Parábola del queso de cabra

Guerra fría (2018) de Paweł Pawlikowski


Por Rodrigo Garay Ysita

Parábola del queso de cabra

Guerra fría (2018) de Paweł Pawlikowski


Por Rodrigo Garay Ysita

 

TAMAÑO DE LETRA:

Una anécdota sacada de la manga: a un ganadero de antaño, digamos que europeo, se le están acabando las ideas. Son tiempos aciagos, sin mucha comida, y el deber de alimentar a una cantidad considerable de hijos es angustiante. El único orgullo que le queda a este pobre hombre es el queso amargo y delicioso que producen sus cabras albinas, una raza casi extinta que su familia ha criado con recelo durante generaciones. Eventualmente, la escasez y un golpe de inspiración lo ayudan a encontrar una solución culinaria medio desesperada: al queso, que tiene de sobra, lo calienta y le añade algunas especias y otras cosas que le quedan a la mano. El platillo lo salva de un invierno frío.

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Una película, ésta sí, de verdad: la de Zula y Wiktor, los músicos que se aman a través de los años y a contracorriente de una agitación cultural que hasta la fecha no ha tenido con qué compararse. Él es un conductor de orquesta aristócrata explorando los rincones folclóricos de Polonia para encontrar voces que le sirvan a su concierto; ella, una niña de campo oportunista que más o menos sabe cantar y bailar, que vio el anuncio de las audiciones de Wiktor y probó su suerte. Los dos son las potencias antagónicas en Guerra fría (Zimna wojna, Paweł Pawlikowski, 2018).

Tal vez es el clima de la posguerra que los contagia, pero desde su primer encuentro pesa un aire de tragedia sobre sus cabezas —y eso, fotográficamente hablando, es literal en los encuadres: hay mucho aire sobre cada personaje, mucho espacio negativo. También podría ser que los dos son testarudos enérgicos y se encontraron demasiado pronto, porque ninguno está satisfecho. Ambos buscan sin cansancio, pero cosas distintas. Lo que mueve a su historia es una clase de necedad muy particular, la de buscar, encontrar y seguir buscando en lo encontrado hasta que se convierta en otra cosa. Una transformación alquímica de tanto rascarle a lo mismo.

Para poder continuar su terco destino, los amantes se separan y se vuelven a separar en un relato fragmentado que, desde el primer reencuentro, articula una serie de pequeñas Casablanca (Michael Curtiz, 1942) que los erosiona progresivamente. Lo que vivían Ilsa y Rick en unas horas, Zula y Wiktor lo hacen varias veces, de 1949 a 1964, en breves episodios recortados para mostrar sólo los momentos decisivos de su relación. Recortar también es la acción principal de la fotografía de Łukasz Żal, en donde no cabe un torso completo, pero sí una calle en fuga a espaldas del retratado o varios niveles de profundidad en donde cada cosa está acomodada para mostrarse a medias: la guerra fría vista en trozos, o en viñetas, como palpitaciones de un ser viviente que se va extinguiendo.

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Al platillo le empieza a ir mejor de lo esperado y sería normal suponer que, en consecuencia, al ganadero también. Lo empezó a vender en las fiestas de su pueblo y los vecinos han estado deleitados por años. De pronto, han venido chefs de todas partes del mundo a preguntar por las cabras, el queso amargo y los secretos de la receta, ansiosos por darle un giro personal a sus ingredientes, por mezclar y deconstruir. Si no pueden abastecerse de este queso en particular, del que ya no queda tanto, no importa: se reemplaza con algo semejante. El ganadero ya no es un simple hombre de granja, es un autor. Esta comida va a ser de todos en el futuro.

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Wiktor trabaja para el Occidente colonizador y es, aunque no quiera, la fuerza de la Historia que va a arrasar con el secreto de cientos de culturas incógnitas cuando intente moldearlas a su preferencia para divulgar su música. Zula personifica a una de esas comunidades. Aunque tampoco quiera y se le escape una y otra vez, de todas maneras se apaga entre las manos de Wiktor y termina convertida en otra persona, quizás menos auténtica. Como indica una acepción paralela del título —o sea, no la política—, Guerra fría es una película sobre el enfriamiento de las cosas que se lograron capturar. Conseguidos, el amor, la música y el comunismo en Europa del Este se enfrían.

La frialdad es una forma de corrupción. En el clímax, que está muy propiamente ubicado en la salvajada de los últimos años cincuenta, los amantes ya no buscan encontrarse, sino perderse, ante el otro y ante sí mismos, y se desviven en los clubes nocturnos de Shadows (John Cassavetes,1959) y Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965) para poder odiarse un poco más. Ella ya no se mueve al ritmo del conductor de orquesta, se mueve por la borrachera sobre una pista de baile en donde ni la cámara estoica de Ida (Paweł Pawlikowski, 2013) puede quedarse quieta; ella gira y pasa de un hombre a otro, como balín de pinball. Ella baila sobre la mesa y él se sume en una fachada de fastidio. Ella llora en el baño.

Los que deciden encontrarse por última vez en la escena final ya son otros. Ya pasaron por hijos ajenos y campos de concentración, ya no tienen cabello ni fuerza para llevarle la contraria a nadie. Su destino de Romeo y Julieta es autoimpuesto (es decir, no es natural ni espontáneo; es un acuerdo y, por lo tanto, es frío) y los inscribe en la mentalidad apocalíptica de la segunda mitad del siglo XX: si vivir es estar separados y con miedo, mejor vamos a morirnos juntos.

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Hablando de morir, el ganadero de la anécdota pasó a mejor vida forrado de dinero y nadie sabe cómo se llama. Del queso de las cabras albinas, en el platillo que todavía se come en todas partes, ya no queda nada. 

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