La identidad poscolonial del cine africano

Po di Sangui (1996) de Flora Gomes


Nov 3, 2020

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Una mujer golpea la tierra con la palma de sus manos mientras articula una serie de premoniciones que parecen nacer de un estado de trance: «Ellos están ciegos y sordos. Comenzarán a matar a padre y a madre por la riqueza… Ellos van a devorarlo todo». Po di Sangui (1996), tercer largometraje del cineasta panafricanista Flora Gomes, se estructura narrativamente como un mito que enarbola la tradición oral del continente y muestra las consecuencias directas de la invasión extranjera, pero la carga de simbolismos en la trama nos demanda una doble lectura, enriquecida por la apropiación de elementos culturales de Occidente.

Pese a los años y las innegables diferencias culturales que nos separan del África revolucionaria, el discurso de Gomes a lo largo de su filmografía sirve como una especie de mapa para entender un poco más a fondo el fenómeno cultural que engloba la producción cinematográfica africana desde los años sesenta hasta los noventa, marcada no solo por el colonialismo, sino también por un extractivismo abrasador que cambió radicalmente las formas de sociabilizar de las comunidades en resistencia. Po di Sangui se localiza en esta arista para mostrarnos una de las tantas revoluciones que cimbraron al continente. Un entramado visual que escapa de los binarismos occidentales para posicionarse críticamente en los conflictos de identidad y la reivindicación cultural.

La historia nos traslada a Amanha Lundju, donde la tradición demanda que se debe plantar un árbol por cada nacimiento. El orden entre los pobladores y la naturaleza parece desarrollarse en armonía hasta que la muerte de Hama, uno de los miembros más respetados de la tribu, da origen a diversos elementos de caos; una visión panafricanista que intenta mostrar la importancia de cada individuo dentro de su comunidad. El ritmo de la cinta, que parte de la contemplación al movimiento en congruencia con la trama, da paso a una evolución narrativa desembocada en lo que podría traducirse como la reescritura de uno de los pasajes más conocidos de la Biblia: la liberación del pueblo de Israel.

En esta versión, Dou (gemelo de Hama) regresa del exilio para convertirse en un mesías, obligado por mandato divino a guiar a los aldeanos de Amanha a través del desierto en busca de un nuevo hogar, después de que la ira de los dioses castigara el suyo por haber quebrantado las tradiciones. La travesía, retratada por una serie de planos generales (que parecen no tener ninguna intención además de generar contrastes audiovisuales), se nutre de imágenes simbólicas retomadas de la Biblia, las cuales conforman una simbiosis discursiva con un pronunciamiento claro por parte del realizador.

La reestructuración de este mito bíblico como un acto de sublevación reside en la apropiación de elementos culturales del opresor para una resignificación que parte de la necesidad de reafirmación del oprimido. Al retomar una de las bases más fuertes de la cultura occidental y contextualizarla bajo las problemáticas propias del continente africano, Po di Sangui formula una consciencia poscolonialista que recupera sus imágenes a través de un registro minucioso de los ritos de la tribu, llevados a la pantalla con un interés casi etnográfico que Flora Gomes ya había demostrado en su ópera prima Mortu Nega (1988).

La construcción crítica de Gomes, formada por elementos que denotan la guerra como una invasión del imperialismo extractivista (como la decisión estética de contrastar los ambientes selváticos de su tierra con el exilio desértico), también parece estar basada en la filosofía de Amílcar Cabral, quien declaró que el único camino para la liberación nacional (en África y el mundo) era la lucha contra el neocolonialismo que sufrían los pueblos.[1] La influencia de Cabral se convirtió en una constante en la obra de Gomes, representada a través del canónico desenlace de sus filmes: el retorno a las fuentes para la liberación cultural.[2] Dou, después de haber guiado a su pueblo por una serie de paisajes inhóspitos que pusieron en riesgo el apego a sus tradiciones (al no poder plantar árboles por cada nacimiento), comprende que la única salvación es regresar a su tierra para defenderla.

El exilio del pueblo guineano termina con la aceptación de una realidad, marcada por la invasión y la explotación, que les permite formar parte como agentes activos de la representación de su propia historia. Podríamos concluir que el cine de Flora Gomes surge, al igual que el movimiento revolucionario, como un acto de desobediencia a las reglas del opresor. Esta insurgencia persiste en algunos realizadores más jóvenes de la industria (Lemohang Jeremiah Mosese, Dieudo Hamadi o Suhaib Gasmelbari), demostrando que el secuestro de sus imágenes por parte de los colonizadores para negar su existencia como individuos[3] solo favoreció la construcción de una identidad colectiva que parece ser, hasta la fecha, la base de la oposición contra la hegemonía discursiva. Este mapa geográfico-temporal se extrapola al universo fílmico del cine negro, caracterizado por un posicionamiento político explícito que escapa de los discursos de poder de Occidente y expone problemáticas vigentes de los países periféricos en resistencia.

*Este texto fue escrito como parte del seminario de crítica de cine del Centro Cultural de España en México y Correspondencias.

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NOTAS Y REFERENCIAS:

[1] Primera Conferencia sobre la Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (3-12 de enero de 1966. La Habana, Cuba).

[2] Amílcar Cabral, «La cultura fundamento del movimiento de liberación» en El Correo de la UNESCO, Año XXVI, París, UNESCO, noviembre de 1973, pp. 12-16. {Revisado en línea por última vez el 25 de octubre de 2020}.

[3] Hans Belting, Antropología de la imagen, Madrid, Editorial Katz, 2007.