¿Qué parte?

Sexo y violencia surrealista


Dic 6, 2021

TAMAÑO DE LETRA:

Traducción de Rodrigo Garay Ysita

1. Objetos misteriosos


Al inicio de Feeling Sexy (1999), el único largometraje hasta la fecha de la artista australiana Davida Allen, Vicki mira una muestra de tejido cerebral en un microscopio y pregunta: «¿Qué parte es la imaginación?». Esta es una de las grandes preguntas que subyacen y animan el impulso surrealista en el cine. Yo la articularía de otro modo: ¿cuál es la parte invisible de un objeto y, aún más particularmente, de nuestra experiencia de ese objeto? La vida cotidiana está llena de objetos que, en su apariencia, no traicionan tanto lo que significan para nosotros: los recuerdos que detonan, los incidentes que los envuelven, las emociones que catalizan mediante una cadena de asociaciones internas. Para alcanzar esa profunda realidad de apariencias ocultas, hay que contar una historia, pintar un cuadro, acuñar una metáfora… o hacer una película.

Y nosotros, los que estamos sintiendo todo esto, también somos objetos misteriosos; podemos parecer tan inertes o inanimados como los objetos físicos a nuestro alrededor. ¿En qué parte, dentro de esta masa de sangre y hueso, de órganos y vísceras, somos materialmente? ¿Qué parte es la que realmente piensa y siente, ama y adolece? ¿En dónde está el reino sensual, el poético o el creativo del ser humano? ¿Qué parte es la imaginación dentro de este miserable cerebro disecado bajo microscopio?

La sola palabra surrealismo refiere a un superrealismo, un realismo aumentado. En origen, no significa irrealismo o antirealismo —una malinterpretación muy común—. La base del arte surrealista es, en muchos casos, sumamente realista. Jean Cocteau reflexionó así sobre su experiencia al filmar Orfeo (Orphée, 1950): «Mientras más te acercas a un misterio, más importante es ser realista».[1] Con un ánimo semejante, Georges Franju prologó su cortometraje La primera noche (La première nuit, 1958) —una lírica historia de amor vislumbrado y perdido entre niños, mientras los respectivos trenes que los transportan se encuentran y luego se pasan de largo en un subterráneo— con este fragmento de los autores originales de Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), Pierre Boileau y Thomas Narcejac: «Se necesita solo un poco de imaginación para cargar nuestros gestos más ordinarios con un sentido inquietante, para que el decorado de nuestra vida diaria dé a luz a un mundo fantástico».

Franju también abordó la experiencia inherentemente surreal de mudarse de casa. De pronto, los objetos domésticos se vuelven extraños e hiperreales cuando los quita de sus sitios usuales y los empaca; zonas y espacios raros de la casa (una esquina polvorienta, una mancha blancuzca donde antes colgaba un cuadro) se hacen evidentes por primera vez.[2] Es la aprehensión de un mundo surreal y misterioso bajo el mundo dado, dentro de él o a su lado.

Orfeo (Orphée, Jean Cocteau, 1950)
Judex (Georges Franju, 1963)

Franju fue uno de varios artistas modernos que regresaron a un gran y temprano amor por los surrealistas: los seriales de crimen y fantasía que hizo Louis Feuillade en la época silente, las largas películas (o series episódicas) donde asesinos en trajes de buzo se escurrían entre verdaderos cafés parisienses con extras involuntarios sentados a un brazo de distancia. El homenaje que Franju le hizo específicamente a Feuillade fue su película Judex (1963). Alain Resnais nutrió su propia carrera en esta línea, comentando: «Dicen que en el cine hay una tradición de Méliès y una de Lumière: yo creo que también hay una corriente de Feuillade, la cual vincula maravillosamente el lado fantástico de Méliès con el realismo de los Lumière, una corriente que genera misterio y evoca los sueños a través de los elementos más banales de la vida cotidiana».[3] (Entre los críticos de Resnais, Richard Roud llamó a esta unión de fantasía y realismo, a lo Magritte, «el método surrealista»).[4]

