Desaparecer para poder ser

El espíritu de la pasión (2004) de Kim Ki-duk


Nov 3, 2020

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Estamos rodeados de fantasmas. Entes silenciosos que merodean en el cotidiano y de cuya existencia sabemos solo por sus acciones. Mucamas, basureros, meseros ninguneados por los siglos de los siglos. Tae-suk es uno de ellos, un repartidor de volantes en las calles de Seúl. La única interacción social que tiene es cuando, mientras pega sus carteles en las entradas, un carro le pita para que mueva su moto, que estorba su paso. El hombre se detiene junto a él, le lanza una mirada retadora y arranca.

Parece no tener casa fija, sino habitar espacios ajenos temporales. Su método es brillante: aquellas viviendas que llevan varios días sin recoger su propaganda denotan la ausencia de los dueños. Entonces, abre el cerrojo con un pequeño pasador. Para confirmar la ausencia de los habitantes, revisa el buzón en el teléfono, que usualmente revela un viaje. Ya adentro, lava su ropa, descansa y se toma fotografías junto a los retratos de la familia, como el miembro que no llegó a tiempo a la sesión. Tiene una forma peculiar de dejar su huella: limpia y arregla objetos averiados; una pistola de juguete, un reloj, una báscula. Incluso riega las plantas. Detrás de la tensión del espectador que observa la llegada de los habitantes, Tae-suk se ha escabullido ya, y parte en su motocicleta hacia su siguiente hogar.

Su maestría en el arte de la discreción es superada el día que entra a una gran casa en la que pasa un día entero a sus anchas mientras, desde los rincones, Sun-hwa lo observa. Ella tiene un hermoso rostro coronado por un ojo morado y el labio roto. La mujer violentada por su marido ha perdido ya todo. Quizá esa falta de pasión por la vida es la que le permite vagar como alma en pena por los pasillos, donde cuelgan los recuerdos de su historia ya en el olvido, aquella historia en la que aún pertenecía al mundo. Ahora, en la pasividad, se ha permitido pertenecerle a su marido. Es solo un ama de casa en una tumba de cuatro paredes.

El esposo regresa. Es el hombre que antes salió en su carro. Comienza un discurso de chantaje y agresión que termina en golpes que Sun-hwa recibe casi sin reacción, con la mirada perdida. El intruso Tae-suk observa desde el patio, toma un palo de golf y comienza a lanzar tiros a la base de práctica. El desconcertado marido se acerca y se convierte en el nuevo blanco de los tiros. Los dos fantasmas escapan juntos y Sun-hwa parece volver a la vida. Ahora, ambos seguirán en la amable invasión de viviendas. No se conocen, no hablan, pero crean un vínculo de complicidad. Solo ellos se miran, se sienten y se entienden. Habitan las casas una a una, y sin palabras se acercan. Su lenguaje se construye con miradas, acciones, el tacto y la comida.

En su aventura final, irrumpen en una casa donde encuentran el cadáver de un hombre mayor, al que limpian, envuelven y entierran con delicadeza. Su acto más amoroso es el que los lleva a la cárcel. Al llegar, los hijos del dueño llaman a la policía. En la estación identifican a Sun-hwa y la «devuelven» a su marido. «Es toda suya», declara el oficial, ante el gesto de victoria del hombre posesivo que ha recuperado su trofeo perdido.

En este filme, todos —excepto los protagonistas— hablan. En algunas ocasiones, más de lo necesario, como si el lenguaje fuera una forma de marcar territorio, de hacerse notar. En el cuarto de interrogación de la policía, el investigador intenta por todos los medios sacar información, entender el misterio de no poder imputar crimen más allá del allanamiento de morada. La cámara plagada de fotografías es el objeto incriminador. Y como una fotografía dice más que mil palabras, sin duda dice más que ninguna. Pero los fantasmas no hablan ni siquiera para salvar su tenue pellejo.

Los discretos personajes no son lo único que pasa desapercibido. A lo largo de la película se refuerza la idea de que lo invisible no es inexistente. Tae-suk no deja de jugar golf con la nada cuando lo meten a la cárcel e incluso se pelea con otro recluso que le roba su pelota imaginaria. En su celda individual de altísimas paredes blancas, Tae-suk, ahora prisionero 2904, comienza a utilizar a los guardias como conejillos de indias para sus experimentos. Bajo la premisa de que el campo de visión humano solo abarca 180 grados, él sabe que todo lo que permanezca fuera de él será imperceptible. Y así, subiendo de complejidad, entrena para convertirse en la sombra de los demás. En un momento de realismo mágico, es capaz incluso de escalar los muros planos.

Al salir, corre a aplicar su técnica perfeccionada con paciencia, convirtiéndose en un verdadero ninja del arte de la desaparición. Tae-suk se convierte en un fantasma real. Invisible para los ojos de todos, excepto de Sun-hwa. Kim Ki-duk hace al espectador de El espíritu de la pasión (Bin-jip, 2004) su cómplice, como ente omnipresente que ve con claridad todo lo que pasa. Pero, poco a poco, pasa a formar parte del equipo de los ciegos.

Al final, los personajes se desprenden de la realidad: ella permanece como un holograma; él, como la ausencia. Cohabitan con el marido la casa en la que se conocieron, crean su propio mundo en el mismo tiempo y espacio, como en una dimensión paralela a la realidad. Un espacio de libertad con las reglas del juego a su favor. Si la sociedad solo ve lo que quiere ver, convertirse en fantasmas es la salvación.

*Este texto fue escrito como parte del seminario de crítica de cine del Centro Cultural de España en México y Correspondencias.

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