Una coreografía incómoda
Clementina (2022) de Agustín Mendilaharzu y Constanza Feldman
Entramos con Francisco, mi marido, a la sala de proyección del Malba. Al sentarnos, a tientas y en la oscuridad, dejamos un asiento vacío entre un hombre de unos setenta años y nosotros. Siento ese hábito adquirido durante la pandemia cada vez más extraño. Aun así, es difícil deshacer ciertas costumbres. Muchas veces, antes de saludar a alguien, pienso en cómo hacerlo. ¿Es demasiado dar un beso? ¿Y un abrazo? ¿Es muy frío estirar el puño cerrado? Por momentos, me parece que con el distanciamiento social se nos hicieron rígidos los cuerpos, como si hubiese que medir constantemente los límites entre uno mismo y el otro.
Por suerte, las luces se apagan y las imágenes empiezan a desfilar una tras otra en la pantalla grande. Los movimientos de Clementina (Constanza Feldman) son magnéticos. En la primera escena de la película, ella cruza la calle, cargada con bolsas llenas de frutas, verduras y otros víveres. La apertura del plano picado revela la quietud de la ciudad pandémica. A Clementina se le caen unas manzanas, unas naranjas, unos limones. Las frutas, empecinadas en llegar al cemento, se escapan de las manos de la joven aunque ella intente recogerlas. Así, se despliega la coreografía incómoda de un cuerpo tan expresivo que parece resistirse a la tiesura en cada gesto.
A través de una estructura episódica, la película narra la vida de Clementina en el contexto de la cuarentena obligatoria de 2020, durante la cual la protagonista se ha mudado a lo de Guillermo (Agustín Mendilaharzu), su novio. Si bien aparece en algunos planos, él se mantiene por lo general fuera de campo. Clementina también convive con todos los objetos que Guillermo colecciona: instrumentos de viento, discos de vinilo repetidos, juguetes, muñecos, cartas, entre otros tesoros insólitos. En aquel departamento sobre la calle Teodoro García, frente al Club Atlético Chacarita Juniors, Clementina busca su propio lugar. El contexto mundial devino extraño, pero también lo es aquel espacio colmado de muñecos que parecen mirar a la protagonista desde los estantes, los cajones y las grietas de una pared rota. En una escena que evoca al slapstick por el trabajo físico actoral, Clementina atraviesa el living, minado de objetos, para llegar al balcón. El cuerpo del personaje se estira, se dobla y se retuerce hasta alcanzar su destino. Cada roce, golpe o paso se acompaña de un sonido enfatizado. El diseño sonoro tiene reminiscencias de las películas de Jacques Tati, donde los efectos apuntan a un tono cómico logrado. La danza, hipnótica y bella, se alterna con una serie de planos cerrados de los muñecos acomodados como si fuesen los espectadores privilegiados de aquel baile doméstico.
Mientras Guillermo se aísla en una habitación para dar clases virtuales sobre realización audiovisual, Clementina, que es profesora de educación física, encuentra más difícil sostener su actividad y, sobre todo, adaptarse a la situación inédita del confinamiento. El cuerpo del personaje, desbordado de energía, se presenta desencajado y extrañado. Salta a la soga y se mantiene en continuo movimiento. En su más reciente libro, Un cuerpo al fin, Alexandra Kohan señala: «Nuestros cuerpos resultaron abatidos, espeluznados, inquietos, desorientados. La cuarentena inicial nos confrontó con cierta torpeza: ¿qué cuerpo? ¿Cómo y dónde lo ponemos?»[1] Como si buscara reflejar esos interrogantes, la película construye a un personaje que sortea el encierro con una visible incomodidad.
Desde cortes de agua y luz hasta emergencias de plomería, la vida cotidiana de los personajes se ve permanentemente enrarecida por una serie de imprevistos que suceden en el edificio. Con curiosidad, Clementina observa —desde el balcón y a veces a través de la mirilla de la puerta— a los distintos obreros que van desfilando en torno al edificio. Cuando el yesero (William Prociuk) termina de trabajar en el baño de Guillermo, Clementina lo invita a tomar una sopa con ella. Los personajes se sientan y conversan mientras comparten un plato de comida. Se abre entre ambos un espacio de intercambio sensible que parece disolver momentáneamente la pandemia. Así, la película da cuenta de la importancia de aquellos actos preciosos donde la pregunta por la distancia entre uno mismo y los demás queda, por suerte, suspendida.
NOTAS Y REFERENCIAS:
[1] Alexandra Kohan, Un cuerpo al fin, Argentina, Editorial Paidós, 2022, p. 269.