Ese curioso pedazo de cerebro en Feeling Sexy identifica a un cúmulo de términos y sensaciones cruciales para el surrealismo. En primer lugar, la filosofía de nuestro mundo material en relación con otro mundo —no un mundo lejano en el paraíso o el infierno, ni más allá del arcoiris, sino justo aquí, dentro de los huecos secretos de lo dado—. Luego, la noción de una fuerza anímica, un deseo o emoción que infunde vida a las estatuas pétreas de la realidad. Las historias surrealistas suelen tocar una forma de rejuvenecimiento, renacimiento o despertar a la vida y a las maravillas del mundo ordinario: desde la feliz comedia silente de ciencia ficción París que duerme (Paris qui dort, René Clair, 1927), donde un láser puede congelar y reactivar el mundo, hasta las visiones políticas de los hermanos Taviani en filmes como La notte di San Lorenzo (1982) y Kaos (1984), donde la música que viaja mágicamente por mar y tierra puede incitar a un individuo, a una comunidad o a una nación entera a cantar, bailar y actuar revolucionariamente en un trance febril y poseído.

Cuando los componentes de la ilusión y el artificio se notan en la película, el efecto poético, onírico y misterioso —el efecto surrealista— se magnifica. Claude Ollier alabó así a los obvios y un poco torpes efectos especiales de la primera King Kong (1933): «Qué cierto es que el mundo de los sueños está hecho de efectos espaciales, dislocaciones ópticas, rupturas secuenciales y discontinuidad general».[5] Además, evocó «un universo visual que logra perfectamente el efecto de collage de cualquier pesadilla: espacio y tiempo perforados; huecos; márgenes; empalmes e incompatibilidades de acción; zonas de duración imponderable y vacío, hacia donde se precipitan las aprehensiones de lo irreal».[6]

Espacio y tiempo perforados; esta frase me recuerda a una «inscripción» del surrealista belga Louis Scutenaire: «Mi gusto por Popeye el marino, en las caricaturas de Max Fleischer, se debe mucho a las libertades que se toma respecto a esas creencias tan queridas de la humanidad: espacio y tiempo».[7] Es una idea muy cinematográfica que el espacio y el tiempo deban atesorarse como creencias humanas —y descarrilar y subvertirse como tales—. Por eso, los cinéfilos surrealistas son tan afines a las variedades de la serie B; ahí encontramos (intencionalmente o no) un tipo de asociación libre hiperlógica entre pedazos de cartón, un montaje demente entre pedazos nominales de trama, personaje e idea.

Esta es una oportuna iniciación en los anales del sexo y la violencia surrealista.

2. Mirar como surrealista


Durante muchos años, mirar tuvo una mala reputación en la teoría del cine. Mirar tenía sus perversiones aledañas: voyerismo, escopofilia, fetichismo. Este tipo de mirada infame es distante, hambrienta, vacía, indiferente e irracionalmente brutal. Es la mirada de los acosadores, asesinos y psicópatas que deambulan detrás del follaje de los árboles en las películas de Viernes 13 o Halloween —donde la cámara se pone en el lugar de los ojos ocultos del asesino y dirige su mirada hacia los estudiantes impúdicos de los dormitorios mixtos o hacia los niños alrededor de una fogata o televisión—.

La mirada surrealista es distinta. Es creativa, reinventa lo que ve. Inviste misterio e intensidad en las cosas más pequeñas: una buena definición de fetichismo, si es que podemos separar ese término de las teorías freudianas sobre el complejo de castración. La mayoría de los artistas son fetichistas en un buen sentido; ciertamente, los surrealistas lo son. También son perversos en un buen sentido. Pero, ¿qué es exactamente la perversión? Es la reconexión o el reencauzamiento de las piezas del mundo, del orden social, mediante una lógica nueva y diferente. Crash (David Cronenberg, 1996), por ejemplo, no es un testimonio triste, monstruoso, violento, ofensivo y enfermo; no lo encuentro frío, denigrante o misógino, como muchos sí.[8] La visión de Cronenberg es perversa en un sentido creativo: imagina y dibuja conexiones inéditas entre pedazos de cuerpo y máquina, entre estados emocionales y deseos en un mundo donde la interacción entre personalidades ha superado el impacto, el trauma y la alienación para llegar a un territorio límpido y extraordinario.

