Desde el umbral

Ratcatcher (1999) de Lynne Ramsay


Nov 3, 2020

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La primera escena de Ratcatcher (1999), película dirigida por la escocesa Lynne Ramsay, es una de rememoraciones de infancia y, al mismo tiempo, de asfixia. Como niños, el juego de envolverse entre las cortinas y esconderse, o jugar al fantasma, resultaba atractivo y emocionante, en contraposición a la crisis nerviosa que provocaba en los padres la angustia de vernos convertidos en cualquier momento en víctimas embaladas en las garras de ese verdugo sedoso y multiforme de apariencia inofensiva. Es una escena fragmentada en imágenes que aparecen barridas, como queriendo escapar de la continuidad ilusoria de movimiento en 24 cuadros por segundo, y que se intensifican con un detenimiento que no es posible percibir en nuestra realidad visual.

Pronto se devela que los elementos de esta escena no están puestos ahí al azar, sino que desembocan en una serie de sucesos que enmarcan la mirada de los personajes a través de las ventanas. La metáfora del ojo como ventana del alma funciona aquí un poco a la inversa: la ventana es el umbral intermediario entre el ojo observador del interior y la revelación de la otredad en el exterior.

Ryan Quinn es el niño que juega entre las cortinas hasta que su madre lo detiene con un zape. Esto lo hace observar a través de la ventana a James, quien juega a la orilla de un canal infecto. Ryan pide permiso a su madre para poder ir jugar con James, pero esta no tarda en reprenderlo por no meterse el pantalón en las aparatosas botas de lluvia. Esta es la primera de las alusiones al calzado que se hacen a lo largo de la película. El pequeño se escapa de su madre para ir a jugar. Ahora, como espectadora, soy yo la que ocupa el lugar del observador detrás de la ventana, veo en el mismo plano que antes ocupaba la mirada de Ryan cómo ahora este se incorpora y es parte del escenario. Pronto, ambos niños comienzan un jugueteo hostil pero infantil en el que se empujan al canal y se lanzan bolas de lodo a la cara, mientras que, en montaje paralelo, la madre de Quinn, ajena por completo a lo que está por ocurrir, le compra un par de zapatos nuevos a su hijo. Lo que parecía una pelea pueril termina con la muerte de Ryan ahogado en el canal después de que James lo empujara y huyera asustado.

Los viajes a la interioridad de los personajes son constantes a lo largo de la película y se manifiestan a través de cuidados travellings en los que el sonido juega parte importante de la materialización de las atmósferas según su carga emotiva. En los momentos de angustia, se impone un silencio apabullante. En los melancólicos u oníricos, se hace presente un leitmotiv musical de cuerdas dulces. Y un chirrido agudo, similar al frenar desengrasado de un autobús, se convierte en ave de mal agüero: el presagio de que alguna desventura está por ocurrir.

Con la muerte de Ryan, James se convierte en el protagonista y, conforme avanza la película, se dibuja su personalidad taciturna. Es un preadolescente que habita un barrio suburbano en la periferia de Glasgow. Un lugar putrefacto, atestado de basura y ratas como consecuencia de la huelga de recolectores de basura en 1973. Las deplorables condiciones de vida de James pronto funcionan como metáfora de una conciencia envenenada por la culpa de haber provocado la muerte de su vecino.

El protagonista observa a la distancia, encerrado, el desfile de la carroza fúnebre. En los días siguientes, su vecindario se convierte en un campo minado en el que intenta evadir a toda costa a la madre en pugna, al final sin éxito: la madre de Ryan Quinn le hace calzar los incómodos zapatos nuevos que su hijo no llegó a estrenar, recalcando además su parecido con el difunto. Esto no hace más que acrecentar la culpa que anida en James y lo hace mirar su reflejo en las aguas del canal, preguntándose si no debería haber sido él la víctima y no el victimario.

Ramsay hace uso del montaje para contraponer los anhelos del personaje con su realidad. Por ejemplo, James yace al lado de su novia miope, Margaret Anne, después de escapar de una escena de violencia intrafamiliar, en la que el padre llega a casa borracho y herido, y le planta un golpe en la cara a su madre. Esta última escena adopta un tono incluso irónico, porque, a pesar de su dramatismo, la música diegética se mantiene alegre con Lollipop, de The Chordettes. Es en esta escena también donde el padre de James le lanza de mala gana un par de zapatos deportivos que compró para él y este los rechaza, alegando que le quedan grandes y que a él no le gusta el futbol. James sabe que a su padre le gusta el futbol, y lo último que desea es convertirse en su padre: borracho, mujeriego y holgazán.

Otro par de secuencias en las que Ramsay enfatiza el contraste entre lo que el protagonista desea y lo que realmente tiene es cuando James, en una primera visita a un complejo habitacional en construcción, juega entre los escombros, recorre las casas de dos pisos y finalmente se asoma por una ventana que enmarca un paisaje digno de un cuadro impresionista: un amplio pastizal donde los matorrales que conforman una amalgama de tonos cálidos se mecen delicadamente y contrastan con el azul del cielo. Es un pasaje casi onírico que invita a James a entrar en él y revolotear entre las gramíneas. La segunda vez que visita este espacio que significó para él un respiro de aire fresco y esperanza, lejos de los olores fétidos y el paraje desolador en el que habita, se encuentra con que se han cerrado las puertas del paraíso. Se asoma por la ventana que alguna vez le significó libertad y que ahora resulta impenetrable para, al fin, vencido ya, alejarse caminando bajo la lluvia.

En el final de Ratcatcher confluyen todas las líneas temáticas que se fueron desarrollando a lo largo del metraje, de ahí que la decisión que James toma de lanzarse al temible kraken que se oculta en las turbulentas aguas del canal resulta, hasta cierto punto, comprensible. El detonante terminal se alza una vez que el secreto que había estado callando por tanto tiempo es dicho en voz alta por Kenny, quien hasta entonces había sido su único amigo y cómplice: «¡Te vi, te vi, te vi! ¡Tú mataste a Ryan Quinn!». Nada parece tener solución, James no puede defender a su chica de los que abusan de ella, tampoco resarcir lo que su padre inflige a su madre a diario, como el hoyo en sus medias que, sin importar cuántas veces intenta remendar, siempre vuelve a aparecer. Y no hay escapatoria de su realidad, es lo único que tiene; cualquier otra alternativa le queda chica o grande, como los zapatos. La sentencia la dicta él mismo con la ilusión de atravesar el umbral de miseria e imaginarse feliz del otro lado.

*Este texto fue escrito como parte del seminario de crítica de cine del Centro Cultural de España en México y Correspondencias.

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