Patología del recuerdo

Dolor y gloria (2019) de Pedro Almodóvar


Por Jorge Negrete

Patología del recuerdo

Dolor y gloria (2019) de Pedro Almodóvar


Por Jorge Negrete

 

TAMAÑO DE LETRA:

Este es un texto confesional,
no quiero que nadie me identifique.

Salvador Mallo sobre su texto La adicción

Constantemente se ha dicho que Pedro Almodóvar es un cineasta que no deja de repetirse a sí mismo, su manera de filmar y narrar ha ejercido una abrumadora influencia en legiones de imitadores, algunos más hábiles que otros, pero pocos de ellos han entendido que el tema predilecto del manchego esta siempre ahí, desnudo y transparente aunque invisible para quienes se dejan llevar por el color o el disparate; se trata del deseo.

Almodóvar llega a Dolor y gloria (2019), su más reciente película, como un cineasta que ha olvidado qué es lo que hace desear en primer lugar, dejando en su lugar únicamente dolor y un cuerpo destruido. En la película, Almodóvar usa como principal alter ego a un brutal Antonio Banderas, quien interpreta a Salvador Mallo, cineasta que con motivo de la presentación de su película Sabor en la Filmoteca de Madrid, inicia un proceso de recuperación de sus memorias, tratando de encontrar un motivo que lo lleve de nuevo a escribir y quizá a filmar.

Trabajando sobre los arquetipos que han poblado su filmografía y casi estructurando la película a partir de ellos, Dolor y gloria basa su funcionamiento en una poderosa idea: recordar es destruir. A través de un uso sublime del montaje, las memorias de Salvador Mallo irrumpen la narrativa con la misma sutileza y discreción que la luz se estrella con una pantalla para crear imágenes. Como es usual en las películas de Almodóvar, los espacios e interiores, más que habitarse, se transitan y el flujo lineal y curvilíneo de sus diseños lleva la narrativa misma, nada es artificial ni gratuito, lección que Almodóvar parece haber aprendido después del bello pero innegable tropiezo con Julieta (2016).

En Dolor y gloria, el cuerpo es el principal dispositivo narrativo, pero no un cuerpo perfecto, sino uno en descomposición, el del cineasta mismo. Almodóvar usa este recurso para reflexionar sobre otros temas que han sido predominantes en su carrera, como el vínculo entre infancia y religión (La mala educación, 2004), la coralidad femenina y materna (Volver, 2006), la furtividad de un amante perdido (Hable con ella, 2002) y, desde luego, el cine mismo (Los abrazos rotos, 2009), todas, películas que han caracterizado la etapa en la que el manchego se convirtió en una figura internacional, consumible y con una considerable presión por parte de una exigente audiencia que, a cambio de su fidelidad y devoción, demanda que el cineasta se repita a sí mismo. Aquí, Almodóvar no puede estar más lejos de repetirse, sino más cerca de recordarse, lo que hace de Dolor y gloria una cruda y honesta autoficción.

La autoficción del cineasta manchego se nutre de elementos reconocibles: actores como Penélope Cruz o Cecilia Roth, la siempre elegante y sofisticada contribución musical de Alberto Iglesias y, desde luego, el sello que la producción de su hermano imprime, pero al centro se ubica la relación con Antonio Banderas, quien canaliza a Almodóvar en esencia, un entendimiento tal entre director y protagonista que ni siquiera había conseguido con sus múltiples musas. La gran anomalía —y no— de Dolor y gloria es que concibe al personaje almodovariano por excelencia: un hombre, Almodóvar mismo. Se podría pensar por ello que Almodóvar ha realizado una película cercana a 8 ½ (Federico Fellini, 1963), pero su forma cruda y sincera la acerca más a Intervista (1987) en su tono bucólico y porque no se centra tanto en la crisis del cineasta, sino en su reconstrucción, y para lograrlo, la película recurre al agua: el cuadro inicial de la película presenta a Salvador en el fondo de una piscina, la cámara sigue una línea que continúa en una cicatriz en su pecho, para luego seguir el flujo del agua hasta la corriente del río en el que Salvador de niño mira a su madre y otras mujeres del pueblo lavar ropa.

«Los ojos cambian, las películas no», le dice Zulema a Salvador en la primera parte del filme y, aunque el mismo está poblado de memorias y recuerdos, Almodóvar parece estar convencido de que podemos creerles más a las películas que a lo que somos capaces de recordar. De esta forma, Dolor y gloria plantea una pregunta muy pertinente: ¿cómo dirigimos nuestra memoria? Recordar es filmar, lo que hace del cineasta una figura que instruye, nos enseña cómo mirarnos así como, de niño, Salvador dirige la mano de Eduardo, su primer deseo, uno que sólo el cine le permite recuperar. 

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