La mirada surrealista suele ir de la mano de la creación y llegada de nuevos mundos: mundos de tecnología, medios de comunicación, farándula, glamour y celebridad. Al surrealismo le gusta todo estrato social que ya esté por encima del piso, acentuado y exagerado, en una escalinata al paraíso o un elevador exprés al infierno. La mirada surrealista funciona dentro de los sucesos dramáticos o situaciones influenciadas por los sueños, en la forma de mirar y observar de algunos personajes privilegiados, y nos lleva en su misma dirección de ensueño.

Las películas de Federico Fellini tienden hacia un tipo de mirada trastornada o percepción intoxicada. En Toby Dammit, su episodio de treinta y cinco minutos para la antología de Edgar Allan Poe Histoires extraordinaires (Federico Fellini, Louis Malle y Roger Vadim, 1968), un programa matutino de televisión entrevista a Toby, una ultrasuntuosa estrella de cine británico. Aquí, Fellini le delega la percepción trastornada a Toby mientras la representa en el lenguaje audiovisual de la misma película. El espacio del mundo, de cualquier sitio, set o locación explota en mil fragmentos brillantes. Una vez más: espacio y tiempo perforados. Fellini dirigió esta entrevista televisiva para lograr una discontinuidad máxima: Toby está bañado de una luminiscencia blanca y extraterrenal, y todo a su alrededor no para de girar, viajar, moverse y arrastrarse. Cada plano es como una isla atomizada. Los rituales arcanos de la farándula moderna —como la presentadora del programa desapareciendo bajo el encuadre de la cámara de televisión, inclinada hacia enfrente sobre sus manos y rodillas— dominan la videncia de Toby con su extrañeza.

París que duerme (Paris qui dort, René Clair, 1927)
La notte di San Lorenzo (Vittorio Taviani y Paolo Taviani, 1982)

Todo es ilusión y artificio, todas las costuras están expuestas. El trabajo de cámara y montaje de Fellini captura todo a medio gesto y luego lo trunca abruptamente en un movimiento incesante e inquieto, no necesariamente provocado por la acción de los personajes. El diálogo, doblado como en una película de Orson Welles, baila dentro y entre las imágenes sin respetar siempre los labios de los actores. Este típico héroe fellinesco —un alma frágil y perdida flotando en un remolino de seductoras apariencias que suelen ser reflejos múltiples de sí mismo— es presa de visiones prestadas del cine de terror, como la inolvidable niña que lo atormenta a lo largo del relato. Lo que vemos aquí no es solo una inquietud surrealista, sino una textura surreal afinada a las superficies de un mundo moderno y estrafalario.

Una escena parecida, en una línea más obviamente cómica, aparece en la miniserie de televisión en tres partes Manoel dans l’île des merveilles (1984), de Raúl Ruiz —que es, de hecho, una serie para niños: algo que había sido un viejo anhelo de artistas surrealistas de todo tipo. Para finales de los años cuarenta, Jacques Brunius lamentaba que ya era «casi imposible componer un programa para niños»[9]—. La escena muestra una ceremonia surreal, también en un entorno de entretenimiento moderno: un programa de radio en vivo. Como pasa a menudo en la obra de Ruiz, la escena que mencionamos aquí es más como un universo que constantemente se encoge y se expande como el cuerpo de Alicia en el País de las Maravillas; se extiende hacia otros mundos alternativos en constante metamorfosis. Como Fellini, Ruiz emplea el doblaje y la postsincronización al máximo para tener una mayor libertad al manipular el sonido, así el extraño texto verbal simplemente flota sobre o debajo de la acción. Una voz incorpórea introduce la transmisión de radio en la película a través de un aparato doméstico, indicando así un salto instantáneo hacia otra película virtual que sucede lejos de la trama principal. Por eso, las transiciones entre escenas suelen ser traicioneras en la obra de Ruiz.

Luego están los juegos visuales que aseguran la expansión infinita del espacio y la fluidez o maleabilidad de todas las figuras: gente convertida en sombras sobre la pared, un lente de enfoque profundo que permite la yuxtaposición de fondos y primeros planos extremos con una línea difusa en la mitad de la pantalla, ángulos dementes (como el reportero visto a través de las curvas de la pista de carreras miniatura) que abstraen, multiplican y redefinen las posibilidades espaciales a cada paso. Como en la película de Fellini, todo está en movimiento perpetuo, incluyendo a un niño que levita (y a quien nunca vemos de cuerpo completo) y a varios personajes arrastrados en sillas de ruedas.

