El temor de los inocentes
El caso de Richard Jewell (2019) de Clint Eastwood
…That’s all there is to it; Right and Wrong.
Abe Lincoln (Henry Fonda) en Young Mr. Lincoln (John Ford, 1939)
Una de las peculiaridades que han tenido los personajes protagónicos de las más recientes películas de Clint Eastwood ha sido una cualidad que impresiona primero como ingenuidad, pero que en su desarrollo va revelando una curiosa nobleza, sujeta a convicciones ideológicas y políticas claras, pero que logra retener su humanidad y ante todo, su dignidad. En El caso de Richard Jewell (Richard Jewell, 2019), Eastwood retoma el caso del guardia de seguridad que, al descubrir una bomba en el Centennial Park en la Atlanta de 1996, inmediatamente se convierte en el principal sospechoso del ataque.
La película de Eastwood se centra en el proceso a través del cuál Richard Jewell (Paul Walter Houser) entiende que la impartición de justicia ya no le pertenece a los principios con los que fue educado, sino a instituciones como la policía (FBI) y los medios, cada uno con agendas particulares que inevitablemente se encuentran vinculadas por la necesidad de una «narrativa». Tanto el agente Tom Shaw (Jon Hamm) como la periodista Kathy Scruggs (Olivia Wilde) comienzan a fabricar un culpable a partir de Jewell, negándole cualquier rastro de dignidad.
Richard Jewell se asemeja al pequeño T. J. Lowther de Un mundo perfecto (A Perfect World, Clint Eastwood, 1993) dado que ambos comparten una trayectoria de aprendizaje moral que les muestra que la «ley y el orden» son conceptos mucho más difusos, y sus guías, Watson Bryant (Sam Rockwell) y Butch Haynes (Kevin Costner), respectivamente, mantienen una postura cínica pero paternal, ambos comprometidos con la inocencia de sus protegidos. En un análisis de la película de 1993, Alain Badiou[1] decía que la imperfección del mundo estaba en el hecho de que cada juicio cancelaba el anterior, uno más esencial, lo que convertía a la verdad en impotente.
Las películas de Eastwood afrontan ese encubrimiento y asignan la verdad a algo que va más lejos de una política identitaria desde donde parten muchos de los señalamientos a su filmografía. La integridad es un acto de amor propio vulnerado por las fuerzas del orden y sus instituciones, desde la Presidencia de Estados Unidos (Poder absoluto, [Absolute Power, 1997]) hasta los órganos federales de investigación (Sully, 2016), las autoridades locales y los medios de comunicación, como en El caso de Richard Jewell.
«Prefiero que piensen que estoy loco a equivocado», dice Jewell cuando descubre el sospechoso paquete. Guiado por un fortísimo y simple deseo de protección, Eastwood presenta a Jewell como un personaje físicamente imponente, pero cuya presencia es tenue y delicada, casi como una ominosa sombra que adquiere vitalidad en la sagacidad que le otorga la interpretación de Paul Walter Houser, vital para entender que la filiación política de Jewell es evidente, pero irrelevante.
Más que una celebración o exaltación gratuita de figuras o ideologías partidistas, Eastwood presenta la faceta más oscura de las fuerzas del orden, siendo sus películas de un orden ético más que político, una postura que se extiende a su puesta en escena con espacios llenos de expresivas contraluces y sombras, fiel a su estilo neoclásico, y con la pulcritud que acostumbra en sus encuadres y montaje. Eastwood, como Jewell, es un hombre monotonal pero de convicciones inamovibles, contenidas en una profunda sensibilidad.
La narrativa prevalece sobre la verdad en el contexto de El caso de Richard Jewell, lo que Eastwood hace es demostrar que la verdad también es un relato que requiere paciencia y detenimiento, fútiles ante la imperiosa necesidad de castigo inmediato. La fabricación de culpables es la versión más torcida y expedita de justicia, y los hechos se convierten en un elemento supeditado a las circunstancias, pero a Eastwood le interesa menos demostrar que Jewell no es culpable, sino que es un hombre inocente por creer que las autoridades son tan íntegras, o simples, como él.
Cuando Watson le pregunta a Jewell si realmente es culpable, su respuesta no es automática, le toma tiempo responder y evade la mirada inquisitiva de su abogado. Duda de sí mismo porque el FBI y Tom Brokaw, brújulas de abrumadora autoridad, le han consignado culpa. Finalmente, Jewell mira a Watson con los ojos acuosos y declara su inocencia. Sus héroes lo han defraudado, humillado e incluso se han llevado, con total flagrancia, la colección de Tupperware de su madre (Kathy Bates). Como en muchas otras películas de Eastwood, la aparente simpleza del mundo se quiebra y la frontera entre lo correcto e incorrecto se disuelve.
Richard Jewell es un hombre que, más que respetar, cree en la autoridad con una fe inamovible, una que lo lleva a ser dócil y diligente hasta el punto de ignorar lo legal, concepto que evade lo correcto, lo que hay que hacer. Jewell parte de una visión del mundo similar a la del joven Lincoln de John Ford, una en la que no hay lugar para la ambigüedad, simple y reducible a lo que está bien y lo que está mal. Lo que Jewell aprende en la película es la existencia de un espacio liminal entre ambas esferas y, con ello, la fractura de su inocencia, más no de su nobleza, misma que le permite exonerarse y plantar la convicción de un ser humano frente a las corruptibles instituciones del hombre, cual virtuoso fordiano.
FUENTES:
[1] Alain Badieu, «La perfection du monde: improbable mais possible» en L’art du cinema, Primavera-Verano 2010, Paris.