El infierno inhóspito

La cordillera (2017) de Santiago Mitre


Por Rafael Guilhem 

El infierno inhóspito

La cordillera (2017) de Santiago Mitre


Por Rafael Guilhem 

 

TAMAÑO DE LETRA:

Poner en escena una cumbre de jefes de estado latinoamericanos que buscan establecer una alianza petrolera a escala continental, arrastra algunas dificultades. Primero, porque se trata de un vínculo muy cercano al funcionamiento —posiciones y jerarquías— de la realidad política internacional; y segundo, la representación de los personajes y los hechos juegan con referentes de una fuerte carga arquetípica. Es decir, la película trabaja con una imagen pública de los presidentes que ya implica una personificación de los que de por sí son personajes. Lo interesante, a continuación, es saber qué distancia ocupa el material fílmico de esa fuente extravagante.

Tal vez eso ha sido motivo suficiente para que La cordillera (2017) haya abierto la adivinanza de quiénes son los mandatarios que están ahí aludidos. Aunque me parece una búsqueda inevitable, nos puede dejar dando vueltas en un círculo sin centro. Lo que hace a esta película del realizador argentino Santiago Mitre una propuesta más compleja de lo que aparenta, es su bifurcación y oculto ciframiento. Digamos que existen tres niveles o rectores que se van relacionando y traficando elementos al correr del metraje: el político, entendido en su nivel institucional, es decir, la política “profesional” de los gobiernos, cuya nota más baja son sus roces con la caricaturización; el psicológico, después de que Marina, la hija del presidente argentino Hernán Blanco (encarnado por Ricardo Darín), es llevada junto a su padre al hotel donde se desenvuelve la gesta organizativa, en un intento por aliviar sus problemas derivados de la reciente separación de su esposo; y finalmente el paisaje donde ocurre la cumbre, que corresponde a la esplendorosa cordillera de los andes chilenos, un lugar único e inhóspito.

Con esta baraja nos enfrentamos a lo que parece una película al interior de otra. Es inusual que la política gubernamental sea trasladada repentinamente a una narrativa mucho más personal, la de Marina, que enrarece y da singularidad a lo que parecía tener una tesitura muy convencional. El punto álgido, se suscita cuando ella, como último recurso, es sometida a una sesión de hipnosis con el fin de revertir su estado traumático, pero también, de esconder cualquier indicio de escándalo público que afecte la imagen de su padre. Todo lo que en la película tiende a lo mediático, como es la naturaleza de cualquier encuentro entre figuras tan importantes como las que ocupan los presidentes del continente americano, y que se vislumbra en las entrevistas, las fotografías, y la preparación de los discursos, mantiene su contraparte en una especie de incomunicación que se va concentrando hasta llegar a su expresión más sintética: el secreto; que articula y salpica todo lo que cimenta la superficie. El escenario montañoso, que da nombre a la película, es a fin de cuentas un espacio que contradice la propia luminaria del magno evento. El propio Hernán Blanco, que en su apellido lleva el color de la nieve, es una persona que parece no esconder nada, pero la trama psicológica en la que se ve involucrado con su hija, nos hace derivar en su pasado, a partir de todas las cosas que dice Marina, que pueden ser un poco verdad y un poco ficción. Esta distinción, sólo nos resulta útil cuando hay algo que desentrañar en la mecánica de las cosas que producen verdades. El borde al que llega el aturdimiento de la hija del presidente, podría ser leído como una sarta de disparates, o bien, una profunda perversión del padre que no reconoce las verdades. Eso nunca quedará discernido, pero sí pondrá sobre la mesa la fragilidad que rodea cualquier certeza. 

Lo furtivo, que circula en todas las relaciones y estructura las decisiones de los seres en pantalla, acompaña también los amaños y las estrategias que se formulan entre las sombras, y que ponen en jaque la ciencia de sus participantes. La clave parece estar en hacernos dudar de lo pronunciado y ejecutado; contraponer la sinceridad con lo legítimo, pero también, asumir lo real como una suma de mentiras, o más complicado aún, un cruce de verdades contradictorias que nunca encajan y siempre hacen emerger las posiciones difíciles, las decisiones conflictivas y las éticas limítrofes, sustanciales de un poder que de facto climatiza todo a su paso. Tal vez lo que funda Mitre en el fondo, son personajes constituidos de varios niveles que coexisten: lo secreto, lo mediático y lo conveniente. Eso queda con más impacto en su película anterior La patota (2015), donde una mujer es violada por hombres de una clase social desfavorecida a los que ella misma apoyaba, y a quienes incluso después del abuso, alcanza a justificar, pues acusarlos sería acusar sus propias convicciones.

El mal, de ese modo, se presenta como un ingrediente de toda posición de poder que, sin embargo, penetra en las personas a tal grado que las hace desconfiar de sí mismas y lo que son. Esto puede verse en los delirios de Marina que Hernán descalifica, pero sobre todo en el inicio de La cordillera —un fragmento provisionalmente inconexo del resto del filme—: un hombre busca ingresar a La Casa Rosada (sede del poder ejecutivo en Argentina), cuando su acceso se ve obstaculizado por la diferencia leve entre el nombre que aparece en su tarjeta de identidad, y el que los vigilantes tienen archivado. Parece un detalle mínimo, pero lo que ahí difiere figura como la duda sobre lo que uno mismo es cuando tiene que transgredir sus propias fronteras —físicas, psicológicas, sociales y morales— con tal de intentar disipar ciertas incongruencias o resolver los problemas parciales e inmediatos intrínsecos a una posición determinada. Santiago Mitre aprovecha la proximidad entre el cine y la realidad, para trazar un mundo paradójico e irregular, siempre ordenado por el poder, que es capaz de hacer dudar a cualquiera de lo que tiene en frente, como si el horizonte estuviera cubierto por el imperio de una cordillera. 

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