En su totalidad, la trama de Manoel dans l’île des merveilles reinicia todo el tiempo, duplicándose, ofreciendo nuevas versiones de sí. La historia es una variación salvaje de lo que los psicoanalistas llaman «romance familiar»[10] —el relato arquetípico donde un niño busca su identidad en la forma de padres biológicos (quienes, en la película de Ruiz, mutan en personas distintas pero ligeramente similares, como si sus cuerpos hubieran sido intercambiados por extraterrestres) y en cualquier sitio que pueda considerar un hogar estable o lugar de origen—. Pero el pequeño Manoel, perdido en un flujo constante de familias y hogares posibles, es el eterno huérfano surrealista: como los niños de Moonfleet (Fritz Lang, 1955) o La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955), dos embriagantes e inclasificables películas de Hollywood adoradas por los cinéfilos surrealistas. A Manoel lo transportan de un extraño hogar improvisado a otro, a través de campos mágicos y cuevas tenebrosas, y el único paisaje que finalmente puede dominar o simbolizar su travesía es el mar, la imagen favorita de Ruiz para representar el flujo del inconsciente y el abandono de uno mismo.

3. Política surrealista


El surrealismo no se puede sondear, diagnosticar o atacar muy literalmente. Si nuestra aproximación es literal y leemos solamente lo que se nota a primera vista, entonces será fácil caer en una intolerancia moralista y desaprobatoria; cada vez encontraríamos más evidencia de que el surrealismo es un represor fúnebre y punitivo, el pasatiempo libertino de un culto exclusivo y privilegiado que se alimenta de ansiedad, homofobia, misoginia y alienación. Pero es difícil sostener esta línea ofensiva cuando el surrealismo se propone enseñarnos, en primer lugar, que las apariencias nunca son meramente apariencias. Son velos, pretextos, metáforas, encarnaciones efímeras o apariciones contenidas de algún sentimiento o impulso más amplio y profundo. Otro gran eslogan surrealista, esta vez tomado de la época romántica del arte, la literatura y la filosofía que precede al surrealismo por mucho: «la vida es sueño». El mundo en la vigilia es una ilusión, un alojamiento temporal, mientras que el mundo de los sueños es el verdadero reino colectivo que solo podemos vislumbrar mientras dormimos, mientras estamos vivos.

Es a través de este camino fugitivo de sombras que debemos explorar las representaciones y evocaciones surrealistas del sexo, la violencia y la transgresión: el contenido que tantas veces ha sido etiquetado como enfermizo o sospechoso por los críticos de su tiempo. El daño que sufren los cuerpos en el surrealismo es menos una violación literal que un escapismo figurativo y fantasioso. Cronenberg lo dice con cada película: «larga vida a la nueva carne», un llamado surrealista a la era cibernética. Tomemos un ejemplo literario de este engañoso proceso. En un pasaje particularmente delirante de su novela publicada en 1926 Paris Peasant, Louis Aragon da rienda suelta a una ensoñación sobre la experiencia de amar y desear como una forma de perderse a uno mismo:

En lo que a mí respecta, solo deseo que estos cuerpos extraños que me sostienen finalmente puedan dejarme ir, que mis dedos, mis huesos, mis palabras y su cemento me abandonen, ¡que yo pueda desprenderme en el azul magnetismo del amor! [11]

Hay un fragmento de este pasaje tan potente en Paris Peasant que me ha cautivado por mucho tiempo. Es cuando Aragon reflexiona sobre el océano (la imagen se parece a La ville des pirates [1983], de Raúl Ruiz) y los cadáveres que yacen en el fondo marino:

Mar, ¿realmente amas los cadáveres putrefactos de tus víctimas ahogadas? ¿Amas la suavidad de sus dóciles extremidades? ¿Amas la renuncia de su amor desde las profundidades insondables? ¿Su increíble pureza y su cabello flotante? Entonces dejad que mi océano me ame. [12]

Uno de los aspectos más notables de la prosa de Aragon es su increíble violencia. La pérdida de uno mismo se representa como un asesinato del individuo, una automutilación prolongada y decadente del cuerpo. Esta es una clásica paradoja surrealista: la pureza del amor (que es de lo que habla Aragon en realidad) se representa como la pureza de la muerte; imágenes lúgubres y horripilantes sirven como imágenes de la fuerza vital. Su imaginería podría parecer horrible en primera instancia, pero es, sobre todo, rapsódica. La pérdida o el exterminio del yo no es trágica, sino lo opuesto: es extática, una celebración salvaje.

