plano casi expresionista en el que se encuentra o sin los sentimientos de cariño por Eva que se adivinan en su voz.

2.- El hermano de Eva está encuadrado en el interior de un tragaluz circular cuyo fondo dividen a la mitad dos luces de colores distintos: desde un lugar visualmente confuso, Miguel le cuenta a Eva el desconcierto que vivió cuando, estando en Aguascalientes, se enteró de su situación urgente (desconcierto que se prolongó hasta su apresurada llegada a la Ciudad de México para cuidar de ella y poder verla recuperarse). A la fuerza de esta correspondencia entre el relato de Miguel y el lugar desde donde lo narra, se agrega algo verdaderamente vital: las risas que él y Eva comparten, y que apenas intuimos cuando la regresión a una anécdota de la infancia o un comentario con gracia las provocan.

3.- Eva escucha el relato que quizá representa un mayor abismo para quien lo narra: sentada entre los muros de su casa, en los que a la izquierda figura otro tragaluz y a la derecha una fotografía infantil de Eva y Miguel que se convertirá en el plano inicial de M (2017) —documental siguiente de Eva en el que enfocará la mirada en su hermano y para el que esta entrevista y la anterior podrían funcionar como una especie de prólogo—, su madre narra el nacimiento de Eva y describe la independencia que la caracterizó desde sus primeros días de vida (por eso, su desconcierto al verla vulnerable en el episodio de psicosis fue mayor). Anteponiendo un pasado distante a un presente del que se vuelve parte y en el que revela el color de ciertas heridas, la última entrevista de esta secuencia mezcla sentimientos de miedo y alivio que provocan la sensación de una certidumbre al borde del precipicio.

Estas tres certezas que han llegado a nosotros como fragmentos de un espejo roto, sin embargo, desaparecen de pronto ante la oscuridad y el silencio. Segundos después, una ráfaga silente de imágenes que se suceden unas a otras sin que tengamos tiempo para registrarlas hace aparecer, desaparecer y reaparecer vertiginosamente cientos de memorias fugaces: a veces sentimos que entrevemos algunas por segunda o tercera vez sin que podamos nunca comprobarlo; quizá creeremos reconocer otras en la secuencia posterior. Gaviotas, presencias anónimas, capturas de pantalla de Vimeo y figuras geométricas se desplazan con velocidad. Al terminar este relámpago de memorias, como si Eva hubiera logrado extraer de él algunas para distenderlas en el tiempo y examinarlas libres de su fugacidad, en la siguiente secuencia aparecerán ligadas por un mutismo sonoro casi total y por ciertas cualidades físicas que entonces podremos ver y que las situarán en una temporalidad contraria a la del montaje anterior. Sin importar entonces si se trata de los planos de un bosque o un salón de clases vacío, de otros en los que solo podemos ver un recuadro de luz o fuego perdido en la oscuridad, de los planos ralentizados o de los aéreos y submarinos, lo cierto es que la cámara y las distintas cosas que registra parecen perder su gravedad, quedando suspendidas en el aire sin ningún peso, como inmateriales sombras de imágenes. Así, tal vez el momento que mejor materializa esta sensación de ingravidez (que, tanto en M como en El que te filma [Eva Villaseñor, 2020], seguirá reinventándose) es aquel en donde la cámara se sumerge en las aguas de una gruta, girando en torno a los rayos solares que penetran el agua divididos, como flechas de luz azul y amarilla que resplandecen en la oscuridad, y que son los únicos rastros del sol blanco que en la superficie ciega las miradas.

