Elegía para el fin del mundo

Sanctorum (2019) de Joshua Gil


Oct 22, 2019

TAMAÑO DE LETRA:

En un pequeño pueblo de la sierra de Oaxaca, una comunidad de campesinos mixes trabaja día a día, en silencio, recolectado marihuana. Aunque son empleados, no son libres, lo que antes cultivaban ya no es rentable y la economía no les ha dejado otra opción, vulnerándolos. La tensión entre los capataces de los cultivos y los militares en contubernio aumenta y los campesinos son arrastrados al medio de las disputas. Una joven recolectora y madre es desaparecida junto a muchos otros y su hijo se queda en casa de la abuela, esperándola. Pero no es el único que espera. Y, ante tanto horror, los dioses no pueden hacer otra cosa que anunciar el fin del mundo con un lamento seco que proviene del cielo. Sanctorum, segundo largometraje de Joshua Gil, se construye desde ese doble rasero; entre la aplastante realidad de la gente en el campo mexicano y la cosmogonía de los pueblos originarios.

Apenas comenzado, el filme revela su sustancia: en un plano general, fijo —con cierto aire de Nuri Bilge Ceylan—, asistimos a un paisaje rural atravesado por una carretera perdida al sur del país. Muy pronto aparecen tres camionetas que avanzan firmes sobre el camino y, sin que sepamos quienes viajan ahí, esperamos hasta verlos descender y detenerse en un terreno baldío. En esa pequeña parte del plano aparecen cuerpos en miniatura que nos descubren un drama que adivinamos antes de verlo; algunos mercenarios y seis rehenes con la cabeza cubierta descienden de los automóviles y, de un momento a otro, éstos son ultimados entre gritos y amenazas. Al instante, sus captores prenden fuego a los cadáveres, regresan a sus autos y se alejan a toda velocidad. El único rastro de lo ocurrido ahí es el fuego, que arde indiferente.

La secuencia es prácticamente documental, sin cortes ni trucos en el montaje, sin restarle la crudeza implícita, pero permitiendo alejarse de la llana reproducción y consecuente banalización de la violencia. Encuadrando siempre desde la distancia, la secuencia mantiene al espectador en un «lugar seguro», observando a los captores sin posibilidad de que ellos los vean, mostrando la crueldad sin hacer un espectáculo de ella. Y probablemente ésa sea su mayor virtud. En Sanctorum, el infierno ha invadido todo lugar; ya no se trata de enunciarlo, sino de desprenderse de él. Lo único que queda es esperar el fin. La abuela, el maestro de primaria y el resto de los habitantes de ese pequeño pueblo lo saben, el cielo se los ha anunciado y, mientras los militares preparan su último ataque, ellos salen a luchar. «Ya estamos muertos, pero debemos hacer algo».

A partir de entonces, el filme, cercano en algunos momentos al misticismo en la obra de Apichatpong Weerasethakul, mezcla realidad y fantasía sin diferenciarles, aproximándose incluso al terror cósmico. Por ello, la maldad no aparece personificada, se filtra en cada plano, es algo que ha atravesado el ambiente, que puede sentirse más que mostrarse. Los asesinos y torturadores aparecen diminutos o fragmentados, vemos su puño mientras escuchamos los disparos, pero no sabríamos a quien señalar, y el miedo omnipresente toma forma también a partir de la dimensión sonora, descubriéndose cada vez más como un aullido desesperado. En Sanctorum, el rugido del cielo acalla sin remordimiento el grito desesperanzado de un niño.

En su elegía para el fin del mundo —mucho más realista que pesimista—, construida a partir de los textos e imágenes que conforman Sanctorum, Gil opta por posicionar su mirada del lado de la de los campesinos, quienes todavía miran las estrellas para descifrar sus designios, aunque el mensaje acabe por señalar que tal vez la única solución ante tanta podredumbre que les (nos) rodea sea un veredicto de muerte.

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