El surrealismo tiene bien desarrollado su propio programa político. Podría parecer un poco utópico y pasado de moda en estos tiempos: una política que invoca permanentemente a la revolución en el plano de la cotidianidad.[13] La idea de la revolución permanente es una paradoja que a veces esconde una idea melancólica posterior. La revolución es perpetua, pero nunca llega de verdad. Eso no significa que no valga la pena experimentarla o lucharla, pero hay un signo de interrogación sobre su eficacia en el mundo real.

Histoires extraordinaires (Federico Fellini, Louis Malle y Roger Vadim, 1968)
Manoel dans l’île des merveilles (Raúl Ruiz, 1984)

De cierta manera, ese es el punto político del surrealismo: siempre hay algo más, algo mejor que nos espera y a lo que podemos aspirar; siempre hay un nuevo placer por descubrir en donde sea que estés, siempre una nueva transformación por lograrse o un potencial por explotar. Aun así, es interesante que —cuando se trata de surrealismo en el cine— mucho de lo que se escribe expresa una decepción inequívoca. En los años veinte, Jean Epstein alabó al cine por las cualidades mágicas de lo que él nombró photogénie —cuando los rostros y gestos magnificados en la pantalla se vuelven irreales y sublimes—, pero también dijo que «nunca había visto un minuto entero» de pura photogénie en ninguna película disponible.[14] Durante setenta años, los escritores y críticos surrealistas han adoptado al cine como el medio de ensueño ideal, la vía hacia el inconsciente y lo fantástico, aunque también, una o dos oraciones después, expresan resentimiento por una industria fílmica que solo funciona con dinero y que quiere vendernos sueños y fantasías formularias y comprometidas, deseos comercializados y mercantilizados. Sin embargo, ellos regresan al cine en busca del éxtasis momentáneo, del vistazo al otro mundo que, por breve e inadvertido, puede ser profundo, devastador, transformador o potenciador de nuestra realidad. Quizás nuestra relación con el arte y la cultura sigue esta lógica incansable de perpetua desilusión contra una esperanza irreprimible e imposible.

Aquí recuerdo un famoso ensayo sobre el surrealismo escrito en 1929 por Walter Benjamin. Reflexionando sobre lo fugaces, efímeras y a veces quiméricas que son las promesas del surrealismo, Benjamin evocó una escena melancólica pero encantadora. André Breton, sobre todo en su novela Nadja, fue:

el primero en percibir las energías revolucionarias que aparecen en lo ‘obsoleto’: en las primeras construcciones de hierro, las primeras fábricas, las primeras fotografías, objetos que han empezado a extinguirse, pianos de cola, vestidos de hace cinco años, restaurantes modernos cuando su boga empieza a menguar. [15]

Y continúa:

Breton y Nadja son los amantes que convierten todo lo que hemos experimentado en tristes viajes de ferrocarril (los ferrocarriles empiezan a envejecer), en el abandono de las tardes de domingo en los vecindarios proletarios de las grandes ciudades, en el primer vistazo a través de la ventana empañada de un departamento nuevo, en una experiencia o acción revolucionaria. Ellos llevan las inmensas fuerzas atmosféricas encerradas en estos objetos hasta el punto de ebullición. ¿En qué se convertiría una vida si su forma la determinara el decisivo momento exacto en que una canción callejera termina en los labios de todos? [16]

***

Alguna vez, intentando formular la cosmovisión particular del surrealismo, pensé en las opciones básicas. Definitivamente, el surrealismo no es religioso ni metafísico. Siempre se ha adherido fiera y orgullosamente al credo de Louis Auguste Blanqui en 1880: «Ni dios ni maestro». De alguna manera fundamental, el surrealismo está aterrizado en la realidad. Y su naturaleza es política, usualmente izquierdista en su orientación y afiliaciones. Entonces, ¿podríamos decir que es materialista? Bueno, sí. Pero eso no suena muy divertido. Es demasiado adusto y estricto.