La paz que sentimos eterna en esta escena, sin embargo, dejará su lugar después de un tiempo a un plano que nos parecerá igual de eterno, pero por la razón contraria: una vez más en negro (esta vez durante todo el plano), oímos los lamentos atormentados de una voz anónima. Apenas distinguimos algunas palabras histéricas. Quebrados e inmóviles ante esta voz, que pareciera la sombra sonora de alguien que sufre sin consuelo, atrapados en segundos que se extienden sin final, no podemos sino pensar que Memoria oculta no está en busca de la comprensión fácil y resolución inmediata de un problema; al contrario, deja en claro repetidas veces que estamos ante un enigma doloroso, y lo que aquí se presenta en un inicio como la búsqueda de una memoria perdida será finalmente la invención de una a través del cine: lo oculto solo saldrá a la luz transformado.

Sin asidero alguno a nuestro alcance, cuando los lamentos se detienen, un último plano nos muestra el muro violeta del que hablamos al principio: quizá lo habíamos entrevisto en el montaje donde cientos de memorias se desplazaban rápidamente, pero la fugacidad con la que habría estado frente a nuestros ojos no dejaba lugar a tal certeza, por lo que no sería exagerado sugerir que esto es lo que en última instancia cristaliza cinematográficamente la experiencia psicótica de Eva: algo nos atraviesa fugazmente y lo único que deja en nosotros no es una imagen, sino apenas la sombra de una. Queremos tocarla, descubrirla, pero hacerlo implica reinventarla. Algunas veces lo logramos; otras, esta sombra se funde con la oscuridad circundante, y nuestra mano, con el resplandor de la luz que brilla sobre ella.

Federico Galindo

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Arriba: Memoria oculta, Eva Villaseñor, 2014.
Abajo: Cable a tierra, Karina Cáceres, 2013.

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Distancia, monitor


Karina Cáceres cree en una imagen liberada. Cree en diseccionar cuidadosamente aquellos fragmentos que, captados en el celuloide, consiguen hacerse relevantes; que apelan a lo más instintivo de nuestra psique. Estamos ante una cineasta que presume comodidad en el rótulo de lo «experimental»: circular libremente entre realidad y ficción, evitar preocuparse por las estrictas limitaciones de la linealidad narrativa, poder hacer cine como cine, sin storytelling ni excusas sentimentales de por medio.

Un cine que, al parecer, funciona como nuestro cerebro: áreas distintas y específicas enfrentadas entre sí como mecanismos de recompensa, el caos fílmico de mezclar técnicas contradictorias en un mismo montaje; caminos neurales que van trazando lo que comúnmente conocemos como perspectiva. Sorprende. La imagen resulta una creación problemática y ambigua: una forma de tornar material lo inmaterial, de preservar desesperadamente ciertos recuerdos dispersos, de atentar contra los espacios oscuros en la memoria. No es una imagen difícil, mucho menos cuando es una imagen recortada, adaptada y manipulada; todo, desde el impulso de la artista.

Con Cable a tierra (2013), Cáceres ofrece una revisión caleidoscópica de la realidad o, más bien, «su realidad». Una realidad que, fragmentada y conflictiva, es mejor contada desde lo alegórico. El planteamiento es sencillo: una imagen descontinuada y flexible, que cambia a los pocos segundos, agrupa un sinfín de temáticas aparentemente extrañas entre sí. Todo parece verse desde la perspectiva única de un ente volátil y sensible capaz de saltar desde la plataforma de un avión y meterse entre rendijas de madera o ropajes carnavalescos de bailarines. Y todo esto filmado junto a sonidos de la calle, sonidos de niños y animales, sonidos que parecen contarnos algo, aunque no sabemos qué. Cáceres traza una serie de preguntas sin respuesta, mantiene el desorden, lo aprecia.

Durante el primer acto —si «acto» es la palabra adecuada—, estamos ante una intersección de imagen y palabra; una que, sin embargo, no está mediada por la voz. Con lenguaje poético y sencillo, apenas visible desde el subtítulo, Cáceres se confiesa con el espectador. Sus palabras recurren a la duda y a un enfrentamiento constante con el paso del tiempo. Las imágenes funcionan así: primeros planos de cables de televisión atados a destartaladas antenas; tomas lentas y cuidadosas de paisajes cualesquiera; close-ups de gotas de lluvia que se amontonan en muy distintas superficies. Aquí, la clave es el atrevimiento: usar cualquier detalle —las olas en el mar, la brisa y la lluvia— para expiarse, para contar eso que hemos tendido a callar. Aquí las distancias no son solo físicas, sino también emocionales.

