La educación de la mirada

The Viewing Booth (2019) de Ra’anan Alexandrowicz


Sep 14, 2021

TAMAÑO DE LETRA:

Esto no es un experimento. Ra’anan Alexandrowicz lo dice claramente al inicio. Sin grupos de control o indicadores comparables, una muestra de siete estudiantes no es representativa. Y menos cuando, de esos siete, la película solamente se va a concentrar en una. Se llama Maia.

Maia entra a un cuarto oscuro que parece una oficina de seguridad o la guarida de algún departamento de sistemas: hay monitores encendidos por todos lados. Alexandrowicz la invita a pasar hacia el fondo, al interior de una pequeña cabina con una ventana rectangular en la puerta. Maia voltea a la cámara que la sigue en su trayectoria. Cuando la chica está adentro, sola, escucha al cineasta con un audífono: «frente a ti hay una computadora con cuarenta videos del conflicto israelí-palestino; B’Tselem produjo la mitad; medios oficiales o conservadores, la otra». Algo así le dice. Maia puede ver cualquier video y comentarlo con Alexandrowicz a través de un micrófono. Puede reproducirlo todas las veces que sea necesario, opinar y preguntar a su antojo. Hay una cámara apuntándole al rostro.

Este es un ejercicio de observación y diálogo. Sus resultados hablan de la experiencia de una sola persona: una estudiante judía que apoya con fervor la identidad nacional de sus padres. The Viewing Booth (2019) asume que, si algo aplica para ella, podría aplicar para otros espectadores.

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En un ensayo para la revista Trafic, Harun Farocki se preguntó por la representación de las víctimas del Holocausto en Verboten! (Samuel Fuller, 1959). La señaló como «una película de reeducación»[1]: la historia de una alemana simpatizante de los Aliados que intenta disuadir a su hermano nazi de su causa política llevándolo a los juicios de Nuremberg. La corte mostró grabaciones de los campos de concentración que exhibían a los presos políticos de Hitler y las condiciones infrahumanas en las que vivieron (o murieron). Farocki plantea una especie de defensa del espectador:

En un juicio como los que conocemos del cine norteamericano el defensor se levantaría y analizaría minuciosamente el film. ¿Cuándo dijeron los acusados las frases citadas? ¿Cuándo se filmaron las imágenes que deben servir para probar los crímenes? ¿En qué campo de concentración sobrevivieron esos presos espantosamente escuálidos que aparecen frente a cámara? ¿Estaban presos en un campo nazi por integrar la oposición o fueron detenidos sin haber pensado jamás en oponerse a nada? Pero principalmente: ¿las imágenes muestran lo que dicen estar mostrando o solo lo reconstruyen? [2]

El documental de Alexandrowicz no solo replica la técnica Ludovico de Fuller sobre Maia y su lealtad nacional, sino que descubre gradualmente las cualidades como abogada defensora que tiene la joven. No importa qué tan violenta sea la evidencia humanitaria contra Israel: la espectadora interroga críticamente el material, el emplazamiento de la cámara, lo que dicen las víctimas, lo que no dicen los agresores. Cientos de videos en internet y series de Netflix entrenaron su mirada para encontrar errores. Es como si los resultados de un experimento (pero esto no es un experimento) se revirtieran en contra del método científico.

De los pocos farockianos que conozco personalmente, ninguno se ha preguntado por el estado mental de alguien que concluye que quemarse a sí mismo frente a la cámara es la mejor forma de solucionar un problema.[3] Tampoco me han hecho notar lo absurdo que es el oxímoron de Georges Didi-Huberman en su prólogo a Desconfiar de las imágenes: «Elevar el propio enojo hasta el punto de quemarse a uno mismo. Para mejorar, para denunciar serenamente la violencia del mundo».[4] La joven de The Viewing Booth efectivamente denuncia la retórica audiovisual de lucha social y el director activista que la filma está cada vez más incómodo con lo que escucha.

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Maia sufre un cambio observable en la cabina. Mira un video donde un grupo de jóvenes furiosos lanza piedras e insultos hacia la camarógrafa, a quien detectamos en un piso elevado, quizás dentro de un departamento. Primero, Maia asume que los agresores son árabes («No creo que los israelíes harían algo así»). La voz de Alexandrowicz le confirma que son israelíes acosando a una palestina. Un ceño ensombrece el rostro de la chica. Las líneas de sus cejas y su boca se contraen con desagrado. «Esto no está bien», dice con cierta tristeza, pero no tarda en recuperar el semblante inquisitivo de antes: una chispa se enciende en su mirada y sus músculos faciales se relajan. Maia empieza a hacer preguntas incómodas de nuevo. ¿Quién filma? ¿Qué hizo para que esta gente le lance piedras? ¿Cómo sabemos que ella no los insultó primero? Por pura observación, podemos vincular su hilo de cuestionamientos con una sensación de alivio.

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Me enfrenté a The Viewing Booth con mi propio set de prejuicios. Cuando Alexandrowicz confiesa que su misión como cineasta es cambiar las creencias de sus espectadores (e, infiero, reemplazarlas con la suya), sentí rechazo. Pinté una línea y me puse del otro lado. Que él luche contra la ocupación de Palestina y que las creencias que busca modificar sean proisraelíes me es indiferente. El escepticismo de Maia se alineaba más con mi forma de pensar. Atribuí rápidamente la insuficiencia que descubre Alexandrowicz al final —que la imagen no basta para alcanzar las creencias más profundas de los espectadores, por cruda o realista que sea— a una carencia intrínseca del cine social y del activismo en general. Escuché a Farocki gritando «película de reeducación» en mi cabeza.

Pero esos juicios apresurados son precisamente los que The Viewing Booth permite reposar y pensar de nuevo, vulnerando tanto al director como a la entrevistada, intercambiando sus roles de inquisidor y rata de laboratorio, permitiendo el diálogo entre ellos y la interpelación del que los mire. En un terreno común, el activista encuentra fallas en su método de trabajo y la escéptica reconoce la estructura de sus mecanismos de defensa. Alexandrowicz plantea a Maia como su antítesis, pero yo creo que tienen mucho en común.

TAMAÑO DE LETRA:

 

  • Clementina
  • El poder del perro
  • Adios al lenguaje-2
  • Noticias de casa

NOTAS Y REFERENCIAS:

[1] Harun Farocki, «Mostrar a las víctimas» en Desconfiar de las imágenes, Buenos Aires, Caja Negra, 2013, p. 134.

[2] Ibíd., p. 141.

[3] En su cortometraje The Inextinguishable Fire (Nicht löschbares Feuer, 1969), Farocki se apagó un cigarro en el brazo para despertar a su público ante los horrores del napalm.

[4] Georges Didi-Huberman, «Cómo abrir los ojos» en Desconfiar de las imágenes, Buenos Aires, Caja Negra, 2013, p. 21.