Etiqueta onírica

El discreto encanto de la burguesía (1972) de Luis Buñuel


Jul 14, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

En las últimas películas de Luis Buñuel, los sueños son tan ordinarios que no se distinguen de lo cotidiano, su disrupción ya no tiene el poder de una navaja atravesando un ojo, sino el de dos vagabundos peregrinando, avestruces y gallinas recorriendo una habitación o algo tan simple como la privación del alimento. Más que una fatiga, Buñuel parecía explorar una forma de soñar que estaba firmemente anclada en la realidad, pero que al mismo tiempo la evadía, creando una brecha apenas visible entre ambas que las volvía aún más desconcertantes.

En El discreto encanto de la burguesía no hay tanto un señalamiento directo a cierto «estado de las cosas» más que a una ensoñación que se desdobla hasta el punto en que todo sentido, incluso el crítico, se diluye en algo que es más grande que la burguesía misma y todo lo que ese concepto abarca. La película no demanda interpretaciones ni sentido como las otras películas en la filmografía de Buñuel, donde las certezas nacen en la incertidumbre.

El discreto encanto de la burguesía demuestra que no hay temas con los que no se pueda soñar. La política, la religión o la milicia también tienen un lado onírico que se manifiesta en narrativas que no tienen un inicio ni un final concreto, como la imagen del grupo protagonista caminando en un sendero que aparece de forma aleatoria a lo largo de la película. Todo es in media res y la película se construye únicamente de intenciones, tentativas, sugerencias y promesas de una resolución que nunca llega. La atmósfera onírica de la película se adquiere a través de una punzante línea de Jean-Claude Carriére, una inflexión de voz de Delphine Seyrig, el voraz apetito de Fernando Rey, las furtivas escapadas sexuales de Jean-Pierre Cassell y Stéphane Audran, la ebriedad de Bulle Ogier, la mancillada dignidad de Julien Bertheau, el sofisticado vestuario de Chanel y Gaultier o la entrañable extrañeza de Muni, actriz que apareció en casi todas las películas de la última etapa de Buñuel, a quién él encontraba muy graciosa.[1]

Un restaurante que ya no puede ofrecer ni agua, un soldado que relata sus sueños, un ministro de la iglesia que desea ser jardinero, una nación latinoamericana tan ficticia como cualquier otra, el espectro de un policía fascista que suelta a los prisioneros por la noche, un funeral en medio de una cena o una cena que se convierte en una representación teatral. Los lugares y las situaciones concentran una serie de símbolos que uno pretende entender para poder asirse de una seguridad que la película nunca otorga, ya que está construida de tal forma que escucha toda interpretación, pero la niega con la condescendencia de sus personajes, quienes nos miran como al chofer que bebe un martini de un trago.

La curiosidad es indiscreta, por ello la película demanda al espectador una etiqueta tan rígida como la de los banquetes que no suceden, las conversaciones que no terminan y los sueños de los que no terminamos de despertar. Lo mejor es no hacer (ni responder) más preguntas de las que hay, sonreír y asentir, celebrar el «genio» de Buñuel, volver a darle un sorbo a la copa de whisky, elogiar el atuendo y la gracia de nuestra anfitriona antes de que un comando armado irrumpa la tranquilidad de la escena y desate una violenta ráfaga de fuego sobre nosotros y, después de la conmoción, despertar del sueño y dejar que se disipe, guardando únicamente la impresión y no el recuerdo. Esa es la discreción de un sueño educado, una lección que aprendí a los 17 años y que sigo sin aplicar.

TAMAÑO DE LETRA:

  • Clementina
  • El poder del perro
  • Adios al lenguaje-2

FUENTES:

[1] El náufrago de la calle Providencia (Arturo Ripstein y Rafael Castanedo, 1971).