Ello acaba de forma abrupta. Arranca un segundo acto: el transporte, concepto que, dependiendo de cada quien, puede simbolizar placer o un acto desesperado de escape. Nuevamente, Cáceres prefiere la ambigüedad. Contrapone el veloz plano de un tren en movimiento (como si los rieles abandonasen su lugar para acelerar la trayectoria) con toscas escenas de paisajes sencillos y verdosos tomadas bajo el filtro de la ventana del auto. A ratos, cuando la cámara se hace difusa y el montaje acelera, el trasporte sugiere desesperación. Cáceres parece huir de algo, quizás de casa. Sin embargo, cuando el filme recorre episodios anecdóticos —un paseo en parapente por la costa o un descenso por teleférico—, parece recordar al placer, a lo agradable. Lo curioso es que, al final, estamos ante el mismo viaje. La cuestión no está en el trayecto ni en la experiencia, sino en la percepción: percepción débil, intratable, fácilmente quebrantada con pequeños detalles o azotes desesperados de emoción. Percepción alterada.

El filme evoluciona justo como un viaje y se acerca al contraste, a la contraposición (tal vez forzada) de conceptos. Queda claro: una toma área del skyline de alguna enorme metrópoli cuestionada por un breve travelling del panorama arequipeño, testimonio extraño de una ciudad montada al revés, con edificios sin pintar, campiña virgen y cerros pelados coronando el horizonte. Yuxtaponer parece territorio común, con opuestos previsibles e imágenes enfrentadas entre sí, pero no desmerece su efectividad. Es mediante la confrontación que conocemos la esencia y el valor de las cosas. Uno es en la medida en la que lo comparamos con otro.

El último acto de Cable a tierra abandona la visión convencional y personalista anterior para expandir su campo de visión: la primera persona se vuelve tercera persona descriptiva: se intercalan costumbres locales con celebraciones familiares y planos de la naturaleza. Es el poder del discurso fílmico: su amplitud, su versatilidad. El cine todo soporta.

Y es que Cáceres parece decirnos muchas cosas —a veces, demasiadas—, como exigiendo una audiencia atenta y entrometida, capaz de tomar estas piezas discordantes y hacerlas significativas.

Pensemos, por ejemplo, en el rol de la infancia. ¿Por qué el filme intercala de forma disruptiva imágenes de madres e hijos, risas infantiles grabadas desde el móvil o personas sonriendo desde un tiovivo o un carrusel? La infancia se relaciona inevitablemente con la memoria melancólica: si recordar es pensar en un tiempo mejor, el tiempo mejor por excelencia —el tiempo recordado— será el de los primeros años. No sorprende, tampoco, que Cáceres abra su proyecto con una cuota que rememora a su infancia. Al parecer, ella necesita acercarse a esa niña de cabello trenzado y caótico, una niña llena de preguntas, pero no desesperada por respuestas. Y así, como niña, tiene la capacidad de observar. Observamos realidades distintas, contradictorias, pero igualmente cercanas.

El trayecto recorrido sugiere que las distancias, vistas en retrospectiva, se estrechan desde el cine. Cortando y pegando, desde una posición maniqueísta, Cáceres recorre el mundo y deja que lo hagamos con ella. El factor de entretención, concepto a priori contrario del cine experimental, está sorprendentemente presente. Los 50 minutos quedan cortos, pero así son suficientes para apelar al impacto.

El cine deshace Babel, codifica nuestras extrañezas y nos une. El cable a tierra es una excusa que recuerda nuestra humanidad, una forma de reconectarnos. Recordamos, confiamos.

Recordamos cine.

Mauricio Jarufe