El último sketch

Manifesto (2017) de Julian Rosefeldt


Por Rodrigo Garay Ysita

El último sketch

Manifesto (2017) de Julian Rosefeldt


Por Rodrigo Garay Ysita

 

TAMAÑO DE LETRA:

En el inicio no había nada, o al menos nada que tuviera muy contenta a esa predicadora que enciende sus ideas en una mecha para agitar las tinieblas de su tiempo, una época sin precedentes culturales que le sirvan de mucho. Su inconformidad con el estado del arte y el vigor de su narración en off son la fuerza del prólogo y los doce fragmentos de Manifesto (2017), instalación artística de Julian Rosefeldt que migró del Australian Centre for the Moving Image a las salas de cine, compilando y representando algunos de los –ismos de vanguardia que sacudieron al siglo pasado, del situacionismo al minimalismo, para devolverles un púlpito en donde puedan vociferar sus imperativos a los cuatro vientos por última vez.

La evocación de los viejos espíritus de Breton, Malevich, Marinetti, LeWitt o Von Trier, quizás ya sin la pertinencia que pudiera despertar sensibilidad alguna en nuestros días de cinismo, tenía que hacer ruptura por cuenta propia si quería conservar el ímpetu transgresor de las corrientes que rescata del olvido. Más que de manera cinematográfica, el canon declamatorio de Rosefeldt está montado desde una estrategia de performance, casi museística, en donde la voz actora, proyectada desde distintas plataformas, provoca y reacciona ante el espacio que la rodea. El eco rabioso de un elogio funerario puede golpear igual que la resonancia de las bocinas fabriles y sistematizadas al laboratorio más futurista del mundo, que el timbre mamón de la coreógrafa caprichosa a sus bailarines autómatas, que el monólogo interno al casco de un trabajador solitario o que el tintineo de una cuchara a la copa que señala en alto que el discurso de nuestra anfitriona está por comenzar. A lo largo y ancho de doce dimensiones y media, Manifesto se extiende como una voz (1) en el espacio (2).

(1) Voz que se desdobla en muchas caras de la misma Cate Blanchett, disfrazada con la astucia camaleónica del comediante de un Saturday Night Live cualquiera, que brinca de la Cate conductora a la Cate reportera en un cambio discreto de abrigo y de peluca pero que en el fondo sigue siendo una: la proclamación naciente de una inquietud estética, tan absurda e incongruente como sus antecesoras al negar los estatutos del arte hegemónico, condenar su séquito de difusores fraudulentos y reclamar irónicamente adeptos para sus filas —pues, lejos de sus escuchas adormecidos a cuadro, se dirige siempre a la cámara y los busca entre nosotros— no tanto para convencerlos como para emplearlos en la afirmación de sí misma. (Y si la escuchamos y si le creemos, ¿nos vamos a encontrar también?). Añorantes de la espontaneidad del impulso creativo auténtico, las trece oradoras son portavoces de un manifiesto que sólo encontrará su verdadera elocuencia en un terreno combustible que esté listo para encenderse.

(2) Espacio que se plantea con anticipación a través del travelling en toda su imponente verticalidad (el sendero luctuoso en el bosque, la oficina infinita de los brokers) u horizontalidad (la pocilga de los músicos de rock, los cien títeres colgados en la oscuridad), como si el teatro le diera unos minutos previos a su audiencia para pasearse por la escenografía sin actores o como si se contemplara el set televisivo en desuso minutos antes de que empiecen a rodar las cámaras. Además de establecer las marcas postapocalípticas de una época más o menos específica, así se busca el ensanchamiento de un universo presente de tantas formas y colores, siempre vacío, moderno y desprovisto de cualquier brote de vida orgánica, en espera del componente activo que haga arder la rectitud de sus paredes imaginarias.

Que se saquen las conclusiones que se puedan del hecho de que la provocación de Manifesto cierra con su personaje más amable y más didáctico, cumpliendo con la firme dulzura de su oficio el adoctrinamiento de los niños —inocentes de cualquier clase de enredo intelectualoide— en los finos métodos del Dogma 95 y las reglas de oro de Jim Jarmusch. La maestra promete un futuro renovado, la construcción de una ciudad, y exalta a la enunciación como tal porque quizás ya no importa qué se dice ni cómo se dice, sino que se dice («Estoy escribiendo un manifiesto porque no tengo nada que decir»), y que más allá de la pluralidad gastada de contenidos e interpretaciones, el acto puro de la oratoria es el que está cargado de belleza y sinsentido, inconsecuente y divertido como los últimos gritos de un sketch sin público. 

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