Lista de cosas que me encontré en El faro
El faro (2019) de Robert Eggers
En El faro (The Lighthouse, Robert Eggers, 2019) hay un hacha enterrada en una mesa de madera. Hay tarritos de peltre, una mecedora, un quinqué y una pipa tallada sin adornos. Una bitácora guardada en un closet bajo llave, sangre de gaviota en la tapa de la cisterna. Hay un pequeño reloj con números romanos clavado a la pared y, a su lado, un barómetro holostérico señalando a una tormenta que va a durar para siempre. Una tormenta de novela gótica.
En El faro hay un farero viejo llamado Thomas Wake y un ayudante, considerablemente más joven, llamado Ephraim Winslow, unidos en un asunto de fetichismo, de luces y de sombras: cuando platican en la noche, después de terminar sus tareas de farero y de ayudante, sus rostros se iluminan en elocuentes y exagerados close-ups con el brillo intenso del fuego, que es como un viento que les agita los cachetes y que proyecta su lado oscuro sobre los muros húmedos de una cárcel en altamar. Las sombras desde sus respectivas espaldas se ensanchan sobre muebles podridos, se comen las telarañas y las botellas de vidrio, se bifurcan sobre los rincones ignotos de un pilar de piedra solo, muy solo.
En El faro hay muchas ganas de coger y ocasiones nulas para hacerlo. Hay dos hombres sin mujeres encerrados en este edificio de porquería por demasiado tiempo. Uno de ellos está obteniendo algún placer extraño en la cima del faro, el otro no. Cuando Winslow le reclama a su mentor que la comida es horrenda y que extraña la carne en su plato, ¿quién no va a pensar en un reclamo de otra índole implícito en esas palabras y en esos gritos histéricos? Aplastado por la tensión, el joven insatisfecho no tiene otro remedio que dedicarle sus amores a una pequeña efigie de sirena que le cabe en la mano con la que no sacude su propio pene, como Huáscar, el hermano traidor de Atahualpa, obligado a desposar una piedra en prisión para pagar su tiranía,[1] o como el Robinson Crusoe de Michel Tournier en Viernes o los limbos del Pacífico, que le entrega su simiente a la corteza de un árbol y se fusiona con el espíritu de la isla en una especie de trance metafísico. Winslow tiene una de esas sesiones de onanismo ultraterrenal en la película y también parece estar expiando un pecado secreto, castigado, al igual que los otros dos, por una presencia omnipotente: en El faro hay indicios de un Dios que observa la desgracia de dos marineros náufragos. Tal vez eres tú, que los miras en la pantalla. Tal vez soy yo, que los recuerdo en estas letras.
A falta de la dulce horizontalidad del sexo, en El faro sólo hay un infierno de vaivenes verticales, como un travelling ascendente que erige la imponente rectitud de la torre costera o un conjunto de contrapicadas desde la parte baja de riscos, camas y playas para acentuar la pequeñez o la grandeza de los personajes. En las escenas de diálogo, que un orador sea más grande que el otro implica cierta posición desde donde parte el habla: cuando el maestro está conversando sentado al borde de un colchón, el aprendiz lo hace desde el piso y tiene que ponerse de pie para tomar el dominio de la discusión. Los contraplanos casi nunca están sobre el eje: todo es vertical. Hasta la relación de aspecto del encuadre impide que la imagen se acueste; en el bonito cuadrado de 4:3, si Wake duerme en primer plano, Winslow lo observa celoso en la misma longitud, pero un poco más arriba y más lejos. Es literalmente una lucha para estar encima del otro.
Para resolver la disputa de una vez por todas, en El faro hay un crimen imperdonable esperando a ser real: el asesinato del padre (figurativo). Hay ganas de moler al viejo a golpes, de tomar esa figura de autoridad que huele a mierda —con su risa perversa, su mezquindad, sus anécdotas estúpidas y sus mentiras— y enterrarla viva para desaparecerla del mundo. Son ganas de tomar el control, de sentarse en el trono más pronto de lo que es conveniente. En estos relatos modernos cargados de mitología suele haber repercusiones para esa clase de imprudencias, y a lo mejor todo el histrionismo, el misterio y el fetiche melvilleano eran un pretexto para llegarle a la tragedia griega, para poder conseguir ese plano muy pictórico y muy dramático del nuevo nuevo Prometeo, ya no devorado por el águila Zeus, sino por gaviotas: las huestes de Proteo, el envidioso. Viejo dúctil, viejo escurridizo; protector campeón del conocimiento.
FUENTES:
[1] Eduardo Galeano, Memoria del fuego: I. Los nacimientos, Estado de México, Siglo XXI Editores, 2007, p.104.