El surrealismo es, al mismo tiempo, sobre lo invisible dentro de lo visible, lo otro que llena de energía a lo visible. Pero hay una comunicación recíproca entre los reinos de lo imaginario y lo real que Gilles Deleuze describió mejor. ¿Por qué, pregunta, distinguimos los sueños como fantasía y una caminata en la calle como algo real?

Vemos claramente por qué lo real y lo imaginario se llevaron hasta el exceso o incluso hasta el intercambio entre ellos: el devenir no es más imaginario de lo que un viaje es real. El devenir convierte las más desdeñables trayectorias, incluso una inmovilidad fija, en un viaje, y es la trayectoria que convierte lo imaginario en devenir. Cada uno de esos dos tipos de mapa, el de las trayectorias y el de los afectos, se refiere al otro. [17]

Y agrega: «Y como las trayectorias no son más reales de lo que los devenires son imaginarios, hay algo único en su unión que pertenece solamente al arte».[18]

Porque el surrealismo trata una fuerza anímica de sentimiento, deseo e inversión emocional, tenemos que afirmar que es asimismo una filosofía extática. No espiritualidad religiosa, sino trances y transportación, sueños y visiones, el inconsciente. Si hay un misticismo en el surrealismo —y muchos surrealistas se han adentrado, de manera teórica o práctica, en ritos que incluyen el consumo de drogas, vudú y magia ritual—, entonces es un misticismo secular o terrenal. Y si hay materialismo en el surrealismo, seguramente debe ser un materialismo extático. Por eso, siempre que me preguntan por mi fe, o por la ideología en la que creo, mi respuesta preferida es: soy un materialista extático. Y esa es mi manera de participar, como cinéfilo, en la aventura continua y el eterno experimento del surrealismo en el cine.

La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955)
Crash (David Cronenberg, 1996)

TAMAÑO DE LETRA:

 


NOTAS Y REFERENCIAS:

[1] Jean Cocteau, Robin Buss (trad.), The Art of Cinema, Londres, Marion Boyars, 2000, p. 156. N. del T.: Todos los fragmentos citados por Adrian Martin se tradujeron al español para esta edición del texto.

[2] Raymond Durgnat, Franju, Londres, Studio Vista, 1967, p. 19.

[3] Richard Roud, Cinema: A Critical Dictionary, Volume 1, Londres, Secker & Warburg, 1980, p. 355.

[4] Ídem.

[5] Claude Ollier, Tom Milne (trad.), «A King in New York: King Kong» en Cahiers du Cinéma 1960-1968: New Wave, New Cinema, Reevaluating Hollywood, Cambridge, Harvard University Press, 1986, p.193.

[6] Ibíd., p. 194.

[7] Louis Scutenaire, «Inscriptions» en Surrealism and its Popular Accomplices, San Francisco, City Lights Books, 1980, p. 102.

[8] Véase: Barbara Creed, «The Crash Debate: Anal Wounds, Metallic Kisses» en Screen Vol. 39 No. 2, 1998, pp. 175-179.

[9] Jacques Brunius, Mary Kesteven (trad.), «Experimental Film in France» en Experiment in the Film, Londres, The Grey Walls Press, 1949, pp. 109-110.

[10] Véase: Sigmund Freud, «Family Romances (1909)» en On Sexuality, Londres, Penguin, 1977, pp. 217-225.

[11] Louis Aragon, Simon Watson Taylor (trad.), Paris Peasant, Londres, Picador, 1980, p. 184.

[12] Ídem.

[13] Véase: Max Blechman (ed.), Revolutionary Romanticism, San Francisco, City Lights, 1999.

[14] Jean Epstein, Stuart Liebman (trad.), «Magnification and Other Writings» en October No. 3, 1977, p. 9.

[15] Walter Benjamin, Edmund Jephcott (trad.), «Surrealism: The Last Snapshot of the European Intelligentsia» en Walter Benjamin: Selected Writings – Volume 2, 1927-1934, Cambridge, Harvard University Press, 2001, p. 210.

[16] Ídem.

[17] Gilles Deleuze, Daniel W. Smith & Michael A. Greco (trad.), Essays Critical and Clinical, Londres, Verso, 1998, p. 65.

[18] Ibíd., p. 66.