El mito de la radicalidad

Memoria (2021) de Apichatpong Weerasethakul


Jul 21, 2021

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¿Por qué se habría de pensar que una película como Memoria (2021) es radical? O, peor aún, el resultado de alguna estafa o engaño, de un «genio» inventado por críticos especializados que en realidad no existe. Apichatpong Weerasethakul no es ningún genio ni pretende serlo. En una obra que ha mostrado interés por la relación entre la percepción y el mundo —particularmente los parajes selváticos—, el cineasta nunca ha renegado de la naturaleza soporífera de sus películas e instalaciones; es más, la abraza con un cariño que solamente puede ser equiparable a la devoción de un individuo por una deidad que no entiende del todo, pero con la que busca incesantemente entablar contacto.

Si el plano final de Cementerio de esplendor (Cemetery of Splendour, 2015), con la extraordinaria Jenjira Pongpas, era una atenta invitación a abrir nuestros ojos, el plano inicial de Memoria podría ser una invitación a abrir el resto de nuestros sentidos, comenzando por el oído. La película parte de la búsqueda de Jessica, una botánica nombrada en honor a la protagonista sonámbula de Yo caminé con un zombie (I Walked With a Zombie, Jacques Torneur, 1943). Durante un viaje a Colombia, escucha un estruendoso y seco sonido, cuyo origen podría estar conectado con una extraña enfermedad. Con la ayuda de un artista sonoro, Jessica trata de replicar el sonido y gradualmente va causando estragos en las calles de Medellín.

El aura de misterio que usualmente rodea a las películas de Weerasethakul se atenúa en Memoria, no con la intención de responder claramente a una incógnita, sino de recordar su origen. Las palabras —así como las imágenes— se vuelven insuficientes para mostrar plenamente otras experiencias sensoriales que han nutrido el interés del tailandés, como en Objeto misterioso a mediodía (Mysterious Object at Noon, 2000) o Síndromes y un siglo (Syndromes and a Century, 2006), pero las imágenes de Memoria se aproximan con espeluznante precisión.

Weerasethakul, como dice un personaje en su película, busca en Memoria hacer un cine que mantenga cualidades similares a las de los recuerdos, usando la cámara como si fuese un fantasma que deambula libremente, sin una conciencia específica del tiempo. Esto fácilmente podría ser un pretexto para asignarle a la película vicios propios del llamado slow cinema o «cine contemplativo», término que se usa de forma peyorativa —ya sea por pereza, impaciencia o simple desinterés— para señalar cualquier filme que trabaje con planos largos y fijos, pocos diálogos, silencios predominantes o imágenes de la naturaleza.

Si Memoria tiene un discurso, este se articula desde lugares universales, principalmente en la línea frágil e ininteligible que vincula el mundo orgánico con el mundo cognitivo, pero esa conexión no se hace patente hasta la última parte de la película. La construcción de todo lo anterior a ese punto resulta indispensable para que el momento en el que la película toca una dimensión sobrehumana no sea solamente sorpresivo, sino consecuente y hasta natural.

Memoria empieza con un sonido indescriptible y termina en un silencio artificial. El trayecto de uno a otro está trazado desde la cartografía, la política, la poesía o la mitología, pero nunca en una forma deliberadamente críptica o indescifrable. Quizá esta película sea la obra más transparente de un cineasta que nunca se ha ostentado como radical y que tampoco ha sido inaccesible.

No hay ninguna audacia en filmar la naturaleza o las experiencias humanas más internalizadas, ya sea el sueño o, como se menciona en la película, «las vibraciones guardadas en el cuerpo». La supuesta radicalidad de Apichatpong es un mito creado por el asombro o el miedo de quien se acerca a su trabajo, pero el tailandés muestra que su entendimiento del mundo es tan limitado como el de sus imágenes. Un acto de humildad tan generoso que, al recordarlo, uno duda si fue real.

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